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SOBRE ELECCIONES DOMINICANAS (5)

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POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES 

El general Horacio Vásquez Lajara, caudillo con fachada montaraz y jefe del Partido Nacional, fue electo presidente de la República en el 1924, para gobernar por los próximos cuatro años.

Poco tiempo después, antes de llegar el ecuador de ese mandato, partidarios suyos comenzaron maniobras políticas y triquiñuelas sin fundamento lógico ni legal para decir que su poder era por 6 años, alegando que su elección había sido en el marco de la Constitución de 1908. La cual para entonces no existía, como demostraré.

En ese aprovechamiento espurio estuvo el germen del cual brotó años después una de las mayores desgracias sufridas por el pueblo dominicano a lo largo de su ácida historia, como se verá más adelante.

Horacio Vásquez Lajara

En dicha ocasión, junto con Vásquez fue escogido como vicepresidente de la República el profesor Federico Velázquez Hernández, un hombre de prolongada vida pública, formación hostosiana y de honradez personal incuestionable, a pesar de que paradójicamente era partidario de que el país fuera tutelado por los EE.UU.

Velázquez Hernández era jefe del Partido Progresista, cuyos miembros mantenían una discordia permanente con el presidente Vásquez, porque se les había incumplido la promesa de entregarles la tercera parte de los puestos públicos. 

Lo que en buena ley debió concluir en el 1928 fue extendido arbitrariamente hasta el 1930, sin ningún asidero legal, fruto de la ceguera política y la ambición de unos cuantos políticos con canonjías gubernamentales, así como comerciantes y empresarios que se lucraban con negocios turbios.

Algunos bautizaron ese infortunio como “la prolongación”, edulcorando así un hecho que derivó en excusa para que, a partir del levantamiento armado del 23 de febrero de 1930 en la ciudad de Santiago de los Caballeros, surgiera una sanguinaria tiranía que sumió al pueblo dominicano en las tinieblas de la opresión durante más de 30 años.

Hacía más de 300 años que el gran pensador inglés Thomas Hobbes, en el capítulo XXVII de su clásica obra Leviatán, había planteado su teoría de dotar a la sociedad de un nuevo fundamento para el poder político. Entre sus frases una se aplicaba perfectamente a las maniobras de “los prolongacionistas” dominicanos de 1928:

“Un crimen es un pecado que comete aquel que, de hecho, o de palabra hace lo que prohíbe la ley, o deja de hacer lo que ella manda”.

Si se hace uso de la tautología se comprueba que la validez de ese juicio, para el caso que nos concierne en este comentario, es válida por cualquier lado que se le quiera analizar con sentido lógico.

Lo que es lo mismo: Vásquez, De Moya, Henríquez, Alfonseca y otros horacistas cometieron, en el citado 1928, un hecho injustificable y de efecto negativo.

La manipulación para la embestida en cuestión comenzó en los hechos cuando en abril de 1926 el presidente Vásquez destituyó como ministro de Justicia e Instrucción Pública al prominente dirigente del mencionado Partido Progresista Pedro Antonio Lluberes, calificado en la historia dominicana como honorable, quien a pesar de su movido pasado lilisista no tenía espíritu de escoria.

En sustitución del anterior fue designado el Lic. Rafael Estrella Ureña, líder del Partido Republicano, quien debido a motivos externos tuvo un paso muy breve en dicho cargo.

Luego Estrella Ureña fue un aliado clave de las maquinaciones que detrás de los muros de la Fortaleza Ozama hacía Trujillo (con la asesoría de Rafael Vidal Torres y otros intelectuales) para defenestrar al presidente Vásquez, que desde el 1928 era un gobernante de hecho y, además, pretendía reelegirse.  

En el referido año 1926 se hicieron las elecciones municipales, pero los seguidores del vicepresidente Velázquez se abstuvieron de participar en ellas, tal vez alertados por lo que estaba ocurriendo en los más elevados niveles de la política criolla.

La economía del país comenzó a resentirse. El presidente Horacio Vásquez, en una hábil jugada política, tomó préstamos internacionales. Esos fondos aumentaron por un tiempo su popularidad, mientras sus áulicos más cercanos arreciaron sus consignas de que su gobierno no terminaba en el 1928, sino en el 1930.

El principal auspiciador público de tan descabellada decisión fue el intelectual Enrique Apolinar Henríquez de Castro (Don Quiquí), cuyos reflejos políticos no llegaron a medir el impacto que en el futuro cercano tendría dicha decisión.

Don Quiquí y otros, basculados por el más ilustrado Alfonseca, este último hombre valiente pero obsecuente con todo lo que halagara a su jefe Horacio Vásquez, alegaban que el mocano había sido electo cuando estaba vigente la Constitución de 1908. Una mentira adornada con frases acomodaticias a los intereses del grupo que tenía la sartén por el mango.

Entonces se adujo que el artículo 47 de dicha Carta Magna disponía que: “El Poder Ejecutivo se ejerce por el presidente de la República, quien desempeñará estas funciones por seis años y será elegido por voto indirecto en la forma que determine la ley.”

Dicha reforma constitucional (hecha bajo el gobierno del general Ramón Cáceres) fue votada en la ciudad de Santiago de los Caballeros el 22 de febrero de 1908, aunque en ella se dispuso de manera excepcional que su vigencia sería a partir del primero de abril de dicho año.

Con ella se abolió la anterior, que sólo vivió pocos meses, pues había sido promulgada el 20 de septiembre del 1907, la cual incluso permitía la reelección.

Los que se colocaron detrás del biombo protector de la ya muerta Constitución de 1908, que establecía un mandato de seis años, sabían perfectamente que la misma había sido revocada por la reforma constitucional del 29 de noviembre de 1916.

Esa última, que ni siquiera figura en la lista de las treinta y tantas modificaciones realizadas a nuestra Ley de Leyes, quedó aniquilada por la fuerza de los fusiles y las bayonetas de los invasores estadounidenses de dicho año; y como la sinrazón del poder imperial mata dos veces se cuidaron de dar por difunta otra vez la comentada del 1908.Una miríada de leyes adjetivas que formaban parte del andamiaje legal dominicano sufrieron igual desventura.

Otra prueba contundente que echa por tierra, para fines históricos, los alegatos esgrimidos por los seguidores de Horacio Vásquez para ampliar por dos años más su gobierno, que debió terminar en el 1928, es que junto a él fue electo como vicepresidente el referido escritor Federico Velázquez Hernández.

Pero es significativo decir que la ya entonces desaparecida Carta Magna de 1908 no contenía el puesto de vicepresidente de la República, motivo por el cual en su artículo 49 establecía de una manera inequívoca lo siguiente:

“Cuando ocurra el caso de incapacidad, renuncia, destitución o muerte del presidente de la República, el congreso por una ley designará qué persona habrá de desempeñar la Presidencia hasta que cese la incapacidad o se elija un nuevo presidente.”

Como si lo señalado más arriba fuera poco hay que recordar que la despótica proclama del 29 de noviembre del 1916 hecha por el capitán gringo William Knapp, declarando oficialmente a la República Dominicana ocupada militarmente por los EE.UU., no podía ser más clara en el sentido de suprimir cualquier atisbo de soberanía, incluyendo leyes preexistentes en el país.

El 30 de abril de 1927 el Congreso Nacional, en una muestra más de las absurdidades de la política criolla, aprobó una ley para que una Asamblea Revisora modificara una serie de artículos de una Constitución inexistente (la de 1908) para permitir que tanto el presidente y el vicepresidente de la República como también senadores y diputados se mantuvieran en el poder hasta el 1930.

Velázquez se negó a la farsa de la prolongación. Sus seguidores, muchos de ellos guerrilleros curtidos en las lides de manigua, lo incitaron para provocar un alzamiento que evitara aquello. Él se negó, indicándoles que eso causaría un nuevo baño de sangre al país.

Tal vez por esa actitud noble fue que el historiador Rufino Martínez señaló mucho después que Velázquez mantuvo “una campaña puramente cívica. Se comprende que era un civilista de pura cepa”. (Diccionario Biográfico-Histórico Dominicano 1821.1930. Editora de Colores,1997. P.562).

En lugar de Velázquez fue designado como vicepresidente de la República el secretario de Hacienda José Dolores Alfonseca Garrido.

Pero como la codicia no era, ni es en la historia de la infamia universal, un patrimonio exclusivo del rico Epulón, el personaje bíblico que describe san Lucas, los horacistas comenzaron en el mismo año 1928 a propagar la reelección presidencial de su caudillo, llegando su sobrino político Martín de Moya a esparcir por todo el territorio nacional que:

“El Partido Nacional no tiene un hombre mejor preparado para llenar esta misión que aquel que en la actualidad ocupa la Presidencia, el general Vásquez”.

Eso fue apoyado por el vicepresidente Alfonseca Garrido, aunque tal vez con un rictus sardónico en sus labios, pues también aspiraba a presidente de la República: “…la reelección del general Vásquez es una necesidad patriótica del momento…” Alfonseca era el epítome de un hombre ilustrado, pero una vez más demostró sus menguadas energías interiores.

Pero no todos los actores de ese momento de nuestra historia se alinearon a tales despropósitos, pues el expresidente provisional Juan Bautista Vicini Burgos les ripostó a Moya, Alfonseca, Henríquez y otros achichinques horacistas que dicha repostulación contenía intrínsecamente un sedimento “peligroso, malsano y criminal”. (Listín Diario, 8 de abril de 1928, tal y como se puede comprobar en la hemeroteca de dicho periódico, correspondiente al referido año).

En resumen, la prolongación del régimen de Horario Vásquez Lajara, utilizando tiquismiquis legaloides y su posterior afán reeleccionista, produjeron un adelanto en el tiempo de la politiquería dominicana de lo que muchos años después escribió Augusto Monterroso Bonilla, el maestro hondureño de la minificción, cuando en su microrrelato titulado El Dinosaurio dijo: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Ese era el sátrapa Trujillo.

teofilo lappot

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