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LAS GUERRAS, UNAS CONOCIDAS Y OTRAS IGNORADAS (1)

Teófilo Lappot Robles

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Muchos expertos en el escabroso mundo bélico han hecho aportes significativos a la lexicografía para definir la guerra como el enfrentamiento armado entre dos o más países o entre grupos dentro de una misma nación.

No pocas de las guerras grandes, medianas o pequeñas han surgido por la ambición sin tasa de gobernantes y caciques, que siempre buscan atajos lingüísticos para justificar sus decisiones.

Si nos situamos en el túnel del tiempo queda comprobado que siempre ha habido guerras, situación que se ha proyectado a través de los siglos. En la actualidad hay decenas de ellas en diferentes lugares de la tierra.

La lógica hace pensar que en tiempos remotos las armas eran flechas, guijarros, huesos y artefactos hechos con elementos pétreos y vegetales.

Con el paso del tiempo se crearon pertrechos con metales y en el ominoso presente algunas guerras se libran con armas de sofisticación insospechada, lanzadas al enemigo desde grandes distancias; si paradojalmente cabe esa expresión para objetos con altos niveles de letalidad, capaces de producir daños masivos irreversibles.

Unas guerras han sido y son grandes, y en lugares conocidos, y otras medianas o pequeñas, en zonas sin aparente importancia informativa para los que dirigen y manipulan los medios de comunicación masiva, que en inglés suelen llamarlos mass media.

Pero afortunadamente desde hace varios años hay algunos expertos que se dedican a divulgar en libros y seminarios las guerras ocultas, aunque su auditorio sea reducido.

Es el caso, por ejemplo, del erudito y brillante académico inglés Michael Burleigh, investigador en varias universidades de Gran Bretaña y EE.UU., que en una obra calificada de “deslumbrante, compleja y contradictoria historia” afirma, luego de mencionar escenarios de guerras pasadas y presentes, que:

 “El fin de la Segunda Guerra Mundial fue el pistoletazo de salida de lo que quienes no se vieron implicados en ellas denominan “pequeñas” guerras coloniales.” (Pequeñas Guerras, lugares remotos. Santillana Ediciones Generales, 2014 P.33. Michael Burleigh).

Aunque unas guerras rompen récord de audiencia y otras se quedan en el anonimato, en todas hay un punto invariable: cada parte en conflicto busca ganar. Eso hace parte de la naturaleza humana en sí misma.

Otro aspecto a destacar es que, en cualquier guerra, grande o chiquita, conocida o no, hay líneas imprescindibles que se resumen en el uso de la fuerza y en el deseo de imponer la voluntad de cada cual al contrario. Por eso la destrucción y el drama humano siempre están presentes allí donde las armas sustituyen la razón y el entendimiento.

Carl Gottlieb von Clausewitz, gran historiador militar y experto en asuntos de conflagración moderna (fue una autoridad en coordenadas de táctica y estrategia), en su abultada obra en 8 tomos titulada De la guerra repitió muchas veces, incluso en sus cavilaciones filosóficas, que las tuvo, que:

“La guerra es un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario”. Así sintetizó dicho experto el significado de ese sustantivo tan pesado, cuyo lastre siempre ha sido envuelto con el manto de la muerte, que nada tiene que ver en los hechos con la alegoría del clásico tridente de Poseidón, pues ese se queda en pura mitología.

Muchos de los que analizan las guerras llevadas a cabo desde setenta y nueve años para acá creen que ellas sólo se producen cuando hay hechos violentos dentro de esquemas formales de Estados y por lo tanto susceptibles de evaluación bajo la mira del artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas, firmada el 26 de junio de 1945, que establece que:

“Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas.”

También las observan exclusivamente desde el ángulo del artículo 51 del referido texto de derecho internacional, el cual reza así:

“Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales…”  

Se sabe que para ciertos países poderosos los párrafos anteriores están llenos de letras muertas envueltas en papel mojado.

Vale decir que con el tiempo se han ido modificando algunos métodos en los conflictos armados. Ahora hay estados y grupos que usan, entre otros medios de guerra, misiles, sustancias que envenenan la atmósfera de un lugar, drones, mecanismos psicológicos, como el hostigamiento, presiones sociales y económicas a la población, etc.

Aunque lo anterior es una realidad de este tiempo, sigue siendo apropiado recordar que cuando el filósofo y filólogo alemán Friedrich Nietzsche cavilaba en el siglo antepasado, sobre las disputas bélicas entre naciones o entre bandas y grupos rivales, escribió algo que continúa flotando como una verdad inconmovible: “En la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca.”

Tal vez Nietzsche, discípulo disidente del célebre exponente del pesimismo filosófico Arthur Schopenhauer, planteó dicha reflexión al mismo tiempo que consideraba que la vida tiene una vinculación existencial atada a la libertad humana. Ninguna guerra ha podido superar esa cuestión, porque entra en el mundo fascinante de la antología.

Por su lado Georg Wilhelm Hegel, el filósofo por excelencia del idealismo alemán del siglo XIX, al referirse a las contiendas entre naciones o grupos en discordia se batía internamente en un mar contradictorio, pues llegó a considerar el triunfo de unos combatientes sobre otros como una suerte de legitimación en el plano histórico.

Algunos publicistas de las guerras parten de análisis en los cuales se cruzan los aspectos históricos y jurídicos, específicamente las que surgen como resultado de la necesidad de libertad de poblaciones o razas que sufren el látigo de la opresión y precisan salir del pantano de su cotidianidad.

A ese tipo de situación fue que el cubano José Martí se refirió cuando escribió sobre “la guerra necesaria”, la cual calificó como “una acción violenta pero justa”.

Tal vez en esa misma línea de pensamiento pudiera situarse la guerra civil de EE.UU. (1861-1865), también conocida como de Secesión, entre la Unión (25 estados, la mayoría de ellos situados en la parte norte de ese país, que seguían al presidente Abraham Lincoln) y los Confederados, que eran 11 estados ubicados en el sur, que abogaban por mantener la esclavitud de los negros sobre el falso criterio de la supremacía de la raza blanca.

Las motivaciones esenciales de aquella guerra formaron parte de las reflexiones del sociólogo, historiador y filósofo afroamericano William Edward Du Bois cuando proclamó, décadas después, que “la guerra es un infierno, pero también hay cosas peores que el infierno, como cualquier negro sabe”.

Du Bois hacía una clara referencia a expresiones de jefes civiles y militares de los confederados aludidos, quienes lanzaban toda clase de improperios contra los oprimidos negros, cuya rebelión la catalogaron como “insurrección servil”; además de que plantearon que “la subordinación del esclavo a la raza superior es su condición natural y normal”, y otras mentiras iguales de viles y vergonzosas.