Por Teófilo Lappot Robles
Ese patriota de recto proceder fue abogado, médico, filósofo, sociólogo, así como productor agrícola y dueño de un alambique que transformaba la melaza o miel de caña de azúcar en alcohol.
Uno de los rasgos a resaltar en él fue que nunca nutrió sus teneres de la fuente emanadora de riqueza que ha sido la política dominicana, para aquellos acostumbrados desde siempre a ser “cabalgadores de contradicciones” entre lo que dicen y lo que hacen.
En más de una ocasión Bonó rechazó de manera tajante ofertas presidenciales para beneficiarlo con una jugosa pensión estatal; a pesar de que su activismo fue intenso en esa suerte de columpio incesante en que se mecía la sociedad dominicana del siglo antepasado.
Su pensamiento sobre diversos temas era de escala superior, con un dominio conceptual en temas patrióticos, políticos, sociológicos, médicos, de leyes, agrícolas y un largo etc., tal y como se puede palpar en sus escritos esparcidos en ensayos, epístolas y crónicas.
A parte de sus ensayos sobre economía, política y sociología se puede añadir, sin ningún sobresalto de equivocación, que también en su novela titulada El Montero, escrita hace 167 años, hizo una gran contribución para el conocimiento del pueblo dominicano.
En ese libro de ficción, que es un clásico de la literatura dominicana, los elementos que forman su historia, su argumento y su clímax suplantan cualquier falla vinculada con la estilística.
Dicho así en consonancia con el objetivo primordial de su autor al concebirlo y divulgarlo, que no era otro que dar a conocer el mundo rural criollo de entonces en su dimensión cotidiana de costumbres y sus derivados.
De su generación (en la definición que a ese vocablo le dio el filósofo español José Ortega y Gasset) fue uno de los más preclaros analistas de las cuestiones sociológicas que definían a las capas sociales que entonces escalonaban al pueblo dominicano.
En más de una ocasión rechazó cargos públicos, pero las circunstancias de de la época convulsa en que le tocó vivir, y preocupado por los destinos del país, hicieron que aceptara algunas misiones puntuales en el aparato estatal, sin otro ánimo que el de servir al procomún.
Es por ello que en el 1854, con 26 años de edad, fue diputado suplente por la provincia Santiago y al año siguiente procurador fiscal de esa misma demarcación territorial.
En el 1856 Pedro Francisco Bonó fue muy activo en el palenque de la vida pública nacional. Participó en calidad de asistente del general Juan Luis Franco Bidó en la decisiva batalla de Sabana Larga, Dajabón, (24/enero/1856), la que puso término a la oleada de invasiones de los intrusos haitianos al territorio dominicano.
Fue probablemente en ese escenario de guerra en el cual adquirió los conocimientos que luego puso en práctica en la Guerra de la Restauración como experto civil en asuntos de manejo de caballería, movimientos de infantería y la precisión en trazar las coordenadas para que la artillería causara pavor y estrago a los anexionistas criollos y españoles.
En el citado año también fue defensor público y miembro del Senado Consultor, en representación de su provincia natal.
Pedro Francisco Bonó fue de los que participó activamente en la llamada Revolución Cibaeña, la cual comenzó en Santiago de los Caballeros a partir del 7 de julio del 1857, teniendo como uno de sus motivos el maltrato que el régimen de fuerza de Buenaventura Báez les daba a los productores, trabajadores y exportadores de tabaco. Esa planta era la principal fuente de ingresos de la mayoría de los habitantes del norte del país.
Esa lucha armada, en la que Bonó jugó un papel importante, fue inicialmente encabezada también por otros líderes liberales, entre ellos Ulises Francisco Espaillat, José Desiderio Valverde y Benigno Filomeno de Rojas. Lograron establecer un gobierno provisional con asiento en la principal ciudad de esa amplia y rica zona del país.
Por la desigualdad de las fuerzas enfrentadas los liberales cibaeños tuvieron que buscar el apoyo de Pedro Santana y sus seguidores, quienes representaban un nutrido grupo de los conservadores.
Ellos viraron la situación imperante y luego de un largo y sangriento batallar Báez (que también era representante de los conservadores) tuvo que renunciar a la presidencia de la República y salir hacia el exilio.
Al final el principal beneficiario de aquel desenlace fue paradójicamente Santana, también conocido con el alias de El Chacal del Guabatico.
En la correspondencia del entonces cónsul inglés en la República Dominicana Martin T. Hood hay abundante material revelador de las intervenciones logísticas de potencias extranjeras en esa contienda. Ese aspecto es harina de otro costal y por lo tanto materia para otra crónica.
El 9 de diciembre del citado 1857 se instaló en la ciudad de Moca una asamblea constituyente. Allí Pedro Francisco Bonó hizo brillantes exposiciones, centrándose en atacar la arbitrariedad y el absolutismo que Báez y su grupo habían clavado sobre el pueblo dominicano.
Aprovechó el escenario en el cual estaban presentes personalidades de la categoría de Casimiro Cordero, Juan Reinoso, Vicente Celestino Duarte, Ulises Francisco Espaillat, Wenceslao de la Concha, José y Dionisio de Moya, Julián Belisario, Pedro Pablo Bonilla, Silvano Pujols, y otros como un joven de 24 años de nombre Fernando Arturo de Meriño, que llegaría a ser arzobispo y presidente de la República.
Consideró Bonó que una forma efectiva de desmontar los males del poder absoluto era establecer con rango constitucional en el país un régimen político federal. Su objetivo era eliminar el trato desigual que recibían las regiones, ciudades y pueblos de la geografía nacional, lo cual era fuente de discordias internas.
Las opiniones de Bonó tuvieron el apoyo de Espaillat, pero fueron, en su parte medular, dejadas fuera al momento de promulgarse (el 19 de febrero de 1858) la Constitución de Moca; que no por ello dejó de ser una pieza constitucional de gran valor en la historia del Derecho Dominicano.
Esa Carta Magna a penas se mantuvo vigente durante 7 meses, y sólo en una parte del país. Santana la abolió el 27 de septiembre del referido año.
En el sur del país la habían ignorado por completo desde junio, pretextando entre otras cosas que la misma establecía que la capital de la República era la ciudad de Santiago de los Caballeros.
Vale decir que en el año 1876, por sólo cuatro meses, Bonó fue comisionado especial de agricultura en la provincia La Vega. Aceptó ese cargo porque con insistencia se lo pidió el prócer civil Ulises Francisco Espaillat.
Es justo decir que de ese gobernante escribió el general Gregorio Luperón lo siguiente: “un día la historia colocará a Espaillat en el puesto más digno entre los distinguidos hombres de Estado de América para que sirva de insignia al civismo”.
Para Bonó (como se capta en su legado político y cultural) estaba claramente visible que la educación era el principal vector para lograr las transformaciones requeridas por el pueblo dominicano, en las décadas que siguieron a la independencia nacional.
Esa posición de Bonó con relación a la educación es un ejemplo, entre tantos, de su “justiciera disposición para juzgar lo nativo sin prejuicios ni ceguedad pasional”, como bien lo ponderó el sobresaliente puertoplateño Rufino Martínez al escribir la biografía del autor del ensayo titulado Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas.
Merece resaltarse también que Bonó consideraba que el fomento de la agricultura, en esa época, era de mucha importancia para cerrar los focos de miseria que observaba en su trajinar por los campos. Abogaba por el empleo en el surco de los brazos ociosos.
Los temas de educación y trabajo estaban en concordancia con su comportamiento de no ver a los ciudadanos de las escalas sociales más deprimidas por “encima del hombro”, como sí hacían muchos intelectuales contemporáneos suyos.
teofilo lappotteofilolappot@gmail.com