Por : Farid Kury
Aquel 19 de noviembre de 1911, Ramón Cáceres, alias Mon, el matador del dictador Ulises Heureaux, que ascendió al poder en 1905 tras la huida vergonzosa del presidente Carlos Morales Languasco, abandonó la cama bien tempranito como siempre.
Se levantó de buen humor, y con sus brazos fuertes abrazó a su querida esposa, Doña Sisa, con quien había procreado la respetable cifra de once hijos, uno de los cuales había sido apenas tres meses atrás.
Pero ni él ni Doña Sisa ni ningún miembro de su familia podían siquiera sospechar que ese sería su último día en esta tierra.
El país estaba en calma, aunque en la sombra venía gestándose desde hacía días, tal vez semanas, un movimiento conspirativo, tendente no sólo a derrocarlo, sino inclusive a asesinarlo si fuese necesario. Pero en aquel momento nadie era capaz de prever que esa calma era sólo el preludio del caos, del desorden y de las guerras civiles más intensas de toda nuestra historia, que azotarían el país con el asesinato del presidente Mon.
Ese día al levantarse no hizo nada diferente a lo habitual. Después de desayunar empezó a jugar con los niños. Luego dedicó tiempo a las visitas. Una de las personas que recibió fue a Luis Felipe Vidal, que estuvo allí para manifestarle su apoyo y su afecto, aunque horas más tarde, sólo algunas horas, ese mismo personaje estaría junto a los conspiradores que matarían al presidente.
Al terminar de recibir las visitas, Mon se dio el lujo de jugar varias manos de billar, y según los presentes, manifestó reiteradamente su complacencia por las muestras de adhesión expresadas a viva voz por Luis Felipe, sin imaginar nunca que las mismas no eran sinceras.
A eso de la doce, Doña Sisa le llamó para la mesa de almuerzo. Acompañado de su familia y de algunos amigos íntimos almorzó con deleite, aunque con frugalidad, sin que en ningún momento dejara de conversar animadamente y de bromear y reír. Definitivamente, el presidente estaba gozoso y feliz.
Después, a la una, se retiró a sus habitaciones a dormir la siesta dominguera, costumbre que no violaba por nada del mundo.
Cuando se levantó, tras tres horas de sueño ininterumpido, se bañó y se vistió con pantalón y chaleco blanco y saco oscuro.
Buscó su revólver 38 que portada siempre desde que aquel 26 de julio de 1899 matara con él en Moca a Lilís.
Sólo le faltaba su sombrero de Panamá que nunca dejaba de usarlo las tardes de los domingos. Lo procuró y cubrió con él su ancha cabeza. Ya estaba preparado, totalmente preparado, para el paseo dominguero.
Minutos después llamó a su ayudante militar, el coronel Ramón A. Pérez, apodado Chipí, y le ordenó instruir al cochero José Mangual, alias Cachero, a preparar la «Victoria presidencial», es decir, el coche de los paseos vespertinos de los domingos.
Ya todo listo para salir, besó con ternura a Sisa y a su hija, la recién nacida, y se montó en el coche para pasear en la ciudad de los Colones y sin saber que marchaba inexorablemente hacia la muerte.
Mon acomodó su corpulento cuerpo en el carruaje, adornado a ambos lados con el escudo nacional.
El coche presidencial avanza hacia el oeste de la ciudad, y a su paso recibe los saludos de los escasos transeúntes que no dejaban de comentar el hecho del presidente andar prácticamente sólo. Llega al Parque Independencia, el mismo donde hoy yacen los restos de los padres fundadores de la República, y allí es saludado con respeto, a todos los cuales responde levantando la mano derecha.
Minutos después, ya en las mediaciones del cementerio, dos de sus mejores amigos, Francisco J. Peynado y Juan Bautista Vicini Burgos, ambos de mucha influencia económica y política, lo saludan desde otro coche, y a modo si se quiere de admiración, o tal vez, también de discreta advertencia, Don Pancho le dice: «¡ Que bonito ! Un presidente paseando sin escolta».
El presidente se ríe y les responde: «Adiós vagabundos». Prosigue su paseo y se detiene en la residencia de otro viejo amigo, Juan de la Cruz Alfonseca. La esposa de Juan, doña Teolinda Castillo, al verlo llegar sólo con un ayudante y el cochero, con esa premonición que caracteriza al dominicano, antes siquiera de saludarlo le advirtió: «Mon, déjate de estar andando sin escolta, que en este país hay mucha gente mala».
En la casa de Juan apenas permanece minutos. Continúa su marcha y su avance hacia la muerte. Pasa frente a la estancia grandiosa de Pedro Marín. Ahí observa entre las matas de mango un grupo de hombres que él sabe que le son hostiles moviéndose de una manera extraña. Observa que están armados y bebiendo aguardiente. Se apodera de él un presentimiento de que algo anormal está ocurriendo, pero nunca piensa que están esperándolo para matarlo. De todas maneras, se le ocurre llamar por teléfono a la prevención para que manden patrulla a ver lo que pudiera estar pasando con esos hombres. Más vale precaver que lamentar, piensa.
Avanza un poco más y llega a la casa del banquero Santiago Michelena, la misma casa donde posteriormente viviría Trujillo y donde hoy funciona la Cancillería de la República.
Quiere llamar por teléfono desde esa casa, pero las cosas del destino son muchas veces extrañas. Resulta que en la casa no está Don Santiago y su esposa se estaba bañando.
Entonces, respetuoso de no entrar en la casa en ausencia del marido, le ordena a Cachero regresar a la capital. El cochero obedece e inicia el regreso, pero estaba escrito que Mon nunca más pisaría La Primada de América vivo.
Tan pronto avanzan un poco observan desde lejos un coche y un automóvil entorpeciendo el camino.
Pero aún así ninguno de los tres, ni siquiera Mon, un hombre de mil batallas, piensan en el inminente peligro de la emboscada en la que entraban.
El coronel Pérez, lo único que atina a decirle a Cachero es: «Tócales la campana, Cachero, para que dejen paso libre».
Cachero toca la campana, pero en vez de abrir paso, los hombres salen de los matorrales de la casa de Pedro Marín, y desafiantes gritan: «Alto ahí, carajo, ríndanse y considérense presos».
El grupo de asesinos lo encabeza Luis Tejera, el hijo de Emiliano Tejera, Canciller del gobierno de Mon. El coronel salta del coche y dispara su arma contra el grupo, mientras Cachero fustiga la yegua para acelerar la marcha y abrir paso entre los atacantes. Pero éstos estaban precavidos y dispuestos.
Varios de ellos apuntan sus revólveres a Mon, y sin pensar en las consecuencias, le disparan. Varios disparos lo alcanzan. El presidente se derrumba en el asiento manando sangre del pecho. Está mal herido y fuera de combate, y él, que no es tonto, presiente la muerte.
El coronel, falto de valor, se queda lejos del presidente, escondido detrás de unos árboles. Pero tres miembros de la Guardia Republicana, la temible Guardia de Mon, que estaban cerca, corren al lugar de los hechos y descargan sus carabinas sobre los asesinos.
El jefe del grupo, Luis Tejera, cae herido de gravedad. Cachero, a diferencia del coronel, da la cara y reparte latigazos. En tanto, Mon, a pesar de su precaria situación, trata de sacar su revólver, pero no puede.
Entonces le pide a Cachero el suyo, y con él apenas puede hacer dos disparos. Cachero trata de abrirse paso violentamente, pero dos ruedas de la Victoria se atascan en una zanja y se vuelcan. Mon, el presidente Mon, con su cuerpo pesado, cae al suelo. Cachero, su leal cochero, corre hacia él despreciando las balas que aún disparan algunos atacantes.
Lo ayuda a levantarse y con dificultades enormes lo sostiene por el tronco y lo encamina a la residencia de su amigo Francisco J. Peynado, el mismo que había saludado apenas una hora antes y se había extrañado de que el presidente anduviera sin escolta. A Mon le es imposible subir las escalinatas de la casa, y de nuevo cae al suelo en estado agónico.
Los asesinos no dan tregua, lo persiguen para rematarlo. En eso, la esposa y la madre de Peynado, desafiando el peligro, bajan a su encuentro para auxiliarlo. Es entonces cuando los asesinos, ante el fuego de las carabinas de los tres miembros de la Guardia Republicana, y de las enérgicas reprimendas de las mujeres, retroceden, conscientes de que ya han cumplido con la misión de asesinar al presidente. Y efectivamente, Mon estaba a un segundo de la muerte, de dónde nadie regresa.
Tiene cinco heridas, una en el cuello, otra en el pecho, otra en un hombro, otra en la mano derecha y otra en un muslo. Imposible salvarse.
Trata de decir algo. Doña Carmen González de Peynado acerca su oído y sólo le oye con mucho trabajo balbucir:
«Mi madre; mi madre». Fueron éstas las últimas palabras de Mon Cáceres, el presidente que había pacificado el país y lo estaba enrumbando por el camino de la estabilidad y el progreso.
Su muerte fue una verdadera tragedia para el pueblo dominicano.
Juan Bosch, El Maestro, en un artículo publicado 24 años después de ese magnicidio escribió: «A Lilís se le pudo matar y salir glorificado del asesinato: Lilís gobernaba por el sólo placer de gobernar; a Cáceres no se le debió matar nunca. todavía se resiente el país de aquella tragedia.
Duele en el corazón dominicano pensar dónde estaríamos hoy si el vigoroso capitán mocano hubiere llenado su ambición de progreso.
Pero más aún duelen los años trágicos que se desencadenaron sobre el cadáver de aquel hombre. El bienio de los Victoria costó al país más sangre, más lágrimas y más dolor, que cualquiera epopeya libertadora de los pueblos vecinos