Por Teófilo Lappot Robles
La pugna, a veces solapada y en ocasiones al descubierto, entre diferentes grupos políticos, militares, económicos y misceláneos fue una constante en medio de la lucha armada librada por el pueblo dominicano contra la anexión a España.
Cuando se pensaba que el triunfo de los patriotas restauradores iba a significar que en la República Dominicana afloraría una larga etapa de paz surgió de nuevo el torbellino de la violencia, por la ambición personal de unos y los intereses grupales de otros.
Terminada la guerra Gregorio Luperón dio sobradas muestras de que quería que su vida se enrumbara por caminos de sosiego, lo cual no significaba que entraba en un anonimato pasivo y sin utilidad.
La prueba más elocuente de lo anterior se comprueba en el hecho de que luego de contraer matrimonio con su novia Ana Luisa Tabares, el 25 de marzo de 1865, en la ciudad de La Vega, se retiró a su lar nativo, Puerto Plata, con la satisfacción del deber patriótico cumplido y colmado de la admiración de la inmensa mayoría de los dominicanos.
Las convulsiones generadas por la ambición de no pocos de los que guerrearon en los dos frentes ( anexionistas y restauradores) obligaron a Gregorio Luperón, como no podía ser de otra manera, a cambiarse de un líder militar con grandes méritos patrióticos a un jefe político que en ese trajín desarrolló facetas desconocidas de su vida.
Las que se pueden definir como salas de banderas de los diferentes grupos que entonces pujaban por controlar el poder se habían transformado en algo así como surtidores de intrigas que amenazaban con desangrar el país en una guerra fratricida de consecuencias catastróficas.
Es en ese contexto político y social que Gregorio Luperón, tal y como aparece en el primer tomo de sus memorias, publicado en el 1895, dejó la tranquilidad de su hogar en Puerto Plata y se reincorporó a la vida pública nacional. La paz del pueblo dominicano estaba en grave peligro.
El general José María Cabral, en su primera gestión de gobierno, (cuando fue declarado “Protector de la República”) así como personalidades tan prestantes como Fernando Arturo de Meriño, Ulises Francisco Espaillat, Máximo Grullón, Pablo Pujols, Alfredo Deetjen y José Manuel Glass le solicitaron a Luperón que a pesar del sacrificio personal para él aceptara dos posiciones claves en el gobierno. Consideraban que su presencia sería un claro mensaje para frenar las tensiones en crecimiento que vivía entonces (agosto de 1865) la nación dominicana.
Aquel momento decisivo en la vida del prócer, que ha sido considerado por muchos como la primera espada de la Restauración, quedó plasmado en sus memorias, con el mensaje subliminal de la carga de amargura que desencadenaría en su vida lanzarse al ruedo político:
“…Este suceso determinó fatalmente el porvenir de Luperón en los acontecimientos futuros de la República…Luperón no quería saber ni de empleos ni de política…contra su propósito y su inclinación, por los temores de sus amigos, provisionalmente aceptó la gobernación de Santiago y la delegación en el Cibao.”1
Cuando Luperón incursionó de lleno en la política, por los motivos indicados precedentemente, el país vivía otra vez una especie de gramática parda en el plano político, en el sentido de que muchos de los protagonistas de entonces salían airosos de las más difíciles situaciones gracias a su habilidad, sin importar que carecieran de los más elementales estudios.
Es oportuno decir que en esa etapa convulsa de nuestro pasado hasta hubo personas analfabetas que llegaron a ser presidentes de la República. Otros muchos fueron ministros, gobernadores y funcionarios de alto nivel en el organigrama del gobierno nacional.
Antes de incursionar en las interioridades de los acontecimientos políticos en que Luperón participó de manera destacada, cabe señalar que con la salida del territorio nacional de las derrotadas tropas de ocupación españolas germinaron como esporas de hongos diferentes grupos que buscaban disputarse la hegemonía del poder.
De ellos, dos partidos políticos irrumpieron con ansias de controlarlo todo en la escena pública dominicana.
Uno fue el Partido Azul, cuyo principal jefe terminó siendo Gregorio Luperón. El otro fue el Partido Rojo, propiedad de Buenaventura Báez.
Dichas agrupaciones dieron origen, en el arcoíris de la política criolla, a lo que algunos historiadores denominaron el ciclo de los colores.
El Partido Azul, también llamado Liberal o Nacional, estaba integrado por la mayoría de los intelectuales y la juventud, además de una parte considerable de comerciantes, industriales, terratenientes, así como por una minoría de campesinos y obreros. Sin embargo, orgánicamente se puede decir que el control lo tenían en términos de representación social la alta, mediana y pequeña burguesía.
También pertenecían a ese partido personajes liberales (neoduartistas), antiguos santanistas, ex baecistas y caciques locales. Así lo expuso el historiador Julio Genaro Campillo Pérez, en su obra Elecciones Dominicanas.2
El Partido Rojo, también llamado Partido Baecista, se formó principalmente con los seguidores de Báez, con antisantanistas, industriales, comerciantes y terratenientes poderosos, que fueron cooptando a muchos elementos de la pequeña burguesía y a individuos ubicados en el renglón de los inclasificables.
Predominaron en dicho partido, especialmente en la guerra de los Seis Años, no pocos maleantes que se movían en diferentes lugares del país, simbólicamente representados por los que en el sur cometieron muchos crímenes, encabezados por unos tales Solito de Vargas, Mandé Gómez, Baúl Chanlatte y Llinito, apodados colectivamente como los sandolios. Todos eran asesinos de oficio, hombres de instintos primitivos al servicio de Buenaventura Báez.
Antes de la aparición de dichas entidades políticas se conocían los movimientos de conservadores y liberales, pero no había una estructura partidaria propiamente dicha.
Es bueno recordar que en ocasiones incluso algunos liberales se comportaban con el mismo talante de connotados conservadores. Eran los que sólo les interesaba disfrutar del poder sin parar mientes en cuestiones de interés colectivo.
Vale conectar con lo anterior lo que Gabriel García Márquez, en su novela Cien años de soledad, puso en boca de uno de sus personajes de ficción, el retraído, solitario y macondiano Aureliano Buendía Iguarán, jefe de la rama militar de los liberales colombianos. Ante una retahíla de claudicaciones de sus más cercanos colaboradores atinó a expresar con pesadumbre: “Quiere decir que sólo estamos luchando por el poder.”
Entrando en los detalles de los tejemanejes de la politiquería ramplona criolla de aquellos tiempos, es válido decir que Buenaventura Báez, que siempre fue un anexionista consumado, asumió por tercera vez la presidencia de la República el 8 de diciembre de 1865. Esa figura de la historia dominicana había sido designado por la reina Isabel II de España con el rango de mariscal de campo del ejército español, por sus servicios pro anexionistas.
Para volver al poder Báez contó en esa ocasión con el apoyo de Cabral, tal y como se comprueba por los movimientos previos que realizó para esos fines.
Cuando Luperón descubrió el laborantismo en que estaban los baecistas (Cabral mismo lo era entonces) renunció a sus cargos arriba citados, mediante un documento titulado “Protesta”, que distribuyó en la casa consistorial santiaguera el 2 de noviembre del referido año1865.
Luego de señalar sus blasones patrióticos y su oposición rotunda, “una y mil veces”, a que Báez, ascendiera de nuevo a la Presidencia de la República, enfrentó directamente al todavía presidente Cabral diciéndole con voz estentórea que aceptar sus insinuaciones significaría para él, entre otras cosas, “…traicionar mi conciencia y la santa causa de la independencia dominicana…”3
Hay que entender en el mejor sentido de defensa de la patria la posición de Luperón, pues lo de Báez siempre fue utilizar maniobras tortuosas y mover sus peones políticos, especialistas en trampas y mañas, quienes actuaban casi siempre como los endriagos, esos monstruos fabulosos que pueblan la clásica novela de caballerías titulada Amadís de Gaula.
Luperón no descansó en sus planes de dar al traste con el espurio gobierno de Báez. Finalmente, junto con muchos otros valientes dominicanos, logró su derrocamiento.
Al analizar los actos de ese período de gobierno “cincomesino” de Báez se comprueba que dicho jefe político no había enmendado su pasado, como tampoco, en términos sustanciales, lo haría después.
Esa vez sólo estuvo en la silla presidencial 5 meses y 21 días, tiempo que le permitió, entre otras muchas cosas negativas que hizo, restablecer la constitución santanista del 25 de febrero de 1854 y aniquilar la que había sido promulgada por los restauradores el 14 de noviembre de 1865.
La salida del poder de Báez fue seguida de un Triunvirato formado por Luperón y los generales Pedro Antonio Pimentel y Federico Jesús García. Ese gobierno colegiado se mantuvo de mayo a agosto de 1866.
Por situaciones que para entenderlas ahora habría que analizarlas profundamente en el contexto en que se produjeron, el sustituyo de ese gobierno colegiado fue el general José María Cabral. La opinión de Luperón fue de gran calado para que se tomara esa decisión. Fue, además, vicepresidente de ese gobierno.
Dos años después (1868) Báez volvió al poder y de inmediato emprendió un proyecto antinacional, pretendiendo anexar el país a los EE.UU. Encontró, como tenía que ser, una oposición tenaz tanto aquí como fuera.
Frente a esa situación, en la cual se ponía de nuevo en peligro la soberanía dominicana, Luperón desarrolló en el exterior una amplia campaña de oposición contra el régimen opresor y entreguista de Báez.
Preparó una expedición que llegó a costas dominicanas en el vapor llamado El Telégrafo, cuya misión no sólo se limitaba a tratar de aniquilar al nefasto gobierno baecista, sino también a enviarle un potente mensaje al presidente estadounidense Ulises Grant, compinche del tirano criollo en los planes anexionistas, con tufo de negocio.
Esa incursión armada fracasó, pero despertó conciencias dormidas. Dicha frustración militar no impidió que Luperón siguiera sus planes de oponerse por todos los medios a los macabros propósitos del caudillo sureño a quien apodaban Pan Sobao.
Luperón volvió del exilio cuando el movimiento armado encabezado por el general Ignacio María González obligó a Báez a renunciar, el 2 de enero de 1874.
Fue en ese tren de lucha política, en esa suerte de Armagedón fuera de los linderos del Apocalipsis, y en ocasiones con el lenguaje de las armas, que el general de división Gregorio Luperón tuvo que moverse en las tres décadas que siguieron al triunfo de la Restauración.
Bibliografía:
1- Notas autobiográficas. Reimpresión facsimilar. Editora Santo Domingo, 1974, tomo I.P354.Gregorio Luperón.
2-Elecciones dominicanas. Impresora Amigo del Hogar, 1978.P68. Julio Genaro Campillo Pérez.
3-Gregorio Luperón e historia de la restauración, tomo I. Editorial El Diario,1939. P302. Manuel Rodríguez Objío.