Por Teófilo Lappot Robles
La incursión de Pedro Henríquez Ureña en la poesía fue relativamente fugaz y con luz mortecina. Lo hizo dentro de la corriente llamada Modernismo.
En Flores de otoño se resumió su paso por esa rama literaria: “¡ Flor de oro, flor de nieve,/ ya ha pasado entre esplendores el estío,/ya es la hora, desplegad vuestro botón!”1
Casi sepultó, a partir del 1911, esa faceta de su vida de escritor.
Es oportuno decir que escribió cuentos como los titulados El hombre que era perro, Con el cuervo y el coyote, En Jauja, Con el burro y el ratón, La Sombra y otros. También abordó la tragedia antigua con su obra El nacimiento de Dionisos.2
Bruno Rosario Candelier, actual presidente de la Academia Dominicana de Las Letras, en su obra ensayística titulada Valores de las letras dominicanas, señala con suficiente fundamento y alta credibilidad, que Pedro Henríquez Ureña, junto con Juan Bosch y Manuel del Cabral forman “la trilogía de los grandes escritores con repercusión internacional.”3
Pero se impone decir que lo que realmente colocó el nombre de Pedro Henríquez Ureña en lugares cimeros de la cultura de América fueron sus estudios literarios, lingüísticos, métricos y filológicos.
Su inagotable capacidad de investigación, en diapasón con reflexiones profundas, grabaron su nombre con letras doradas en las letras continentales.
Pedro Henríquez Ureña fue, en el fondo, un gran semiólogo, utilizada esa palabra en su vertiente filosófica. Lo fue mucho antes de que la fama mundial cubriera al insigne italiano Umberto Eco con sus ensayos de lingüística, estética y filosofía, así como con su novela histórica titulada “El nombre de la rosa”, que a pesar de su densa carga de misterios del siglo XIV en una abadía italiana situada entre los Alpes y los Apeninos tiene en su interior lo que se conoce como “el hilo de Ariadna.”
Con justo reconocimiento Pedro Henríquez Ureña ha sido catalogado por muchos especialistas en literatura como el primer humanista de Latinoamérica.
Razón no les falta a los que así han opinado, apertrechados con las herramientas del abundante material bibliográfico de tan preclaro dominicano.
Por esa sobresaliente y singular calidad hoy se puede decir que cuando Pedro Henríquez Ureña explayaba su energía conceptual para analizar la producción literaria de un escritor, en cualquiera de las ramas de la literatura, se producía una visión colectiva favorable hacia el autor de referencia.
En no pocas ocasiones, si se ve desde la perspectiva ontológica, las observaciones de Pedro Henríquez Ureña sobre un sujeto determinado provocaban una especie de big bang o explosión positiva en la vida literaria del mismo.
Así lo hizo con escritores noveles, consagrados, contemporáneos suyos o de generaciones anteriores, dominicanos o de otras nacionalidades, famosos o casi anónimos.
Los hombres y mujeres de letras que fueron tocados por el fino y eficaz bisturí de Pedro Henríquez Ureña forman una amplia galería. Muchos de ellos aparecen en sus obras completas, publicadas décadas después de su muerte, ocurrida el 11 de mayo de 1946, en Buenos Aires, Argentina.
En sus estudios literarios abordó, entre muchos otros, la producción de los dominicanos José Joaquín Pérez, Gastón Fernando Deligne, Manuel de Jesús Galván, Salomé Ureña de Henríquez, Federico García Godoy, Virginia Elena Ortea y Mercedes Mota.
También abundó en sus comentarios de gran calado sobre José Martí, de quien dijo “hombre de pensamiento. Héroe consagrado está. La gran fuerza de ese hombre era, repito, su pensamiento. Uno de los grandes escritores castellanos de su siglo.” Sentía una gran admiración y un profundo conocimiento sobre la obra literaria de ese ilustre cubano.
Analizó la obra del gran poeta nicaragüense Rubén Darío e hizo importantes exégesis sobre los escritores irlandeses Oscar Wilde y Bernard Shaw, así como de los ingleses William Shakespeare y Arthur Wing Pinero.
Por su ojo crítico pasaron, además, españoles tan famosos como Tirso de Molina, (quien con su nombre y su seudónimo vivió en la ciudad de Santo Domingo por casi 3 años, en el siglo XVI) Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Azorín, Marcelino Menéndez y Pelayo, Pedro Calderón de la Barca y otros. Entre los mexicanos menciono a Alfonso Reyes, sor Juana Inés de la Cruz y Juan Ruiz de Alarcón, pero otros también pasaron por el tamiz de sus investigaciones.
Fue Pedro Henríquez Ureña quien siglos después de la desaparición de los aborígenes de esta tierra habló por primera vez del nombre de su idioma. Lo hizo en su obra titulada El Español en Santo Domingo.
Así, con el peso de su autoridad en la materia, lo escribió: “Designo el idioma que hablaban los indios de Santo Domingo con el nombre de taíno, adoptado por Loven y otras autoridades; este idioma pertenecía a la numerosa familia arahuaca que se extendía desde La Florida hasta los actuales territorios de Bolivia y el Paraguay.”4
PHU y la ciudad de Santo Domingo
En su libro Obra Crítica Pedro Henríquez Ureña escribió sobre Santo Domingo esta estampa que retrata el impacto que siglos atrás tuvo la misma en países cercanos:
“La ciudad de Santo Domingo del Puerto, fundada en el 1496…en el mar Caribe fue durante dos siglos la única con estilo de capital, mientras las soledades de Jamaica o de Curazao, y hasta Puerto Rico y Venezuela, desalentaban a moradores hechos a la cultura y vida social…Los estudiantes universitarios acudían allí de todas las islas y de la tierra firme de Venezuela y Colombia.”5
Al referirse al resplandor cultural de la que una vez se llamó La Atenas del Nuevo Mundo (la ciudad de Sto.Dgo.) Pedro Henríquez Ureña refiere que en el siglo XVII un ex esclavo negro logró tal nivel de educación que alcanzó la categoría de orador de gran enjundia, y era también un teólogo que al explicar texto bíblicos lograba la admiración del arzobispo Francisco de Guadalupe y Téllez, quien escribió de él que era: “subjeto docto, theólogo, virtuoso, de gran fructo en el púlpito, en la cátedra…”. Así también opinaban otros, como los jueces de la Real Audiencia.
Pedro Henríquez Ureña, muy ajeno a lo que en realidad iba a ser el vendaval Trujillo en los siguientes lustros de la historia dominicana se ilusionó con la idea de que él podía contribuir con la cultura de su país desde el claustro universitario de la ciudad de Santo Domingo.
En efecto, el 8 de febrero de 1932, cargado más de quimeras que de cualquier otra cosa, creó la Facultad Libre de Filosofía y Letras, como una especie de “think tank” de una parte de la intelectualidad dominicana de entonces, nucleando en su entorno figuras tan sobresalientes como Américo Lugo, Max Henríquez Ureña, Viriato Fiallo, Francisco Javier Ruiz, Andrejulio Aybar y otros preclaros. Aquel ensayo de luz apenas duró un pequeño ramillete de meses.
Poco después de la referida fecha salió del país, pues no soportaba la asfixia moral que ya iba arropando las más mínimas endijas de libertad de cátedras.
Cuando abordó la poesía lírica en el país, con su empalme de los mundos físicos e ideales, se refirió a José Joaquín Pérez, el célebre autor de Fantasías Indígenas, calificándolo como “la personificación genuina del poeta lírico; el que expresa en ritmos su vida emotiva y nos da su historia personal…”6
Sus aportes a la lingüística fueron muchos. Por ejemplo en una carta que aparece en el tercer tomo de su Epistolario Íntimo, fechada en el 1919 y dirigida a su gran amigo (del cual fue en gran modo mentor) el mexicano Alfonso Reyes, le señala, con lujos detalles en cada caso, los que a su juicio son los 5 grupos lingüísticos de América: a) Grupo ístmico, b) Grupo del mar Caribe, c) Grupo peruano, d) Grupo araucano y e) Grupo del Plata.
Fue de ese Alfonso Reyes, que luego tanto supo corresponderle como fiel guardián de sus tesoros como crítico literario, que Pedro Henríquez Ureña dijo que surgió al mundo de las letras: “en adolescencia precoz, luminosa y explosiva…sus versos, al saltar de sus labios con temblor de flechas, iban a clavarse en la memoria de los ávidos oyentes…”7
Pedro Henríquez Ureña, al analizar la producción literaria de Manuel de Jesús Galván, en el marco de su novela Enriquillo, señaló que su fuerte como escritor era el clasicismo académico. A eso añado ahora que también tenía dicho novelista una considerable influencia de los restos humeantes de la escolástica que por mucho tiempo se practicó en las academias coloniales del país.
Para fortalecer sus juicios sobre la inclinación clasicista de Galván escribió en su ensayo titulado “Enriquillo” que: “Cuanto vino después, resaltaba en él como mera adición, cosa accidental no sustantiva.”8
Como Galván se permitió la licencia de utilizar nombres reales, de figuras conocidas, y les atribuyó determinados hechos, dándolos como verdades con categoría de axioma, sin así serlos, Pedro Henríquez Ureña explicó eso, en el mencionado escrito, con la siguiente indulgencia de un crítico comprensivo: “Cede Galván a la costumbre, que Francia difundió, de atribuir a los personajes históricos amores de que la historia no habla.”
Bibliografía:
1-Flores de otoño, poema. New York, EE.UU., octubre de 1901.Pedro Henríquez Ureña.
2-Obras Completas, tomo I. Editora Universal, 2003. Pp51-66.Pedro Henríquez Ureña.
3-Valores de las letras dominicanas. Ediciones Pucamaima, 1981. Bruno Rosario Candelier.
4-El Español en Santo Domingo. Buenos Aires, Argentina, 1940. Pedro Henríquez Ureña.
5- Obra Crítica. Editado por el Fondo de Cultura Económica, 1960.Pedro Henríquez Ureña.
6-Horas de Estudios. Editora Ollendorf, París, Francia,1910. Reproducida en Obras Completas, tomo II. Editora Universal,2003.Pp45-50. Pedro Henríquez Ureña.
7-Obras Completas, tomo II. Estudios Literarios.Pp157.Editora Universal,2003. Pedro Henríquez Ureña.
8-Enriquillo (ensayo). Obra Crítica, México, 1960.Pp670-673. Pedro Henríquez Ureña.