POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
La esclavitud, una de las más grandes y lacerantes lacras de la humanidad, comenzó hace miles de años. Desde antes del advenimiento de la Era Cristiana se tenía como algo normal la existencia de un extendido sistema de esclavitud. Así discurría la vida tanto en Europa como en los países de Asia, incluyendo la zona conocida como Oriente Medio.
Libros como el Código de Hammurabi, sobre leyes vigentes en Babilonia hace ahora casi cuatro mil años, y fragmentos del cual fueron divulgados siglos después, son reveladores de las crueldades de unos pueblos y hombres sobre personas bajo su dominio.
Miguel de Cervantes, esclavo él mismo, en sus novelas ejemplares y en su famosa obra Don Quijote de la Mancha, abunda sobre lo que significa ser esclavo.
Siempre han sido muy diversos los alegatos para someter a esclavitud a seres humanos: Consecuencias de guerras entre pueblos, temas religiosos, raciales, económicos, etc.
Hay un capítulo abultado en la historia de la esclavitud en el continente llamado América, esa enorme masa de tierra que se desparrama desde Alaska hasta Argentina, y de la cual forman parte también cientos de islas situadas en los océanos que lo rodean y en varios mares que penetran al mismo, incluyendo el famoso mar de los Sargazos, el único cuya condición de tal surge por motivos biológicos y físicos, y no por asuntos vinculados con litorales.
La realidad era que a la llegada de Cristóbal Colón, y su séquito de españoles sedientos de riqueza, ya existían bolsones de esclavitud impuesta por unas tribus indígenas sobre otras.
Así era en varios lugares del denominado Nuevo Continente, cuyo límite en la parte norte roza con el océano Ártico y en el sur se confunde con la franja en que hacen conjunción los océanos Atlántico y Pacífico.
La historia llamada precolombina, de lo que luego sería conocido como el continente americano, demuestra que sí hubo esclavitud impuesta por las etnias indígenas más poderosas y belicosas sobre aquellos segmentos de poblaciones que carecían de voluntad o que no tenían adecuados medios de defensa para luchar por su albedrío.
Pero esa catástrofe humana adquirió su más dramática etapa cuando se produjo, a partir del segundo año de la última década del siglo XV, el llamado “encuentro de dos mundos”, como algunos se refieren a la llegada de los conquistadores españoles, principalmente en lo que ahora se denomina América Latina y el Caribe.
Después también llegarían los ingleses, especialmente a la parte más al norte y a varias islas rodeadas por el mar Caribe. Igual hicieron otras potencias que como Francia, Holanda y Portugal se disputaban entonces, con las otras referidas, la hegemonía del mundo.
Dicho lo anterior, en referencia al baño de sangre en que fueron ahogados pueblos enteros, a pesar de que el cronista Fernández González de Oviedo, y luego otros lo repitieron, anotó que Colón antes de zarpar desde el Puerto de Palos, el 3 de agosto de 1492, recibió el sacramento de la Eucaristía. También invocó dicho personaje el nombre de Jesús al momento de impartir la orden de partida de las embarcaciones Santa María, La Pinta y La Niña.
Vale decir que el hombre que con sus jaculatorias de matriz religiosa pretendió revestir de la mayor solemnidad cristiana un periplo náutico, que transformaría el mundo, fue el mismo que luego lanzó perros asesinos, amaestrados en cotos cerrados, para que cazaran como animales a cientos de miles de indígenas.
Aquello, que daba la apariencia de ser una colorida flotilla formada en su mayor parte por simples aventureros de poca monta, fue el inicio de una devastadora operación de exterminio de una muchedumbre que ese lejano día de gran expectación en el sur español estaba, de este lado del Atlántico, muy ajena de que había en movimiento un torbellino que pronto provocaría horribles matanzas y que desencadenaría un prolongado y despiadado sistema esclavista.
La esclavitud de los nativos de América, a finales del siglo XV y un largo tramo del siguiente, tuvo un carácter tan inhumano que en el caso de las islas del Caribe en pocas décadas no había prácticamente ninguna familia aborigen. Fue una operación de exterminio de lo que se denomina tierra arrasada. Luego serían otros los esclavos en América, los negros traídos de África.
No hay que olvidar que Cristóbal Colón, en su condición de marino que recorrió desde su juventud amplios tramos de las costas africanas en la terrible Edad Media, tenía un fatídico concepto desarrollado respecto que el oro y la riqueza en sentido general tenían una vinculación con el sojuzgamiento y la esclavitud de los vencidos.
Esa visión la puso en práctica de manera exponencial cuando llegó a esta tierra desconocida para él y sus mandantes en la Casa de España.
Pero Colón también tenía suficiente noción de la importancia de la valoración de hechos e individuos en los procesos históricos y escribía lo que entendía podía encubrir, con cara a la posteridad, sus acciones siniestras.
Así, el almirante de origen genovés testimonió en sus escritos que encontró a su llegada a las islas del Caribe: “la gente mejor del mundo y las más mansas… Son gente de amor y sin codicia…certifico a vuestras altezas que en el mundo creo no hay gente mejor ni mejor tierras…ellos aman a su prójimo como a sí mismos…son fieles y sin codicia de lo ajeno.”
Sin embargo, a pesar de que Colón redactó lo anterior, la realidad fue que auspició un terrible baño de sangre. Fueron tantas las mentiras que se divulgaron para ocultar la realidad que después de más de quinientos años todavía no se ha escrito con la debida amplitud la versión de las víctimas de aquellos mortíferos años de sufrimientos y muerte.
Especialmente en lo que se refiere a la zona del Caribe apenas aparecen breves trazos sueltos sobre aquel espanto.
En México sí se ha divulgado la versión de los caídos. De tan importante vertiente de la historia se encargaron el sacerdote Ángel María Garibay Kintana y el filósofo e historiador Miguel León Portilla, ambos verdaderas autoridades en temas sobre la rica cultura náhuatl.
El sabio León Portilla, quien incursionó en fuentes escritas originales, da cátedras acerca de la visión que tenían los indígenas que en México hablaban la macrolengua náhuatl sobre la serie de degollinas que hicieron allí, en el sangriento proceso de conquista, los españoles.
En su obra titulada Visión de los vencidos, de gran significación por ser una suerte de parteaguas con respecto a lo que antes predominaba como narrativa de matanzas y masacres, ocurridas en un largo y ancho tramo desde el río Bravo hacia abajo, el consumado historiador León Portilla,(fallecido el 1-10-2019) va explicando paso por paso el drama en escalones que se produjo desde que los españoles penetraron por esa inmensa cuenca atlántica situada entre Cuba, México y Estado Unidos, mejor conocido como el Golfo de México, hasta la caída de los tenochcas.
En una de las más de treinta ediciones que ha tenido dicha obra su autor, con su proverbial modestia, señaló que “el estudio de las relaciones indígenas de la Conquista abre las puertas a posibles investigaciones de profundo interés histórico.” Más adelante reclamó una mejor valoración de los conflictos que se desarrollaron en su tierra natal entre conquistadores y conquistados para mejor entender las miserias y grandezas.1
Pero es pertinente anotar, para poner en perspectiva el asunto, que en México los conquistadores y colonizadores españoles llegaron veinte y tantos años después de que el 12 de octubre de 1492 Rodrigo Pérez de Acevedo, mejor conocido como Rodrigo de Triana, vociferara tierra, cuando navegan en aguas de las Bahamas; según la crónica recargada que hizo el gobernador de la fortaleza de Santo Domingo, Gonzalo Fernández de Oviedo, en su obra Historia General y Natural de las Indias, cuya primera parte fue publicada 45 años después del jubiloso estruendo provocado por Colón y sus conmilitones.
Válida sea la digresión aquí para decir que ese ha sido un grito muy controvertido, puesto que el mismísimo Almirante Colón anotó algo en su Diario de Navegación, el jueves 11 de octubre de 1492, de lo cual se infiere que a su decir él fue el primero que vio un promontorio de arena en América: “el Almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vido lumbre; aunque fuese cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra…”2
Otra versión le atribuye el mérito a Juan Rodríguez Bermejo, un marinero de proa de La Pinta.
Dicho sea que esa embarcación, La Pinta, fue en esta parte del mundo una especie de Argo, en remembranza de aquel bajel en el cual navegó en las tempestades marinas el héroe mitológico griego Jasón, cuando fue enviado a encontrar, junto a otros argonautas, el famoso vellocino de oro.
Volviendo a lo que concierne a este comentario, es necesario expresar que la sevicia contra los indígenas de América es un largo y cruento capítulo de la historia de la humanidad, al margen de lo que dejaron escrito autores como el conquistador Bernal Díaz del Castillo; el botánico y colonizador Gonzalo Fernández de Oviedo Valdés; el cortesano Pedro Mártir de Anglería y el jurista, teólogo y fraile dominico Bartolomé de las Casas, este último de manera particular en sus primeros escritos, porque después de su traumática experiencia de 14 años en las islas del Caribe y zonas aledañas sufrió una transformación radical que hizo de él un hombre muy diferente, llegando a ser un gran reformador social. La antítesis de su anterior condición de terratenientes.
Bibliografía:
1-Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista.UNAM,2003.Pp19 y 20. Miguel León Portilla.
2-Diario de navegación. jueves 11-octubre-1492.Diario de navegación y otros escritos. Editora Corripio, 1988.P108. Cristóbal Colón.