Por Teófilo Lappot Robles
Desde hace varias semanas ha estado germinando un nuevo roce en las relaciones entre nuestro país y el vecino del oeste de la isla que compartimos.
La fuente generadora del problema en curso es lo que pretenden hacer los haitianos con un importante tramo del río Dajabón.
Están trabajando a toda máquina en un canal para desviar el agua de esa importante fuente acuífera, con lo cual se afectaría su cauce natural. Así se convertiría en un erial una amplia faja de tierra dominicana utilizada principalmente para la producción de arroz y la crianza de vacas y chivos.
Por enésima vez los poderes políticos y económicos del devastado Haití, el país más pobre del lado occidental del mundo, lanzan contra la República Dominicana los pesados dados de la provocación, creando un nuevo marco de tensión.
Situaciones parecidas a esa han sido recurrentes en el tiempo. Los que han gobernado en el poniente insular siempre se han aprovechado de la disfunción del aparato estatal dominicano, que con su “laissez faire, laissez passer” ha dejado acrecentar en la zona fronteriza hechos bochornosos contra la majestad de nuestra soberanía.
Si se da una mirada hacia atrás a la larga, marchita y arrugada hoja de la historia de los dos países se comprueba que la casta dirigencial haitiana, con las consabidas excepciones individuales, siempre ha tenido una morbosa delectación clavando espuelas y aguijones en los ijares del peligroso caballo de la provocación.
Con su accionar esos grupos sacan diversos beneficios particulares y de paso mortifican, dañan y crean zozobra a los dominicanos. Es un viejo ritornello nada musical.
Las reducidas pero persistentes élites de Haití se gastan el lujo de actuar con no poca fanfarronería contra el pueblo dominicano. Ese comportamiento, sazonado con perversidad, ha sido admitido con vergüenza ajena por sectores lúcidos del país vecino, aquellos que no han querido tapar el sol con un dedo y que han preferido en buena hora no entrar en connivencia con los provocadores.
Para comprobar, en cada acto de hostilidad hacia la República Dominicana, los tejemanejes de casi todos los actores que tradicionalmente han participado en la politiquería ramplona haitiana, ni siquiera hay que acudir a los meandros teóricos de la llamada Escuela de los Annales, creada en Francia por Lucien Febvre y March Bloch.
Dicha corriente historiográfica fue creada precisamente en el 1929, meses después de que los presidentes Horacio Vásquez de la República Dominicana y Luis Bornó de Haití firmaran, el 20 de febrero de dicho año, un acuerdo fronterizo con el rimbombante título de Tratado de Paz y Amistad Perpetua y Arbitraje.
En esa ocasión del lado dominicano se tenía la esperanza de que con ese acuerdo terminarían los problemas que se arrastraban desde antes del 3 de junio de 1777, cuando España y Francia firmaron el llamado Tratado de Aranjuez, mediante el cual se establecieron los límites fronterizos entre sus respectivas colonias en esta isla tan zarandeada por los vendavales de la historia, a partir de que Colón llegó a ella hasta el presente.
Los registros de los hechos pasados demuestran que Haití nunca ha cumplido convenios, acuerdos ni protocolos firmados con la República Dominicana. Para los gobiernos haitianos que se han sucedido en el tiempo no ha existido aquello que los latinos denominaban el “pacta sunt servanda”, que no es otra cosa que la simple obligación que tienen las partes para cumplir lo pactado por ellas.
Ese es un principio esencial en cualquier plano de derecho doméstico, pero con más vigor aún en los niveles bilaterales entre países fronterizos, y en la elevada escala del Derecho Internacional.
Ahora, reitero, gentes de poder económico y político en Haití pretenden cambiar el curso final de esa fuente hidrográfica tan importante que es el río Dajabón, también conocido como Masacre, nombre último que nada tiene que ver, como piensan muchos, con los abominables crímenes ocurridos en esa zona del país en el año 1937.
En muchas ocasiones el país ha sido muy permisivo con las travesuras fronterizas que han cometido grupos específicos de Haití en desmedro de la soberanía dominicana.
Lo anterior dicho a pesar de que como un rayo de luz fugaz, y por su propia conveniencia territorial, el país vecino consignó en el artículo 3 de su Constitución del año 1874 que aceptaba que de la isla de Santo Domingo sólo le pertenecían “los lugares ocupados actualmente por los haitianos.”1
Tal vez los dominicanos de entonces pensaron que al darle rango constitucional a dicha realidad geográfica los dirigentes haitianos conservarían ese concepto como una verdad rotunda. La realidad fue otra muy distinta.
En los últimos años del siglo XIX y al comienzo del siglo pasado los haitianos llevaron hasta el paroxismo las tensiones fronterizas. No hubo un baño de sangre por la tolerancia del lado dominicano.
Voces dominicanas sensatas abogaron entonces, como en otras ocasiones, por transitar el sendero de la paz entre ambas naciones.
Lo contrario, con reconocidos agitadores de ese tiempo azuzando a las masas haitianas, ocurría en el flanco occidental de los ríos Masacre, Artibonito, Pedernales, Macasía, Libón y los arroyos Carrizal y Capotillo.
En esa época fue que Américo Lugo publicó su obra A punto Largo, en la cual al tocar los problemas existentes en la línea divisoria de los dos países hizo un ejercicio de buena vecindad, el cual no fue correspondido.
Ese espíritu civilista que fue el ilustrado Lugo pedía calma ante “las dificultades que surjan por razón de frontera.” Puntualizaba que: “Nuestros conflictos con Haití no deben resolverse por la guerra, sino por la paz…”2
Es una verdad conocida que los hechos ocurridos en el pasado constituyen no sólo un aviso para el presente, sino también una advertencia para el futuro. Por eso ahora no se puede permitir (siempre en el ámbito de la legalidad) la barbaridad que quiere hacer Haití en el río Dajabón, el cual nace en el empinado cerro Pico del Gallo, en el municipio Loma de Cabrera, y desemboca en la bahía de Manzanillo, ambos puntos geográficos dominicanos.
El gobierno dominicano tiene la obligación de hacer valer frente a las autoridades haitianas las consecuencias que se derivan del principio de la autonomía de la voluntad, así como la soberanía y fuerza obligatoria de dicha voluntad expresada en las firmas de los diversos convenios que el país ha hecho con ese vecino generalmente incómodo y hostil.
Cuando han surgido dificultades, como la que ahora hay con las pretensiones haitianas de desviar las aguas del río Dajabón, se ha hecho mención del ya citado tratado de 1929. Pero antes hubo otros que tampoco cumplieron los gobiernos de Haití.
Para poner un solo ejemplo cito el Tratado de Paz, Comercio, Navegación y Extradición firmado el 9 de noviembre de 1874. Ese convenio se convirtió muy pronto en letra muerta.
De nada valió que el artículo 2 de dicho pacto rezara así: “Habrá paz perpetua y amistad franca y leal entre la República Dominicana y la República de Haití…”3
El referido trato fue dejado sin efecto por Haití, mediante una ley votada por sus cámaras legislativas el 9 de octubre de 1876, a solicitud con tono imperativo del nuevo gobernante Pierre Théoma Boisrond Canal.
Para dicha fecha no se habían cumplido dos años de haber sido dicho acuerdo bilateral firmado y ratificado por las instancias estatales de ambas naciones.
En su obra sobre la historia de los dos países que coexisten en la isla de Santo Domingo el historiador haitiano Jean Price-Mars hace un análisis sesgado de dicho compromiso interestatal (incluso voló adrede el referido artículo 2). Reseña dicho autor que el presidente Boisrond Canal consideró sospechoso ese y otros acuerdos, así como “leyes, decretos y resoluciones dados a partir del 14 de mayo de 1874…Las relaciones diplomáticas entre ambos países quedarían rotas hasta 1880.”4
Es pertinente recordar ahora que ha sido una práctica recurrente de haitianos desaprensivos ir cambiando a hurtadillas los límites geográficos que sirven de raya separadora a los dos países.
No sólo han sustraído porciones de tierra dominicana, sino que se han atrevido a mover de lugar algunas pirámides delimitadoras de la frontera.
Con ello han pretendido alterar la cartografía correspondiente, levantada en la zona limítrofe entre ambos países al amparo de los acuerdos de paz firmados para conjugar los intereses comerciales y políticos recíprocos.
Frente a las provocaciones de Haití uno está tentado a pensar, casi como si fuera una escena de teatro del absurdo, (en el ejemplo siguiente con una patética inversión de roles) que el rojo escarlata de su bandera parece seguir impulsando a sus voraces y despiadados clanes económicos-políticos-militares a imitar al famoso personaje Charles Marlow, aquel de la novela titulada “El corazón de las tinieblas”, ambientada en los años finales del siglo XIX en los territorios por donde se desplaza el río Congo, escrita por el polaco Joseph Conrad, cuando al examinar un mapa de las posesiones del imperio británico en África se sentía gozoso al ver muchos parches rojos, porque era la prueba de que ese imperio “había hecho un verdadero trabajo.”5
Bibliografía:
1-Constitución haitiana de 1874.Art.3.Las Constituciones de Haití.P291.Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1968. Luis Marinas Otero.
2-A punto largo. Impresora Cuna de América, 1901.P211.Américo Lugo.
3-Tratado de Paz, Comercio, Navegación y Extradición. R.D.-Haití.9-nov-1874.
4-La República de Haití y la República Dominicana. Tomo II. Editora Taller, 2000.Pp747 y 748. Jean Price-Mars.
5-El corazón de las tinieblas. Edición Juventud, 2013, Barcelona, España. Joseph Conrad.