Cuando las coplas eran inmorales
Un libro-disco revela las particularidades de la censura musical en la radio durante el franquismo, menos conocida que la del cine o la literatura
DIEGO MANRIQUE – Madrid – 04/01/2008
Para José Manuel Rodríguez, locutor universalmente conocido como Rodri, la vesania de la censura se le reveló un día de 1972. Había corrido la noticia de que Jorge Mistral, quién fuera estrella cinematográfica en todo el ámbito hispano, se había pegado un tiro en México. Rodri sabía que el galán valenciano había grabado recitados de poemas y acudió a la Fonoteca de Radio Nacional de España. Descubrió que aquellos discos estuvieron en las estanterías de RNE pero que alguien se tomó el trabajo de hacerlos desaparecer: un suicida no podía sonar en las ondas oficiales.
La curiosidad por aquel mecanismo perverso le ha llevado a elaborar Una historia de la censura musical en la radio española (RTVE Música), un librito acompañado de un doble CD con 39 canciones malditas. «Asombra saber que no se podían radiar Ojos verdes, Bésame mucho, Cachito o Rico vacilón, temas enormemente populares. Ojo: se vendían en discos y estaban en el repertorio de cualquier orquesta, pero se aplicaba un criterio más estricto a la radio, que fue el entretenimiento más popular de la posguerra».
Los encargados de vigilar el cumplimiento en Radio Nacional de España llevaban su celo hasta el ensañamiento: para evitar tentaciones, a veces rayaban con un punzón los cortes ofensivos o los tapaban con cinta adhesiva. Anotaban con letras rojas en el libro de registro los temas prohibidos e incluso se permitían algún cachondeo: en Cole español, un elepé de Nat King Cole, aumentaron la nómina de no radiables -prácticamente la mitad del disco- con El bodeguero («también prohibido, ¡por borracho!»).
Rodri aclara que las discográficas pasaban censura enviando las transcripciones de las letras (un método falible, como se demostró al autorizarse brevemente en 1969 la comercialización del jadeante Je t’aime, moi non plus, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin). «Lo que encendía las alarmas era todo lo que sugiriera sexo. Y más si, como suele ocurrir en los boleros, se citaba a Dios o se menospreciaba el pecado». Los censores captaban las metáforas al vuelo: cualquier referencia a besos apasionados caía en el saco. Misterio español, de Conchita Martín, mordió el polvo por hablar de los besos propios de la «sangre ardiente y agarena que hay en los hombres de mi España». Ojos verdes, esa cima de la copla, siguió en el infierno radiofónico a pesar de que se escribió una nueva letra que evitaba toda referencia al amor mercenario («Apoyá en el quicio de la mancebía…»). Por el contrario, un tema podía autorizarse en una versión y no en otra, caso de El hombre es como el auto: era escandaloso si lo cantaba una mujer y una ocurrencia simpática si lo interpretaba su autor, el argentino Mario Clavell. El lenguaje popular de las Américas provocó vetos tajantes: la ranchera El gavilán pollero tenía un tono jovial pero incluía versos que inquietaban a los oídos españoles, como «sin mi polla yo me muero». Chorra, memorable tango de Enrique Santos Discépolo, sufrió igual castigo, aunque por la narración quedaba claro que chorra era ladrona en lunfardo.
La apertura del mercado a músicas en otros idiomas no disminuyó el ardor anatematizador. Se prohibió el Be bop a lula de Baby Gate, luego conocida como Mina, o el cándido Theme for a dream, del muy cristiano Cliff Richard. El rigor de los vigilantes del Ministerio de Información y Turismo se extremaba con artistas franceses o con la simple temática francesa: se impidió difundir Brigitte Bardot, pegajosa canción brasileña dedicada a la protagonista de Y Dios creó a la mujer. La intensa vida sentimental de Edith Piaf garantizaba la antipatía franquista: se proscribió el monumental L’ymne a l’amour, fruto póstumo de su relación adúltera con el boxeador Marcel Cerdan. Pero estaba más fichado otro novio de la Piaf: según cuenta Rodri, en 1959 se publicaron en España dos discos de Yves Montand. Ninguna de las canciones se pudo radiar, aunque carecían de elementos eróticos. ¿Su delito? Se asumía que Montand era un feroz comunista.
República sin memoria
Una historia de la censura musical en la radio española revela los apuros pasados por dos éxitos de los tiempos de la República, que se atascaron en el filtro del censor al ser reeditados en microsurco. Siempre Sevilla, una de las primeras grabaciones de Conchita Piquer, incluía un piropo inaceptable: «Si usted quisiera, en ese cuerpo moreno, le iba yo a hacer más reformas que Azaña en lo militar». No se pudo emitir y pasó al olvido, a pesar de su delirante argumento: con permiso de san Pedro, la Giralda se hacía mujer para comprobar si todavía latía el flamenco en Sevilla.
Tuvo más suerte Pichi, el chotis de Las leandras que cantaba Celia Gámez. Eso sí, debió ser reformado, por ese verso que decía: «Se lo pués pedir a Victoria Kent». La letra franquista cambió el nombre de la jurista republicana que ocupó el puesto de directora de Prisiones por «un mocito bien». El casticismo tenía cierta bula: no se plantearon objeciones al oficio del citado Pichi, que ejercía de proxeneta y presumía de mano larga. Uno de los casos más intrigantes fue el de la cumbia Se va el caimán, que recogía una leyenda colombiana sobre un hombre-caimán. Tanto el pueblo llano como los censores coincidieron en pensar que podría aplicarse al Generalísimo, cuya posición al frente de la «reserva espiritual de Occidente» parecía incierta en los años que siguieron a la derrota del fascismo y el nazismo. ¿Resultado? No radiable.
2008-01-04 20:09:32