El último parchís del poeta
Los amigos de Ángel González despiden al escritor en una cálida ceremonia civil celebrada en Madrid
MADRID.- Como decía la esquela que anunciaba ayer en EL PAÍS su muerte y su incineración, Ángel González tenía «innumerables amigos», pero con cuatro de ellos, Manuel, Amaro, Benigno y Paco Ignacio, tenía dos o tres citas anuales que mantuvo desde que era un adolescente. Las cumplió siempre, hasta esta Navidad, y ayer, antes de que quemaran su cadáver en la Almudena, Manuel, que es Manuel Lombardero, librero y editor, recordó esas citas y la alegría que sentía el poeta cuando estaban juntos.
Lombardero tenía 13 años, y Ángel era un año más joven cuando se encontraron en las calles devastadas de Oviedo; todos los muchachos tenían a alguien en la cárcel, algún desaparecido, varios muertos en las familias diezmadas de la guerra.
Se hicieron amigos ellos dos, y con ellos estaban Paco Ignacio, Amaro, Benigno… La vida los desperdigó; todos emigraron, Manuel, a Barcelona; el propio Ángel se fue a Madrid y después a Nuevo México; Paco Ignacio y Amaro, hermanos, a México; Benigno se fue a Venezuela… Lombardero, subido al estrado más sobrio del mundo, el estrado de un crematorio, desgranó anécdotas de esa amistad de más de 60 años que jamás conoció desmayo, siempre se encontraron, en cualquier sitio.
La última vez, en la casa de Lombardero, ya sentía éste que su amigo abrigaba aires de despedida; comió más que nunca, porque la mujer de su amigo Manuel sabía sus gustos por las comidas caseras, las lentejas, las patatas con chorizo…; hablaron de sus otros amigos y, cómo no, jugaron al parchís, como desde que eran adolescentes, y Ángel volvió a acordarse de la frase que explicaba, más que ningún otro signo, su alegría de estar vivo, feliz con los amigos, esperando que esa utopía de tenerlos siempre no se desvaneciera nunca. Cada vez que se cobrara una ficha, exclamaba, con el acento argentino que se correspondía con su recuerdo: «¡Chúpame la camiseta!».
En aquel ambiente cálido y entristecido por la muerte de Ángel, que reposaba ya allí antes de ser ceniza, esa memoria de Lombardero sonó como la expresión más sencilla que hubiera querido el poeta para anticipar su silencio. Habló su amigo Pepe Caballero Bonald, «mi amigo Ángel, de tantas noches y de tantas madrugadas»; habló Víctor García de la Concha, representando su dolor y el de sus compañeros de Academia, y habló Jaime Lorenzo, compañero de oficina en el Ministerio de Obras Públicas… Lorenzo, que fue vecino, amigo, del poeta de Palabra sobre palabra, terminó su intensa confesión de amistad con esta expresión que sonó como el espíritu de esta despedida: «Adiós, Angelín».
Hubo escritores, músicos, políticos, profesores… Con todos ellos, Susana Rivera, su esposa; Josefina Martínez, viuda de Alarcos, su otro gran amigo. Innumerables compañeros, silencio y Puccini, su música. La 2 de TVE emitió el sábado Ésta es mi tierra, que Ángel hizo en sus dos tierras, Asturias (y León) y Nuevo México. Eligió para grabarlos el paisaje del invierno, las montañas nevadas, la soledad sólo interrumpida por la incursión en un bar de Albuquerque, una taberna en Cerrillos… De resto, nieve y frío. En medio del frío final, este de ayer en Madrid, amigos de todas las generaciones, tabernarios, serios o académicos, le dijeron adiós escuchándole recitar ese poema, Para que yo me llame Ángel González, que ahora parece también la autobiografía de los que con él jugaron al parchís. «¡Chúpame la camiseta!».
JUAN CRUZ – Madrid – 14/01/2008/El País
2008-01-14 04:44:12