REPORTAJE: LOS ÚLTIMOS DÍAS DE FISCHER
Partida perdida, Bobby
Bobby Fischer murió con tantos años, 64, como casillas tiene un tablero de ajedrez, perseguido en EE UU, exiliado en Islandia y peleado con casi todos cuantos le acogieron.
A las ocho de la mañana del lunes, cuando todavía era noche cerrada, un coche fúnebre salió sigilosamente de las calles nevadas de Reikiavik, seguido por otro vehículo. En el coche fúnebre iba el ataúd con el cuerpo de Bobby Fischer, el genio estadounidense del ajedrez que murió el 18 de enero, a los 64 años; en el otro iba una pareja de islandeses que habían sido sus vecinos y un sacerdote católico francés al que Fischer, que nació y se educó como judío, no había conocido jamás.
«Desconfiaba de todos», asegura su amigo Saemi Palsson. Estaba tan obsesionado con guardar secretos que, aunque conocimos su relación sentimental con la japonesa Myoko Watai, no supimos hasta que murió que era su esposa»
«El ajedrez era el refugio de las privaciones materiales y emocionales que sufría», asegura el doctor Skulason. «Se construyó unos muros, una forma de protección inmadura y agresiva en la que la confianza fue eliminada»
Recorrieron 45 kilómetros hacia el este de Reikiavik y se detuvieron en una pequeña iglesia luterana, cerca del pueblo de Selfoss. Allí les recibió una mujer japonesa, budista, que había volado desde Tokio la noche anterior y que dijo ser la esposa de Fischer. El granjero, dueño de las tierras en las que se alzaba la iglesia, había cavado una tumba en el antiguo cementerio del lugar. El pequeño grupo se apiñó en torno a ella, sin lápida ni cruz, y el sacerdote dijo una oración. Hacía un frío terrible y la negrura del cielo contrastaba con el blanco de la tierra helada.
A las diez, cuando la tenue luz de la mañana empezaba a vislumbrarse por el este, concluyó la ceremonia. El ataúd estaba ya bajo tierra, y la mujer de Fischer, los vecinos, el granjero y el sacerdote se alejaron en silencio.
La noticia de la muerte de Fischer tres días antes había recorrido el mundo, pero nadie de fuera del grupo del cementerio supo que el polémico ex campeón mundial de ajedrez -rabioso detractor de Estados Unidos y de los judíos- estaba ya enterrado, hasta las cuatro de la tarde, cuando el vecino que había estado presente, Gardar Sverisson, telefoneó a un amigo para contárselo. Se había guardado tan bien el secreto, se había preparado tan deprisa el entierro, que ni siquiera el sacerdote luterano en cuya iglesia se le enterró lo supo hasta después de los hechos; ni siquiera el marido estadounidense de la difunta hermana de Fischer se enteró, cosa especialmente mortificante si se tiene en cuenta que había ido desde Estados Unidos específicamente para eso (y para extraer su porcentaje de la fortuna de Fischer, valorada en dos millones de euros), sin saber que la ceremonia se estaba llevando a cabo justo en el momento en el que aterrizaba su avión de Nueva York. Tampoco se lo contaron al más viejo y leal amigo islandés de Fischer, Saemi Palsson.
Palsson, un héroe local en Reikiavik sobre cuya amistad con Fischer se está rodando una película, dice que le entristece no haber sido invitado al entierro, pero está de acuerdo -igual que media docena de personas que conocieron a Fischer, y con las que he hablado en la capital islandesa- en que así es como al difunto gran maestro le habría gustado. «Desconfiaba de todo el mundo, odiaba los medios de comunicación y estaba tan obsesionado con guardar secretos que, aunque supimos que había tenido una relación sentimental con la japonesa Myoko Watai, nadie de nosotros supo nunca, hasta ahora que se ha muerto, que era su esposa», cuenta Palsson.
Palsson fue policía, cinturón negro de yudo en los años cincuenta; campeón nacional de baile, de twist y rock and roll, y durante los días de gloria de Fischer, su guardaespaldas. Eso fue en 1972, cuando Islandia fue escenario del duelo de ajedrez más memorable de todos los tiempos, entre Fischer, de 29 años, y el campeón soviético Boris Spassky, que se disputaban la corona mundial.
El alto, desgarbado Fischer ganó, a pesar de unas rabietas absurdas que pusieron la competición, de 22 partidas, en permanente peligro. Henry Kissinger, entonces secretario de Estado con Richard Nixon, se vio obligado a llamarle por teléfono en uno de los momentos más críticos para recordarle su deber patriótico. Funcionó. Fischer -«verdaderamente es el mundo libre contra los mentirosos, tramposos e hipócritas de los rusos», dijo- se vio como combatiente de la guerra fría.
De una testarudez épica, Fischer se peleó casi con todo el mundo al que conoció en Islandia. La excepción fue Palsson, cuyo carácter directo, pero discreto, valoró tanto Fischer que le contrató para que siguiera siendo su guardaespaldas durante seis meses en Estados Unidos. Después, Fischer se recluyó durante 20 años y no volvió a aparecer hasta 1992, para disputar una nueva partida con Spassky en Belgrado -a pesar de las sanciones internacionales contra el régimen serbio que apoyaba Estados Unidos-, que le permitió ganar mucho dinero, pero le supuso la enemistad de su propio Gobierno. Treinta y tres años después del desafío de Islandia, en 2005, Fischer llamó a Palsson desde una cárcel en Tokio, donde le habían encerrado a petición de las autoridades de Estados Unidos para extraditarle, acusado de utilización de un pasaporte no válido, evasión fiscal y blanqueo de dinero. La razón de fondo del deseo de castigar a Bobby Fischer, según insisten sus conocidos en Islandia, era la irritación que despertaba su espectacular falta de corrección política. Desde que suscitó las iras de su Gobierno al jugar aquella partida en Serbia, el antiguo azote de los soviéticos y ex héroe estadounidense se había vuelto antiamericano casi hasta la locura, y completamente contrario a «esos apestosos judíos» que, según decía, tenían bajo «total control» a Estados Unidos. Negaba sonoramente la existencia del Holocausto y declaró a una emisora de radio de Filipinas que el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York había sido una «noticia maravillosa» y que había llegado la hora «de acabar con Estados Unidos de una vez por todas».
Sin embargo, Palsson, que había aprendido hacía tiempo cuando sí y cuando no hacerle caso, vino a su rescate. Tras la llamada que le hizo Fischer desde la cárcel japonesa, Palsson viajó a Tokio y se formó en Islandia un comité de siete entusiastas del ajedrez (todos señores de la edad de Palsson) para empujar al Gobierno a conceder a Fischer la condición de exiliado. Tras numerosas fricciones con el Gobierno de Estados Unidos, el milenario Parlamento islandés aprobó unánimemente romper lo que ellos consideraban ser una lanza en favor de la libertad -y en las narices del Tío Sam- al otorgar la plena ciudadanía al americano que les había colocado en el mapa.
En marzo de 2005, Fischer descendió de un avión en Islandia con un aspecto, recuerda Palsson, «como el de Solzhenitsin». Solzhenitsin en un mal día y en un campo de trabajo en Siberia: tenía los dientes, los pocos que le quedaban, podridos, y la barba y el cabello, blancos, largos y descuidados. Se arregló para un banquete de bienvenida en Reikiavik al que aceptó ir a regañadientes. Pero la imagen que ofrecía cada vez que apareció en público durante los 2 años y 10 meses de su exilio islandés (no se fue nunca, por miedo a que sus implacables compatriotas le extraditasen) era, como comentó un escritor islandés, la de «un vagabundo sin techo, tirado en un banco de un parque con una bolsa de plástico al lado». La barba y el cabello volvieron a enredarse rápidamente, y siempre llevaba la misma ropa: camisa vaquera azul y pantalón vaquero, con gorra de béisbol marrón. Palsson dice que se cambiaba de ropa, que tenía un vestuario amplio, aunque uniforme; pero los dientes no le mejoraron nunca. Desconfiaba de médicos y dentistas, y ni siquiera se fiaba de sus empastes de metal, que hizo que le quitaran, cuenta Palsson, por temor a la radiación.
Lo curioso era que Fischer, a pesar de su antiamericanismo, era «muy, muy americano», en palabras de una persona del mundo del ajedrez islandés que le conocía. Nunca salía de casa sin la gorra de béisbol, pasaba gran parte del tiempo escuchando música estadounidense de blues en su MP3, comía hamburguesas con fecuencia en un restaurante de Reikiavik llamado American Style, le encantaban las películas estadounideses de acción. La última que vio, en diciembre, fue American gangster. Su paranoia también era la expresión de una tendencia a buscarse enemigos en todas partes.
Por eso se peleó irremediablemente -excepto con dos- con todos los demás miembros del comité de siete personas que le había salvado, un grupo de fanáticos del ajedrez que le miraban como los hinchas de fútbol miraban hace unos años a David Beckham, y a los que acusó (incluido Palsson) de haber traicionado su confianza, o de querer estar con él para inflar sus egos o sus carteras.
Uno de los dos que permanecieron junto a él hasta su muerte fue Gardar Sverrison, el vecino que le enterró y que guarda un total mutismo. La razón por la que Fischer se mantuvo leal a Sverrison hasta la tumba fue que éste nunca presumió de su amistad. «La norma parecía ser que, cuanto menos hablabas de él con otras personas, más te valoraba él», dice un conocido suyo de la isla, que habla con la condición del anonimato. Sverisson estaba tan cautivado por Fischer (otra condición de la amistad con él) que se ha mantenido fiel a ese principio incluso después de su muerte.
El otro miembro del comité con el que Fischer permaneció en estrecho contacto fue un médico que dirige el hospital psiquiátrico penitenciario de Islandia, Magnus Skulason. Durante los tres últimos meses de vida de Fischer, que en parte pasó en el hospital rechazando los intentos de los médicos de curarle la infección de riñón que le causó la muerte, nadie tuvo tanta intimidad con él como el doctor Skulason.
El psiquiatra y el campeón de ajedrez se conocieron en una librería de viejo llamada Bokin, próxima al piso de Fischer en el centro de Reikiavik. Fischer pasaba la mayoría de sus días solo, escuchando la radio o leyendo los periódicos -The Guardian, The Independent y The New York Times eran sus favoritos-, pero cuando se atrevía a salir, solía ser para buscar refugio en Bokin, donde pasaba largas tardes leyendo -y a veces, durmiendo- en medio del polvo y el caos de la tienda, que, según contó al propietario, le recordaba a una antigua librería a la que solía ir de niño en Brooklyn. Bokin, que huele como todas las librerías de viejo en todas partes, está decorada caprichosamente con carteles de gente famosa de cuando Fischer era joven, como Mao, Stalin, Hitler, Brigitte Bardot, Richard Burton y Marilyn Monroe. A los lados de la silla de madera en la que se sentaba Fischer, al final de un pasillo largo y estrecho, hay, a la izquierda, biografías, en islandés y en inglés, de personajes tan variados como Shirley MacLaine, Francis Drake, Simón Bolívar y Houdini, y a la derecha, libros de autoayuda con títulos como Ocúpate de tus asuntos: sé tu propio jefe y Diez errores que cometen los padres con los adolescentes.
Los libros preferidos de Fischer, que compraba en tales cantidades que su piso llegó también a parecer una librería de segunda mano, eran los que trataban de la II Guerra Mundial (nació en 1943); los fugitivos de la ley -«en cierto modos se consideraba uno de ellos», dice el dueño de Bokin, Bragi Kristjonsson, «y sobre todo leía libros sobre desertores soviéticos, con los que se identificaba hasta un punto que no podía haber imaginado en 1972»-, y cómics, historietas infantiles de cuando era niño y que leía en su piso, como pudo observar Saemi Palsson, entre grandes risotadas.
El doctor Skulason, que pasó muchas horas junto a Fischer en su última etapa, hablando de todo tipo de cosas, desde la teoría de los sueños de Freud hasta la perfidia de Estados Unidos en Irak, dice que había un gran abismo entre la capacidad mental del genio del ajedrez (según dice el psiquiatra, tenía un coeficiente de inteligencia superior al de Einstein) y el mundo emocional infantil en el que estaba atrapado. «Veía la vida como la ve un niño pequeño, e, igual que un niño, siempre quería salirse con la suya y se enfadaba si se le negaba algo», explica el doctor Skulason, hombre de cejas espesas de un fuerte parecido a Sigmund Freud, que habla con tanta concentración que durante un buen rato, en nuestras dos horas de conversación, tiene los ojos cerrados. El problema surgió, en gran parte, de la fama repentina que adquirió a los 14 años, cuando se convirtió en campeón de ajedrez de Estados Unidos. «Era una carga excesiva para un chico que, desde los dos años, se había criado sólo con su madre, una mujer que pasaba mucho tiempo fuera de casa», explica el doctor Skulason. «Era un chico solitario, entiendo, y pobre. El ajedrez fue un refugio de las privaciones materiales y emocionales que sufría. Era muy tímido, y de pronto se encontró en el centro de toda esa atención, y sin una figura paterna que le sirviera de guía. Así que construyó unos muros, una forma de protección inmadura y agresiva en la que la confianza -un elemento absolutamente necesario para unas relaciones sociales saludables- fue eliminada».
El doctor Skulason pasó la última noche que durmió Fischer en casa, 48 horas antes de morir, acompañándole en su piso, junto a su lecho. «Yo hablaba en monólogo y él se quedaba dormido, como un bebé. Luego se despertaba con dolores y molestias, y yo exprimía unas uvas y le daba un vaso de zumo, o un poco de leche de cabra, que, por desgracia, no conseguía retener. Una vez se despertó, me dijo que le dolían los pies y me pidió que se los masajeara. Yo lo intenté, le acaricié suavemente, y entonces dijo las últimas palabras, las últimas dirigidas a mí y, que yo sepa, a cualquier otra persona. Cuando sintió que le tocaba dijo, con una voz de una suavidad terrible: ‘No hay nada que alivie el dolor como el toque humano».
El doctor Skulason, que opina que ese contacto era lo que Fischer más anheló a lo largo de toda su vida, dice que le sorprende ver cuánto echa de menos a Fischer, de quien cuenta que, a pesar de sus tendencias tiránicas, tenía la capacidad de ser una persona cálida y afectuosa, una descripción en la que coinciden varias personas con las que he hablado, incluso Palsson, que tenía todos los motivos para sentirse ofendido por él, pero que, sin embargo, recuerda, con los ojos llorosos, su sincero apretón de manos y sus abrazos de oso.
Skulason dice que quiere que a Fischer se le recuerde no por sus exabruptos infantiles antijudíos -«es igual de infantil tomar esas tonterías que dijo en serio»-, sino «como un hombre herido cuya conducta externa disimulaba la bondad que llevaba dentro. No era un enemigo de la humanidad.
Sus personajes más admirados, según me decía, eran grandes hombres como Nelson Mandela y Martin Luther King. Es una tragedia que, en lugar de ayudarle a sacar lo mejor de sí mismo, el mundo le atacara».
La mente de Fischer era un caos neurótico; su entierro lo ejemplifica. La ceremonia furtiva, la esposa budista, el cementerio luterano y el sacerdote católico, un francés que reside desde hace mucho tiempo en Islandia llamado Jakob Rolland, con el que he hablado, pero que no ha querido hablar conmigo más que para reconocer que es verdad que invocó, ante la tumba de Fischer, a un Dios en el que Fischer no parecía creer, y para confesar que no sabe absolutamente nada -ni siquiera cómo se mueven las piezas- de la única religión a la que Fischer dedicó toda su existencia, el juego del ajedrez.
Salvo que el secretista señor Sverrison sepa algo más, Fischer no dejó últimas voluntades, no transmitió ninguna diatriba final ni envió ningún mensaje de arrepentimiento al mundo. La última nota escrita que dejó, por lo que se sabe, está en la librería Bokin. Es una nota sencilla, pero que contiene ese clamor interno que detectó el doctor Skulason a recuperar una infancia solitaria, desprotegida, prematuramente perdida, cuyo recuerdo, no obstante, le brindaba consuelo. La nota, que aún cuelga pegada con celofán en una mesa, está escrita a lápiz. Es una petición de un cómic infantil que el dueño de la tienda trató de localizar sin éxito. Dice: «They’ll Do it Every time! By Jimmy Hatlo (cartoons) 40’s and 50’s» (¡Lo harán todas las veces!, por Jimmy Hatlo (historietas), años 40 y 50), y está firmada «Bobby F». –
John Carlin 27/01/2008 /El Pais
2008-01-28 03:36:54