Jottin Cury Melo
El denominado caso SENASA ha trascendido el ámbito estrictamente penal para convertirse en uno de los episodios más sensibles y complejos de la historia reciente de nuestro país. No se trata solo de una investigación por corrupción administrativa, sino de un caso que ompromete directamente el derecho fundamental a la salud, la confianza ciudadana en el Estado y la credibilidad del sistema de justicia con relación a los delitos cometidos desde el poder.
El Ministerio Público ha acusado a una red integrada por diez personas, incluyendo al xdirector de SENASA, Santiago Hazim, de estructurar un esquema criminal que habría generado un perjuicio superior a 15,000 millones de pesos dominicanos, mediante engaños, sobornos, falsificación documental y estafa contra el Estado. El voluminoso expediente describe cómo una institución creada para proteger a los sectores más vulnerables habría sido instrumentalizada como si fuese una “finca privada” al servicio de mezquinos intereses particulares.
SENASA, como parte esencial del sistema de seguridad social dominicano regulado por la Ley No. 87-01, garantiza cobertura médica a millones de ciudadanos, en su mayoría de bajos ingresos. En tal sentido, el daño alegado no puede medirse únicamente en términos económicos. El presunto fraude se tradujo en tratamientos negados, medicamentos no entregados y procedimientos médicos simulados, afectando directamente la vida y dignidad de personas que dependían del seguro público.
De conformidad con la acusación del MP, se creó en SENASA un comité sin base legal para entregar contratos a empresas de fachada, las cuales devolvían parte del dinero recibido en calidad de sobornos. A ello se suma la manipulación de los estados financieros para ocultar déficits reales y así aparentar una solvencia que no existía. Más grave aún es que los órganos de alarma del Estado no detectaron oportunamente los hechos, así como el impacto humano del fraude. Se reportaron diálisis a personas fallecidas, cirugías inexistentes, servicios ginecológicos facturados a hombres y prótesis de baja calidad que provocaron infecciones severas. Estas prácticas llevaron a que familias de escasos recursos enfrentaran graves adversidades sin la cobertura del Estado.
No resulta sorprendente, entonces, la profunda indignación popular que ha acompañado el proceso. Las protestas pacíficas frente al Palacio de Justicia reflejan una percepción ampliamente compartida sobre la gravedad del caso. En otros términos, cuando la corrupción afecta directamente la salud pública, impidiendo tratamientos, medicamentos y atención médica, deja de ser un delito administrativo para convertirse en una forma de violencia estructural, especialmente contra los más pobres, quienes dependen del sistema público. Todas estas irregularidades han provocado sufrimiento, enfermedades y hasta muertes que pudieron evitarse.
El juez de la Oficina de Atención Permanente declaró el caso complejo, conforme al Código Procesal Penal dominicano, lo que habilita la extensión de la prisión preventiva hasta 18 meses en procesos de criminalidad organizada, en virtud de los artículos 226 y siguientes del mismo. Por tanto, se impuso prisión preventiva a siete imputados, mientras que otros tres recibieron medidas alternativas tras admitir los hechos y colaborar con la investigación.
Esta diferencia provocó un intenso debate sobre la igualdad ante la ley. Amplios sectores interpretaron la imposición de medidas distintas como un trato desigual basado en el estatus de los imputados, especialmente en un caso cuya magnitud afectó directamente a millones de dominicanos. Para una parte significativa de la ciudadanía, la gravedad del daño causado al sistema de salud pública justificaba la imposición de la medida más gravosa a todos los imputados, como expresión de igualdad ante la ley y de reproche penal proporcional al impacto social del hecho.
Si bien es verdad que la prisión preventiva no constituye una pena, sino una medida cautelar, no menos cierto es que nuestra Constitución, en su artículo 40.9, establece que las medidas de coerción restrictivas de la libertad personal tienen carácter excepcional y deben aplicarse de forma proporcional al peligro que se busca resguardar. En un caso de corrupción estructural, sostenida en el tiempo y con efectos directos sobre un derecho fundamental como la salud, resulta razonable sostener que el peligro social y la gravedad de los hechos justifica la aplicación de la medida más severa.
La exigencia social de una respuesta firme no debe interpretarse como presión indebida, sino como una demanda válida de responsabilidad penal y aplicación del principio de igualdad ante la ley, especialmente cuando los hechos imputados comprometen recursos destinados a la protección de la vida y la dignidad humana. Las conductas imputadas
encuadran en figuras tipificadas en el Código Penal dominicano, como la estafa contra el Estado, el abuso de confianza, la falsificación de documentos y la coalición de funcionarios.
Algunas de estas infracciones conllevan penas de reclusión mayor, especialmente cuando son cometidas por funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones.
Más allá de la sanción penal, el caso plantea la necesidad de recuperar los fondos sustraídos. En ese sentido, la aplicación de la Ley de Extinción de Dominio se presenta como
un mecanismo idóneo para afectar bienes de origen ilícito, independientemente del resultado final del proceso penal. En otro orden, el Código Procesal Penal reconoce el derecho de las víctimas a ser resarcidas por los daños sufridos, admitiendo conjuntamente el ejercicio de la acción civil para reclamar indemnización por tratamientos, medicamentos y servicios negados como consecuencia del fraude.
El caso SENASA constituye una auténtica prueba de fuego para el Estado y la justicia dominicana. La sociedad no exige únicamente prisión, sino imparcialidad, severidad y respeto al debido proceso, así como también sanciones proporcionales y la recuperación de los recursos sustraídos de manera ilícita. Si el sistema de justicia logra responder con firmeza, transparencia y apego a la Constitución y a las leyes, este caso podría marcar un punto de inflexión en la lucha contra la corrupción. De lo contrario, profundizará el escepticismo ciudadano y la percepción de que la corrupción en la República Dominicana sigue encontrando espacios de impunidad. Basta de tanta tolerancia e indulgencia con el flagelo de la corrupción, en razón de que nos empobrece a todos como conglomerado.
La Peque priky72@gmail.com