Por Teófilo Lappot Robles
La evolución de las sociedades, desde tiempos inmemoriales hasta el presente, ha tenido situaciones con altas y bajas. Una de ellas es la denominada barbarie, cuya definición muchas veces obedecía a motivaciones culturales, políticas, religiosas y militares. Hasta gañanes metidos en los mandos del poder llegaron a señalar los que eran o no bárbaros, adulterando en ocasiones la realidad.
Pienso que tuvo razón el antropólogo y etnólogo estadounidense Lewis Henry Morgan, en un ensayo que escribió sobre la civilización y el salvajismo, en el cual explicó con detalles que entre ambos estadios de la humanidad aparece anclada la barbarie.
Las explicaciones acerca de los llamados grupos bárbaros constituyen un catálogo muy variado en el discurrir de los pueblos. En eso incluso han emitido sus pareceres escritores de ficción.
Como ejemplo de lo anterior señalo que el novelista y cuentista Edgar Allan Poe al escribir en 1845 su relato titulado “El demonio de la perversidad” dio algunos detalles de la pseudo ciencia del siglo XIX conocida como frenología, utilizada por algunos autores en sus comentarios acerca de los llamados pueblos bárbaros para hacer deducciones sin base sobre comportamientos criminales derivados del carácter individual o colectivo.
Unos pocos creadores situaron a esas comunidades en la fantasiosa “prima mobilia del alma humana”, citada desde los griegos antiguos. La clasificación de las etnias tipificadas como bárbaras era tan antojadiza que los helenos llamaban así a todos los grupos humanos que eran ajenos a su lengua y su cultura. Durante las guerras médicas (más de 40 años) les decían bárbaros a los persas, especialmente a Jerjes el Grande y su ejército.
De rigor se impone decir que algunos filósofos helenos hicieron lúcidos razonamientos sobre lo precedente, y concluyeron que era un sinsentido desconsiderar a los grupos humanos que no tenían afinidad con ellos.
Bárbaro entró a los diccionarios como sinónimo de salvaje y primitivo. Dicho eso sabiendo que el filósofo, moralista y ensayista francés Michel de Montaigne señaló en varios de sus ensayos que en diferentes épocas unos pueblos consideraban, en sentido general, como actos de barbarie todo lo que era diferente a su propia cotidianidad.
Los césares romanos describían como bárbaros a los grupos humanos que no estaban dentro de las extensas fronteras del imperio cuya capital era la ciudad de Roma. En ese paquete también incluían algunos bajo su dominio, entre ellos judíos, iberos, galos y egipcios.
Al comenzar la Edad Moderna, al final del siglo XV, con la aparición del Renacimiento, la caída de Constantinopla, el fin de las Cruzadas, la llegada a esta parte de la tierra de los conquistadores españoles, etc., fueron etiquetados como bárbaros los pueblos que acabaron con la hegemonía de los romanos.
Así se comprueba en los trabajos lexicográficos acerca de ese tema que hicieron los escritores-editores Charlton Thomas Lewis y Charles Short.
El filólogo francés Félix Gaffiot, en el diccionario que lleva su apellido, auspiciado por la famosa editorial Hachette, desarrolló de manera extensa las derivaciones latinas, griegas y romanas del concepto bárbaro. Muchas de sus verdades siguen cubiertas por la hojarasca que por siglos ha generado la mentira.
La Historia universal registra el nacimiento de personas influyentes en pueblos con el inri de bárbaros. Uno de ellos fue Atila, retratado como un perturbado, aunque en realidad fue el jefe supremo de los hunos, guerreros nómadas por antonomasia que existieron entre los valles y montañas de una zona de Asia Central.
Otros nombres de llamados jefes bárbaros, como parte de una galería siniestra, han aparecido durante siglos en ensayos y relatos sobre el pasado de la humanidad, como el rey visigodo Alarico I y varios de sus contemporáneos. Centurias después de ellos surgió el conquistador de pueblos Gengis Khan, que extendió con sus actos militares el Imperio mongol desde Europa Oriental hasta el corazón de China, la Siberia y gran parte de la India.
A partir del 1492 españoles, franceses, ingleses, holandeses, portugueses y neerlandeses consideraron como bárbaros a los pueblos indígenas que habitaban al entonces denominado “Nuevo Mundo”. Gran parte de ellos fueron exterminados por los conquistadores y esclavistas, como es de conocimiento general.
Mientras políticos de la antigüedad, totalmente alejados de lo que es el espectro de justicia, abusaban de los alcances de sus dictámenes para referirse a los que consideraban pueblos bárbaros, un filósofo de la categoría de Platón explicaba que un buen ciudadano sólo se debe medir por su cada vez mejor manera de actuar.
Él comprendía que la barbarie resumía negatividad y no era prudente aplicarla alegremente a pueblos completos. Por eso basó una buena parte de sus reflexiones señalando que el objetivo del derecho es la aplicación de la justicia.
Es importante resaltar la referida opinión de Platón porque generalmente en el pasado remoto se tenía por bárbaros, reitero, a los que no formaban parte de una cultura determinada. En el largo tren de la civilización humana lo geográfico era menos significativo para enlazar esa condición.
Tal vez por eso el filósofo griego Aristóteles, alumno de Platón, entendía que los pueblos bárbaros se caracterizaban por desconocer los alcances y beneficios de la libertad y que veían como algo natural ser oprimidos por monarcas que imponían su autoridad sin atender a otro motivo que no fuera su autoridad pura y simple.
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