POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Diariodominicano.com
En el mar Caribe, que forma parte del océano Atlántico, está el archipiélago de las Antillas, integrado por un rosario de islas, mayores y menores, que forman un arco entre una gran porción del litoral marino del norte de Sudamérica, la costa oriental de América Central y una parte del Golfo de México.
Una de esas islas es Martinica, a la cual llegó Cristóbal Colón en la mañana del 15 de junio de 1502. Es un departamento y territorio de ultramar de Francia, poderoso país que durante varios siglos ha impedido por la fuerza su independencia.
Esta tierra insular caribeña tiene una rica historia de luchas políticas y sociales forjadas desde hace siglos por sus habitantes: primero indígenas caribes y luego esclavos africanos y sus descendientes que se enfrentaron en luchas desiguales contra los antiguos imperios británico y francés, los cuales a su vez pelearon varias veces entre ellos durante los siglos XVIII y XIX tratando cada cual de tener el control allí.
Martinica recibe a justo título el nombre de isla de las flores, porque en ella siempre son abundantes y diversas. Pero también es rica en playas de arenas multicolores en sincronizada distribución, lo cual provoca agradables sensaciones que van aumentando en intensidad según se recorren sus lugares más interesantes.
Con algo más de mil kilómetros cuadrados esa isla es una de las mayores dentro de las Antillas Menores. Sus pobladores, antes y ahora, han desarrollado una de las más vigorosas comunidades culturales del entorno geográfico donde está enclavada.
Su vibrante capital es Fort-de- France, construida en el centro de una hermosa bahía del mismo nombre. Adquirió esa condición con motivo de la destrucción total que sufrió Saint Pierre en el 1902 por la erupción del volcán Pelée, en un ataque brutal de la naturaleza que convirtió lo que fue una pequeña urbe montañosa en un cementerio a campo abierto.
Un espacio de Martinica.
A lo largo del tiempo Martinica ha sufrido las devastaciones de varios terremotos y decenas de huracanes que han dejado en sus habitantes huellas imborrables, pero no les han impedido mantener su espíritu activo, tal y como se comprueba cuando se transita por sus pueblos, en los cuales se capta el sabor caribeño de gentes amables, que destilan en su diario vivir un inducido aire europeo, una especie de “savoir faire”, a la francesa; a pesar de su condición de visible pobreza.
Los franceses, luego de avasallar a los indios caribes que la habitaban, establecieron allí plantaciones de tabaco y de caña de azúcar, en una explotación que requirió la utilización de miles de esclavos llevados desde África, cuyos descendientes forman mayoría en su actual población.
La inicial siembra de tabaco en Martinica fue dirigida por poderosos aventureros franceses que querían debilitar el monopolio que de esa solanácea tenía el famoso cardenal Richelieu, un político de largo ejercicio en el poder, considerado uno de los artífices de la expansión en ultramar del otrora imperio francés.
Los aludidos en el párrafo anterior fueron individuos funestos que además de ese lucrativo negocio en tierra martiniqueña también fomentaron, con mucha sangre de por medio, la piratería, el corso y otras modalidades de robo en el mar Caribe.
En Martinica nacieron poetas, escritores, artistas y pensadores que lograron sobresalir en Francia y otros lugares del mundo, al tiempo que sembraron en su pueblo el interés por la cultura y la voluntad colectiva de mantener en clave presente el recuerdo de la crueldad que sufrieron sus antepasados.
Tal vez el más renombrado de ellos es Aimé Césaire, que fue formidable poeta, pensador, ensayista, político, historiador y defensor de su estirpe africana. Su fecunda labor creativa y activismo social, especialmente en París, resonó en gran parte del mundo e hizo visible el drama de su pueblo y de su raza.
Césaire fue uno de los principales creadores del movimiento político, cultural e ideológico conocido como la Negritud, en cuya propagación demostró su talante de gran intelectual. En su mente, alma y acciones siempre estaba presente el concepto de la ancestralidad, como una evocación permanente de sus abuelos esclavos.
Hizo escuela en esa materia, teniendo entre sus partidarios a figuras tan prominentes como los poetas senegaleses Léopold Sédar Senghor y Birago Diop, al poeta y diplomático guadalupeño Guy Tirolien, al poeta y político francoguayanés Léon Goltran Damas y muchos otros personajes que con sus aportes culturales e identitarios inscribieron sus nombres en la historia de sus comunidades y más allá.
Al lograr mantener viva sus ideas sobre la Negritud, y ampliar su círculo de seguidores, el egregio martiniqueño Aimé Césaire venció a los factótums que se movían por los pasillos de los palacios donde se concentra el poder en Francia: Elíseo, Matignon, Borbón, etc., así como a las grillas que en la tercera década del siglo pasado lanzaban esputos venenosos en su contra desde los cafés de la llamada ciudad luz, la misma por cuyo centro pasa el río Sena con su agua contaminada.
En Martinica también nacieron en el siglo pasado personajes que con sus biografías desbordaron los límites geográficos de su tierra natal, como Frantz Fanon, pensador, médico psiquiatra, filósofo y escritor que tuvo brillante participación en los estudios que se hicieron, en la etapa de su mayor vigor intelectual, para desentrañar todo lo relacionado con la descolonización en diferentes lugares del mundo, así como divulgando los daños físicos y psicológicos que provocó la esclavitud en la población negra.
Martiniqués también fue el filósofo, ensayista y escritor René Ménil, incansable luchador contra la colonización y sus múltiples consecuencias negativas. Batalló mucho por la independencia de su tierra natal y fue un activo miembro en Francia del movimiento cultural y artístico conocido como surrealismo.
Con más de 90 años Ménil publicó en el 1999 uno de sus ensayos fundamentales, titulado “Antilles déjá jadis”, en el cual reunió gran parte de sus escritos como pensador revolucionario y combatiente por la libertad de su pueblo y su raza. Sus opiniones cruzaron muchas fronteras y llegaron hasta las antípodas de Martinica.
Otro gran martiniquense que debe resaltarse siempre es Édourd Glissant, dicho así por su calidad como novelista, poeta, ensayista y activista cultural a quien se le atribuye sin reparos ser el creador de la palabra criollización, mediante la cual propugnó por una base de sustentación de la identidad de la negritud en Martinica y la mayoría de las demás islas antillanas.
En su obra titulada Sol de la conciencia, publicada en el 1956, dejó establecido que: “…en las Antillas, de donde vengo, puede decirse que un pueblo está en proceso de construcción. Nacido de un caldo de culturas, en ese laboratorio en el que cada mesa es una isla, tenemos aquí una síntesis de razas, de hábitos, de saberes, pero que tiende a su propiedad unidad…”
En Martinica es fácil observar que en su población hay cruces de genes africanos, europeos y asiáticos que han dado como resultado el acoplamiento de diversos tipos raciales con costumbres, estilos musicales y cultura en general que se han fusionado entre sí, generando de esa manera un universo social digno de estudios profundos, especialmente por parte de los antropólogos.
(Extracto de un libro que publiqué en el 2014).
teofilo lappot
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