Por Teófilo Lappot Robles
Pedro Henríquez Ureña, el gran humanista dominicano que muy joven fue considerado en su tierra natal como “primer hombre de las letras de la República”, llegó a México en el 1906. Sólo tenía 22 años de edad y de inmediato puso en práctica “toda la potencialidad de su espíritu y su ansiedad de cultura”.
Así fue porque atesoraba un alto perfil de sabio precoz. Todavía veinteañero ya era admirado en recintos culturales y académicos de República Dominicana, Cuba y los Estados Unidos.

Desde que pisó tierra mexicana comenzó a distinguirse allí como gramático, lexicógrafo, filólogo, filósofo y crítico literario. Fue rodeado y aplaudido por un selecto grupo de intelectuales que reconocieron en él un ser excepcional, cuyos aportes lo colocaron en un lugar importante en el canon de la literatura mexicana.
La exquisitez de su espíritu superior ya era conocida. No fue un anónimo que llegó a Ciudad de México, aunque obviamente aún Jorge Luis Borges no lo había definido como “Maestro de América”.
En las hemerotecas de todo el continente americano hay revistas y gacetas, de la primera mitad del siglo pasado, que recogen detalles informativos sobre el protagonismo intelectual de Pedro Henríquez Ureña en altos centros educativos y culturales de México (y de otros lugares), donde impartió cátedras magistrales. No se limitó a esparcir sus saberes en claustros de público reducido. Al contrario, iba a diferentes foros populares.

En sus enjundiosos ensayos titulados Horas de Estudios (1910) y La enseñanza de la literatura (1913), por solo citar dos de sus obras, se comprueba la amplia divulgación cultural que hizo en México (1906-1914) para contribuir al proceso entonces en desarrollo allí sobre la modernización del lenguaje. Fue declarado hijo adoptivo de ese gran país.

Es de rigor decir también que puso en práctica en aquel lugar que lo acogió generosamente durante varios años lo que con certeza escribió de él la acuciosa historiadora dominicana Flérida de Nolasco:
“Pedro Henríquez Ureña enseñaba en su cátedra que en primer lugar, antes que la cultura, debía situarse la justicia, que es virtud que en sí contiene todas la virtudes”. (Clamor de Justicia en la Española 1502-1795.P.67.Editora Amigo del Hogar, 2008. Flérida de Nolasco).

Su labor en México abarcó temas variados que traspasaban el aparentemente apacible campo de la cultura. Tuvo un involucramiento en hechos que tocaban aspectos sociales y políticos.
En el 1909 animó el avivamiento del Ateneo de la Juventud Mexicana, junto con brillantes personajes como José Vasconcelos Calderón, Alfonso Reyes Ochoa, Antonio Caso Andrade y otros.
Sus artículos en el combativo periódico de la ciudad de Veracruz El Dictamen (ahora centenario) eran vistos como una guía excelente de periodismo cultural, por el uso impecable de las palabras y la profundidad reflexiva de sus pensamientos.
Por su condición de extranjero actuaba con cautela, pues no quería ni mancharse ni tiznarse. Sin embargo, publicó muchas páginas en las que resaltó todas las expresiones sociales del pueblo mexicano que conoció en una época convulsa, con su economía de capa caída, huelgas, rebeliones y una inmisericorde represión gubernamental.
Era la época en que el denominado “porfiriato” estaba en una de sus fases de mayor violencia. Ese régimen de fuerza vivía su último tramo. Después de 30 años de desgobierno lanzaba dentelladas como una fiera herida que vislumbra su final.
Pedro Henríquez Ureña fue testigo presencial cuando aquella orgía de terror concluyó con la renuncia forzada de un octogenario Porfirio Díaz cargado de achaques y su salida por el puerto de Veracruz, a bordo del buque Ypiranga, rumbo a un exilio dorado en Francia.
Algo a mencionar en estas notas es que uno de los regresos a México de Pedro Henríquez Ureña fue para casarse, el 23 de mayo 1923, con su novia Isabel, una distinguida dama que era hermana del famoso intelectual, político, filósofo y sindicalista Vicente Lombardo Toledano.
Américo Lugo, el intelectual de “clara mente jurídica y patriótica…con dimensiones de prócer” (como lo definió en una conferencia dictada el 7 agosto de 1991 el profesor Francisco Antonio Avelino) se refirió al Pedro Henríquez Ureña que desparramó su saber en México de esta manera:
“Su nombre es glorioso; su modestia, ejemplar, su patriotismo conmovedor…Es tan dominicano, si cabe decirlo, como nuestra Iglesia Catedral, con quien podría comparársele”. (Américo Lugo. Correspondencia.AGN.Vol.381, julio 2020.Pp.337 y 338).
Como educador y gestor cultural multifacético Pedro Henríquez Ureña llevó a cabo en México una intensa labor de lingüista, incursionando en el estudio de diversas lenguas de las etnias que forman parte de ese vasto país del norte de América.
En sus estudios filológicos, leyendo algunas de las novelas del escritor y médico jalisciense Mariano Azuela González, descubrió que la frase habitual o muletilla que en otros lugares de América significa “no más” en México equivale a ¡Justo! ¡Insista! ¡Persista!
También publicó las notables diferencias fonéticas y gramaticales que hay entre México y varios países de la América hispana y regiones de España con, por ejemplo, el uso de la “s”.
Incluso Pedro Henríquez Ureña (leyendo los villancicos que la experta en la macro lengua náhualt Sor Juan Inés de la Cruz le dedicó en el siglo XVII a San Pedro Nolasco) hizo un hallazgo de importancia para la cultura mexicana al referir la existencia de “un tocotín mestizo de español y mexicano”. (Observaciones sobre el español de México. Octubre de 1934. Pedro Henríquez Ureña).
Es abundante la bibliografía con relación a la fértil actividad cultural que desarrolló en México Pedro Henríquez Ureña, como se comprobará en la próxima entrega; especialmente destacando los aportes del jurista, filósofo y escritor regiomontano Alfonso Reyes Ochoa, ilustre discípulo en Ciudad de México del primer dominicano universal.
teofilo lappot teofilolappot@gmail.com