Daris Javier Cuevas Nin
La década de los ochenta trazó la pauta en América latina para impulsar múltiples reformas con la finalidad de superar la crisis y el letargo en el cual había caído la región y el Estado. Pero la mayor expresión para impulsar las reformas tuvo su origen cuando se produjo una incapacidad de pagos o moratoria de la deuda pública mexicana como evidencia de las dificultades fiscales que condujeron a un sobrendeudamiento.
La crisis fiscal en toda la región se originó en la década de los 70s, cuya solución se fue postergando hasta el inicio de la década de los ochenta, fruto de la inestabilidad en los precios del petróleo. Tal situación se combinó con elevadas tasas de interés y emisiones desenfrenadas de dinero inorgánico, lo cual se manifestaron en una incontrolable espiral inflacionaria que deterioró todos los indicadores sociales y económicos de Latinoamérica cuyos resultados fueron tan grave que la década de los ochenta ha sido calificada como la década perdida.
La década perdida empujó a la adopción de medidas drásticas para superar la perturbación económica, social e institucional en que se había caído, cuya máxima expresión fue el incremento asombroso de los niveles de pobreza y la profundización de la desigualdad e inequidad social, cuyos efectos están presente. Es en este fenómeno forrado de incertidumbre cuando surgen el interés por la promoción de reformas de carácter estructural que favorecieron como objetivo la estabilidad macroeconómica, mayor apertura del comercio exterior y decantarse por más democracia.
Pero resulta que nada de eso se construyó en un solo día ni se impuso la voluntad individual y obsesiva de un gobernante o grupo dominante, se trató de la combinación de multiplicidad de factores y voluntad política que obligaron a tomar las decisiones de políticas económicas acorde con el contexto que se había desarrollado. En adicion, el fenómeno de la globalización entró en la ecuación que aceleró la inserción de la economia regional con la economia mundial con la adopción de la innovación tecnológica y un nuevo rol del Estado en el diseño y ejecución de política macroeconómica.
Esa oleada de transformaciones en América latina impactó de manera impresionante y diversa en cada país por el esfuerzos y visión que se tenía, aunque el objetivo tenia como denominador común superar el malestar del retraso. En el caso dominicano, el año 1991 inicia con una herencia de crisis política que obligó a impulsar un proceso de reformas estructurales sin precedentes, mitigando las discrepancias y favoreciendo el entendimiento entre los entes activos del país, situación que permitió que durante el periodo 1996-1999 la Republica dominicana logró los mejores indicadores de reformas de América latina y de mayor consenso.
Es oportuno enfatizar de que las reformas estructurales procuran mejorar el marco institucional y la calidad regulatoria para que los agentes socioeconómicos alcancen una operatividad satisfactoria, de donde han de brotar cambios de envergadura y sostenible en el tiempo. Pues de lo que se trata es que la reforma estructural impacte en una maximización del potencial de la economia cuyos objeticos es alcanzar el crecimiento con sostenibilidad.
Para lograr lo planteado, las reformas estructurales deben tener como objetivo básico corregir los desenfrenos fiscales y del endeudamiento público, mejorar la calidad del gasto público, incremento de la inversión, incrementar la productividad, desarticular el grado excesivo de la economía sumergida o informal, fortalecer la institucionalidad y mitigar la desigualdad. Para la economía promover grandes reformas solo se justifica cuando los desequilibrios son de gran magnitud y sus soluciones de largo plazo o prologado, esto significa que el tipo de reformas que se están planteando en la Republica dominicana carecen de sentido, visión y objetivos definidos.
El Autor: Daris Javier Cuevas es Economista-Abogado Máster y Doctorado en Economía Catedrático de la UASD