Cultura, Portada

Neiba, Azua y Santiago en marzo de 1844 (2) 

Teófilo Lappot Robles

Por Teófilo Lappot Robles 

El éxito de las armas de la República Dominicana contra los haitianos se produjo esencialmente porque se organizó bien la avanzada a ambas orillas del río Jura, allí donde en tiempo de paz reinaban guijarros, clavellinas y anémonas.

El jefe de esa vanguardia era el bizarro Lucas Díaz, quien ordenó abrir fuego a los enemigos en una inteligente maniobra militar de distracción para ganar tiempo a fin de trasladarse a la ciudad de Azua a informar a sus superiores la cercanía de los invasores.

Simultáneamente se enviaron varios pelotones de fusileros y expertos en el manejo de diversos tipos de armas blancas al noroeste de esa ciudad, por la zona llamada Camino de El Barro y sus aledaños. 

En los sitios conocidos como Camino de la Conquista y Los Conucos fueron situados pequeños contingentes con la misión de proteger la zona sur de esa población. 

La retaguardia dominicana, bajo el mando del valiente patriota y mártir Nicolás Mañón, fue emplazada en un cerro azuano llamado Fuerte Resolí.

En la batalla del 19 de marzo de 1844, en Azua, fue determinante para el triunfo de los dominicanos el diestro manejo que hizo de un cañón el experto artillero Francisco Soñé, eficazmente acompañado por los oficiales Luis Álvarez y Juan Ceara.

Ese cañón, y otro más pequeño, causaron estragos a los enemigos de la soberanía dominicana. 

Entre las bajas más significativas que causaron al enemigo esas piezas de artillería estuvieron el general Thomas Héctor y los coroneles Vincent y Giles. Murieron, como muchos otros, despedazados en la tierra donde nunca debieron penetrar de manera intrusa.

Vale decir que las acciones agresivas del entonces presidente de Haití Charles Riviére Hérard, y la oficialidad que lo rodeaba, colisionaron con opiniones sensatas de personas de su país que abogaban por un rápido repliegue, pues estaban conscientes de que el gobierno haitiano era un mercado burocrático y que esa expedición armada estaba condenada al fracaso. Como así ocurrió.

Quedó demostrado que esos pocos pensadores haitianos estaban en sintonía con la realidad que se vivía en el Caribe y en otros lugares de América Latina, pero la codicia de los jefes de esa aventura no les permitió ver más allá de sus intereses particulares. 

Ante esos llamados a la cordura Hérard y sus más cercanos asesores literalmente “se fueron por los cerros de Úbeda”, en su quijotesca creencia de que podrían volver a imponer aquí su hegemón. Estaban ajenos al espíritu de resiliencia de los dominicanos.

Es importante señalar que el referido Francisco Soñé fue experimentado soldado francés domiciliado hacía décadas en Azua. Había sido oficial de artillería bajo las órdenes de Napoleón Bonaparte. Participó en la batalla de Marengo, en el Piamonte, Italia, así como en otros lugares de Europa y en el norte de África.

Llegó a esta tierra caribeña como parte del ejército encabezado por el general treintañero Charles Leclerc quien murió, el 2 de noviembre de 1801 en la isla de La Tortuga, víctima de la peste de fiebre amarilla.

Desde antes de proclamarse la Independencia Nacional, conforme a la historia oral azuana, Soñé enseñó a muchos jóvenes, en su hacienda del lugar conocido como Las Yayitas de Azua, los rudimentos de los códigos de guerra, lo cual fue importante para la defensa de la soberanía dominicana. 

La oportuna presencia de ese francés en Azua permite decir que en diversos lugares de América Latina se habían radicado veteranos de guerra provenientes de varios países europeos. Muchos de ellos fueron de gran utilidad en diversas luchas independentistas.

Sólo voy a citar un ejemplo de lo anterior: Cuando en el último año de la segunda década del siglo XIX los generales Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander salieron de Venezuela para enfrentar a los colonizadores españoles en el territorio entonces llamado Nueva Granada (actual Colombia) iban acompañados por varios británicos e irlandeses que habían combatido entre los años 1803-1815 contra las tropas de Napoleón Bonaparte.

Los aludidos guerreros foráneos ayudaron a derrotar a los españoles (comandados por el coronel José María Barreiro) en la importantísima batalla del Puente de Boyacá, efectuada el 7 de agosto de 1819.

Pero volviendo a lo nuestro es de justicia y oportuno expresar que el autor de las exitosas tácticas desplegadas por los dominicanos en la indicada batalla del 19 de marzo de 1844 fue el general Antonio Duvergé, genio militar que ateniéndonos a la verdad de los hechos debe considerarse como el principal héroe de aquel día glorioso.

Duvergé fue un jefe castrense excepcional, por su elevado espíritu de combate y su capacidad como organizador de tropas. Actuaba en consonancia con una línea de acción basada exclusivamente en defender de manera pura y simple la soberanía dominicana. 

Sus méritos reconocidos los forjó en combates con armas de fuego y blancas; no como otros cuya nombradía fue lograda básicamente por sus habilidades para las trapisondas políticas. 

Por sus actuaciones en Azua y otros escenarios se puede decir que Duvergé practicó, en el mejor de los sentidos, el viejo lema de: “Vive la vida de tal suerte que vida quede tras la muerte”.

Para resumir la batalla del 19 de marzo de 1844 me valgo de lo que en su obra titulada Historia de Haití escribió Thomas Madiou, un eminente ciudadano de ese país, quien explicó que los haitianos, con el presidente Hérard a la cabeza, “fueron recibidos a cañonazos con metralla y obligados a replegarse, batiéndose en retirada un poco desordenadamente.”

Valga añadir que quienes así recibieron a esos invasores fueron combatientes bisoños dominicanos dirigidos en el terreno de los hechos por Antonio Duvergé, de quien el periodista y diplomático Manuel María Gautier resaltó que “…su heroico valor fue superior a todo esfuerzo humano, el triunfo de aquel peligro que la patria corría fue suyo…”

Aquel día trascendental de nuestra historia se comprobó, una vez más, que toda conflagración es en sí un escenario infernal, conectado con lo escrito por el prusiano Carl von Clausewitz, historiador de la ciencia militar, quien en su libro titulado De la guerra (publicado en el 1832) dice: “La guerra es un acto de fuerza.” 

Luego del resonante triunfo de las armas dominicanas en la batalla de Azua, Pedro Santana (que como bien dijo el educador y poeta Víctor Garrido Puello “ya era el amo y no había olido la pólvora”) ordenó una extraña retirada hacia Sabana Buey y Baní, contrariando la opinión de los auténticos héroes de esa jornada épica.

Esa decisión de Santana, sin sentido en el marco de la táctica militar, permitió que los haitianos desandaran varios kilómetros de su ruta de huida, retornando para ocupar a Azua dos días después de su derrota en aquel lugar dominicano de tierra caliente.

Recientemente se cumplieron 180 años de aquel hecho bélico que reforzó el espíritu patriótico del pueblo dominicano. Gran batalla la llamó el historiador Federico Henríquez y Carvajal.

Luego del referido enfrentamiento armado hubo algunas escaramuzas entre dominicanos y haitianos, hasta que 11 días después se produjo la batalla del 30 de marzo de 1844, en la ciudad de Santiago y sus alrededores, la cual describiré en la próxima semana.