Cultura, Portada

Neiba, Azua y Santiago en marzo de 1844 (1) 

Teófilo Lappot Robles

Por Teófilo Lappot Robles  

Siempre tendrá alguna utilidad volver sobre reflexiones ya divulgadas de las glorias y miserias del pasado dominicano, como es el caso de esta breve serie sobre batallas y personajes que dejaron huellas profundas en la historia nacional, y forman parte de una galería cargada de contrastes.

Con esa finalidad hay antecedentes significativos, en diferentes lugares del mundo y en otras épocas, como fue el caso del historiador Apiano de Alejandría, quien para mejor entender hechos ocurridos en tiempos remotos volvía sobre sus escritos, que abarcaron desde la fundación de la ciudad de Roma (presumiblemente el 21 de abril del año 753 a.C.) hasta los estertores finales del emperador romano Marco Ulpio Trajano, nacido en el sur de España, en un recodo de lo que ahora se conoce como Andalucía. 

Intrusos extranjeros, cuyos descendientes siguen incordiando a la República Dominicana, aunque ahora con otros métodos, regresaron al territorio nacional en marzo de 1844 con la vana creencia de que el pueblo dominicano no defendería con las armas su soberanía.

A los pocos días de proclamarse la Independencia Nacional, el 27 de febrero de 1844, al país llegaron miles de soldados haitianos con el propósito de volver a oprimir a los dominicanos.

Se desató una guerra de invasión con choques armados que incluyeron escaramuzas, zafarranchos, refriegas y batallas épicas. Sería el inicio de sangrientos enfrentamientos que se prolongarían por más de una década.

Esa circunstancia, con características insólitas en cualquier otro lugar del mundo, motivó que prácticamente todos los sectores que entonces formaban la sociedad dominicana se involucraran en la lucha armada, a fin de preservar la soberanía nacional recién inaugurada.

Un recuento resumido de los acontecimientos bélicos librados en marzo de 1844 en algunos lugares del país (Neiba, Azua, Santiago) permite en el presente tener una aproximación de los dolorosos y a la vez gloriosos momentos padecidos por una nación cuya libertad, por reciente, todavía estaba al amparo de los vaivenes de su cuna. 

Hace ahora 180 años que el país fue agredido de manera brutal por fuerzas numéricamente superiores (integradas por profesionales de la milicia), dotadas con poderosos armamentos que los haitianos heredaron de Francia, cuando ese otrora imperio fue desplazado como metrópoli del oeste de la isla de Santo Domingo. 

El entonces presidente de Haití Charles Hérard emitió el 4 de marzo de 1844 un decreto mediante el cual se ordenaba reunir todas las fuerzas disponibles en aquel país para atacar a la República Dominicana, con la falsa creencia de él y sus seguidores de que para ellos sería un paseo militar.

Notas dispersas en manuales de historia de ese país vecino permiten decir que los que decían encarnar el espíritu de Dessalines pensaron que los dominicanos no entrarían en combate y que huirían despavoridos bajo su persecución. 

Pero la realidad fue que cuando el gobierno colegiado dominicano se enteró de los aprestos agresivos de Hérard y sus generales les advirtió de manera enérgica que la República Dominicana era una realidad irreversible y que no se quedaría pasiva ante cualquier atentado a la soberanía nacional.

Para mayor contundencia de dicha decisión, aunque era sobrante, la más alta autoridad gubernamental del país les informó a los belicosos y rencorosos dirigentes haitianos, mediante comunicado del 9 de marzo del referido año, la “firme resolución de los dominicanos de separarse de la República de Haití, erigiéndose en un Estado soberano bajo sus antiguos límites.”

La nación dominicana decidió involucrarse en batallas defensivas a fin de sostener en pie su libertad, amenazada por extranjeros que llegaron a todo galope a mancillar la tierra de Duarte.

Se puede decir, de cara a una visión legal, que los invasores de marzo de 1844 actuaron con alevosía y nocturnidad. No había entonces nada que les permitiera escudarse en un argumentario para alegar motivos de guerra. 

Era inexistente el casus belli de que hablaban los latinos, por consiguiente los asaltantes sólo buscaban oprimir de nuevo al pueblo dominicano. 

El referido 9 de marzo de 1844, vale repetir que hace ahora 180 años, los haitianos penetraron el territorio dominicano con dos poderosos cuerpos de ejército: Uno, encabezado por el presidente Charles Hérard Ainé, entró por los caminos de Las Matas de Farfán; El otro lo dirigía el general Agustín Souffrant, que llegó por Neiba y sus contornos.

Después del 27 de febrero de 1844 esa fue la primera irrupción en territorio dominicano de los vecinos que están en la parte oeste de la isla. Luego se produjeron, por más de diez años, otras sangrientas agresiones.

El pueblo dominicano hizo en ese marzo glorioso, como también después, una defensa activa, con objetivos positivos, lo cual le permitió revertir la debilidad que en términos militares implica pelear inicialmente a la defensiva. 

El primer encuentro armado entre dominicanos y haitianos, después de la proclamación de la Independencia Nacional, se produjo en un lugar llamado la Fuente del Rodeo, en los contornos de Neiba.

Ese hecho de armas, por tener la primicia de los enfrentamientos que se extendieron por 12 largos años, se le conoce como el bautismo de fuego del pueblo dominicano, luego de tremolar gloriosa la bandera tricolor.

En aquel lugar agreste del sur los patriotas dominicanos estaban encabezados por el general Fernando Tavera, quien fue herido de gravedad, lo que causó mucho pesar, pero al mismo tiempo ese hecho infausto sirvió de bujía para impulsar la voluntad colectiva de los hombres bajo su mando de luchar sin importar las consecuencias. 

El bizarro Tavera fue sustituido en la dirección de los combatientes por sus asistentes militares Vicente Noble y Dionisio Reyes, quienes siguieron llenando de gloria las páginas de la historia nacional.

Los invasores, que merodeaban por diferentes puntos del territorio de la ahora provincia Bahoruco, estaban encabezados por el coronel Auguste Brouard. Con motivo de esa primera derrota emprendieron la fuga ante la tenacidad de los dominicanos, moviéndose desde Las Tejas hacia las proximidades de Cerro en Medio.

Pocos días después de los hechos de la Fuente del Rodeo, un coronel Brouard reforzado con pelotones de dragones y granaderos fuertemente armados que llegaron al país bordeando el frente norte del Lago Enriquillo, por los caminos de La Descubierta, Postrer Río, Las Clavellinas y Las Barbacoas, lograron contener a los dominicanos en los lugares denominados Cabeza de Las Marías, cerca de Neiba, y Las Hicoteas, en las colindancias de Azua.

Más bien se trató en realidad de un repliegue táctico decidido por los coroneles Manuel de Regla Mota (luego fue presidente de la República) y Manuel Mora, tal y como pudo comprobarse posteriormente. 

Un oficial haitiano de nombre Dorvelás-Doval, en un parte militar consignó que los combatientes de la infantería y la caballería dominicanas llegaban a los escenarios de guerra al grito de ¡“Viva la República Dominicana!” Esa era la más alta demostración de la audacia y arrojo de los dominicanos.

La primera gran batalla de marzo de 1844 se libró en Azua, el día 19. Fue una epopeya de las armas dominicanas, con una duración de varias horas en las cuales fue incesante el fuego de los contendientes. 

En esa batalla hubo una enorme mortandad, principalmente entre los más de 15 mil invasores, quienes habían pensado de manera absurda que nada los detendría en su galopante ruta hacia la capital dominicana, máxime cuando se enteraron por medio de espías que del lado dominicano los hombres armados no pasaban de 3 mil.

Una simple operación matemática de porcentaje de los combatientes de ambos lados permite decir que los agresores eran 5 veces más que los patriotas dominicanos que los enfrentaban.

Es oportuno decir aquí que en la paz como en la guerra la fortuna tiene diversas caras. Con frecuencia el resultado de un hecho depende de elementos que pueden situarse en el inclasificable renglón del azar.

En el caso de la batalla de Azua, desarrollada el 19 de marzo de 1844, no hubo importantes aspectos derivados de la casualidad, sino una hábil planificación táctica de parte de los dirigentes militares dominicanos, tendente a controlar y ejecutar de manera impecable un conjunto de acciones que permitieron poner a masticar el polvo de la derrota a los enemigos de la soberanía dominicana.