Por Teófilo Lappot Robles
La memoria de Juan Pablo Duarte debe mantenerse como una llama votiva. Su gran obra redentora merece un permanente recordatorio de veneración para todos los dominicanos agradecidos.
No era un iluso como algunos han pretendido presentarlo. Cual centinela mirando hacia el futuro de la patria difundió como un principio perpetuo que el gobierno “deberá ser siempre popular en cuanto a su origen, electivo en cuanto al modo de organizarse, representativo en cuanto al sistema…”
Una de las virtudes que formaban parte de Duarte era la reciedumbre, por eso dijo muchas veces que: “Vivir sin Patria, es lo mismo que vivir sin honor…Nuestra Patria ha de ser libre e independiente de toda potencia extranjera o se hunde la isla”. (Ideario de Duarte. Impresora San Francisco, 1943. Recopilador Vetilio Alfau Durán).

Dicho lo anterior a pesar de que a través del tiempo muchos han maquinado para restar importancia a los asuntos que tienen que ver con el interés patrio. De eso sobran los ejemplos.
Duarte creía tanto en el futuro de los dominicanos que al segundo mes de producirse el fogonazo liberador del 27 de febrero de 1844 se enfrascó (abril-junio 1844) en la redacción de un proyecto de Constitución que garantizara una sociedad organizada y regida por disposiciones legales justas.
Ese boceto de Carta Magna, por la salvaguarda que proyectaba, nada tenía de cercanía con su más remoto antecedente, la redactada en Inglaterra en el año 1215 por el teólogo Stephen Langton, a la sazón arzobispo de Canterbury, que meses después, por sus ambigüedad, fue anulada por el Papa Inocencio III.
En el artículo 16 del proyecto de ley fundamental de Duarte se definió nítidamente a la nación dominicana con estas palabras doradas: “es la reunión de todos los dominicanos.”
No pudo concluir su texto sustantivo por la vorágine política desatada en su contra en esos momentos. De su lectura se comprueba que tenía como eje central el carácter invariable e innegociable de soberanía plena para el pueblo dominicano.
Juan Pablo Duarte redactó sin lugar a anfibología el artículo 18 de lo que debió ser la primera Ley de Leyes de la República Dominicana: “La Nación dominicana es libre e independiente y no es ni puede ser jamás parte integrante de ninguna otra potencia, ni el patrimonio de familia o persona alguna propia ni mucho menos extraña.” (Proyecto de ley fundamental de Duarte. Editado por el Tribunal Constitucional de la R.D., 2019).
En su diseño de Carta Magna planteaba también la necesidad de que prevalecieran en la sociedad dominicana “leyes sabias y justas.” Procuraba con ella que siempre se conservaran los “derechos legítimos de todos los individuos que la componen.”
Con ese código fundamental el prócer independentista pretendía, además, cincelar su ideal de una República Dominicana preparada para arrancar su andadura de nación libre montada sobre los rieles de la democracia, con instituciones políticamente organizadas, vertebradas en lazos de solidaridad colectiva y que garantizaran los derechos y responsabilidades de todos.
De su lectura se desprende también que Duarte tejía un texto sustantivo que sirviera de fundamento al andamiaje de leyes adjetivas imprescindibles para regular la vida cotidiana de los dominicanos.
Ese bosquejo constitucional (el cual establecía el sufragio universal) tenía aspectos políticos y sociales más avanzados que, por ejemplo, la Constitución de los EE.UU., publicada en la ciudad de Filadelfia el 17 de septiembre de 1787.
Es pertinente decir que la ley suprema aludida, surgida de la Gran Convención de Filadelfia, ratificó el artículo 4 del Acta de la Confederación, con lo cual se impidió que los esclavos, que entonces eran una quinta parte de la población estadounidense, pudieran ejercer el derecho al voto, entre otras muchas restricciones.
Pero fuerzas adversas a los ideales de Duarte ni siquiera lo dejaron concluir la redacción de aquel texto inspirado en los mejores deseos para la recién nacida República Dominicana.
Eran grupos conservadores, pero en su accionar estaban muy lejos de los principales conceptos expuestos por el que muchos consideran el padre del conservadurismo, el filósofo y escritor irlandés Edmund Burke, que sí creía en la dignidad humana, la majestad de la justicia y el imperio de la ley, y quien definió la política como la “filosofía en acción”. Un hombre del convulso siglo XVIII que dejó para la posteridad una frase emblemática: “Cuando los hombres perversos se asocian, los buenos deben coaligarse, ni no lo logran caerán uno tras otro en un inmisericorde sacrificio…”
Es oportuno señalar que muchos de los antagonistas de Duarte y los trinitarios eran burócratas con ojos de caimán que, utilizando múltiples alegatos para vender la idea de que el pueblo dominicano no podía sostener su soberanía, tomaron con artimaña el control del órgano colegiado de gobierno llamado Junta Central Gubernativa, la cual fue disuelta oficialmente el 6 de noviembre de 1844.
Desde el 13 de julio de dicho año impusieron como dictador a Pedro Santana, quien 15 días después lanzó una proclama en la cual se lee, entre otras muchas barbaridades, lo siguiente: “El anarquista, Duarte, siempre firme en su loca empresa”.
Como es fácil deducir de lo anterior estaba en curso, como escribió Rosa Duarte, “el imperio del sable.” Y sabemos lo que eso significa en nuestra historia desde los hechos de sangre del 13 de enero del 1493 en el Golfo de Las Fechas, en la península de Samaná.
Por eso no fue extraño que el 10 de septiembre del 1844 expulsaran del país a Duarte y a otros patriotas que lucharon con tenacidad en favor de la libertad del pueblo dominicano, sin atadura de poderes foráneos.
La figura de Duarte está en el más alto pedestal de la conciencia nacional, mientras muchos de los que actuaron en su contra nataguean en el fango de la historia y pudieran habitar en más de uno de los 9 círculos infernales de la obra La Divina Comedia, creada por el genio florentino Dante Alighieri.
Juan Pablo Duarte también dejó su página de oro en la historia nacional cuando el “bando traidor y parricida” produjo la fatídica anexión a España.
Ya tenía dos décadas fuera de su patria, exiliado y aislado en la espesa selva periférica al río Orinoco, en el territorio de Venezuela.
Se enteró de ese crimen contra el país un año después de que las tropas españolas lo ocuparan.
De inmediato escribió un flameante poema contra los liberticidas y renegados que habían vendido la soberanía dominicana al imperio español, bajo el alegato de la inviabilidad de la Independencia Nacional.
Su primera estrofa dice así:
“Por la cruz, por la Patria y su gloria/Denodados al campo marchemos: Si nos niega el laurel la victoria/Del martirio la palma alcancemos.”
El 25 de marzo de 1864 arribó al país por el litoral marino de Montecristi. Trajo consigo una modesta pero valiosa ayuda económica, y armas portátiles de infantería para reforzar los combatientes restauradores que representaban la resiliencia de los dominicanos.
Esa vez había vuelto “a protestar con las armas en la mano contra la anexión a España…” Así se lo reafirmó a su amigo Félix María Delmonte, en una de las cartas que le escribió después.
Las intrigas internas de algunos jefes restauradores pulverizaron de nuevo sus deseos. En esa ocasión se usaron muchas alilayas para sacarlo del país.
En el ideario de ese ejemplo luminoso que para los dominicanos es Duarte hay expresiones que demuestran con elocuencia que enfrentaba con energía a los enemigos de afuera como a los de adentro.
No era un místico con vocación contemplativa, como maliciosamente lo han dibujado algunos publicistas de nuestro pasado.
Sobre los traidores no usó paños tibios al calificarlos con estas certeras palabras: “Mientras no se escarmiente a los traidores, como se debe, los buenos y verdaderos dominicanos serán siempre víctimas de sus maquinaciones”.
Duarte seguirá siendo por siempre cabeza y corazón de la soberanía dominicana, aunque unos cuantos se muevan a contrapelo de esa verdad inamovible que forma parte destacada en los infolios amarillos de la historia nacional.