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Sepultaron los restos de Eugenio María de Hostos

«¡La tarde era triste…muy triste! Llovía”. El día que sepultaron los restos de Eugenio María de Hostos

Por Héctor Tineo Nolasco

Diariodominicano.com

SANTO DOMINGO, RD.- La tarde del  12 de Agosto de 1903 fueron  sepultados en el Cementerio de ciudad Santo Domingo, los restos del  educador  Eugenio María de Hostos. Había fallecido a las 11: 15 de la noche del 11 de Agosto. Fue el creador de la Escuela Normal en la República Dominicana.

Nació en Mayagüez, Puerto Rico, el 11 de enero de 1839.  La primera vez que vino a la República Dominicana fue en un barco que atracó en Puerto Plata, el día 30 de mayo de 1875.

   En Puerto Plata se encontró con su compatriota, Ramón Emeterio Betances.  Allí Eugenio María de Hostos inició una amistad con el líder de la Guerra de la Restauración, General Gregorio Luperón, quien apoyaba la lucha por la Independencia de Puerto Rico, que era ocupada por Estados Unidos desde el año 1898, cuando le ganó la Guerra Hispanoamericana a España.

   En Puerto Plata, Eugenio María de Hostos se mantuvo hasta el 5 de abril de 1876, cuando salió del país.  Retornó   en el año 1879, al desembarcar en el Puerto de Santo Domingo.

   En la capital dominicana fundó  y dirigió la Escuela Normal.  El 28 de septiembre de 1884, pronunció  el discurso central del acto de investidura de los primeros  maestros normales.

     En la ocasión, Eugenio María de Hostos  sostuvo: «Sólo es digno de haber hecho el bien, o de haber contribuido a un bien, aquel  que se ha despojado de sí mismo hasta el punto de no tener conciencia de su personalidad  sino en la exacta proporción en que ella funcione como representante de un beneficio deseado o realizado».

El fallecimiento

Federico Henríquez y Carvajal, refiere  que el fallecimiento  de Hostos se produjo en el momento que en la Capital dominicana se sentían los efectos de una perturbación atmosférica. «¡La tarde era triste…muy triste! Llovía. La lluvia caía como lágrimas del cielo. El sol, envuelto en una clámide de nieblas, se hundía en el ocaso como si se extinguiese para siempre. ¡La tarde era triste…muy triste! El silencio reinaba en el cementerio…Mudo, con el mutismo de la Esfinge, el cadáver de fisonomía socrática, yacía en el féretro. Mudo estaba el séquito bajo la pesadumbre del gran duelo. Muda la ciudad doliente. Muda la Naturaleza».

Al pronunciar el panegírico  ante los restos de Hostos fue que su amigo Federico  Henríquez y Carvajal dijo: “»Esta América infeliz que sólo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes muertos».

El  educador  fue asistido por los médicos y amigos  Francisco Henríquez y Carvajal, Arturo Grullón y Rodolfo Coiscou, quienes informaron que murió  «de una afección insignificante a la cual hubiera vencido fácilmente cualquier otro organismo menos debilitado y, sobre todo, menos postrado por el profundo abatimiento moral que minaba hacía algún tiempo la existencia del insigne educador».

El abatimiento que sufría Eugenio María de Hostos lo atribuían «a la desesperanza de la redención de su patria nativa, Puerto Rico y al rumbo proceloso y torpe por el cual impulsó la angustiosa vida de su patria adoptiva, la República Dominicana, la irreflexiva y funesta división de los elementos que dirigían el Estado a partir de la caída del Gobierno de Heureaux».

Pedro Henríquez Ureña al recordar el último viaje de Hostos a República Dominicana apunta: «Volvió a Santo Domingo en 1900 a reanimar su obra. Lo conocí entonces: tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba sin descanso, según su costumbre. Sobrevinieron trastornos políticos, tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. Murió de asfixia moral’.

Antes, en agosto de 1903 y viviendo en New York junto a su hermano Pedro, Max Henríquez Ureña había escrito: «Enemigos cobardes salieron le al paso. Sus discípulos se dispersaron en el agitado campo de la política, y cuando se creyó llegada la hora de las grandes redenciones, el estruendo de la lucha fratricida asordó los aires, y la guerra civil devastó de nuevo los campos de la patria»…  «a Hostos, lo mató la tristeza, lo mató el dolor del ideal irrealizado».

Francisco Henríquez y Carvajal, uno de sus  colaboradores en su empresa transformadora del sistema educativo dominicano, fue el médico de su confianza que presenció su despedida definitiva. En su ofrenda a Hostos, titulada «Mi tributo», dijo: «Es preciso conocer á Hostos; profundizarlo, para conocerlo; conocerlo, para encantarse en él; encantarse en él, para amarlo; amarlo, para darlo á conocer, para enseñarlo como es él en verdad; conocerlo profundamente, conocer en todo su alcance el gran poder de su mente razonadora y el noble sentimiento que lo animó, que le dio siempre una fisonomía de inacabable bondad, para, tal como es, mostrarlo al pueblo…»

Su alumna, la educadora, Luisa Ozema Pellerano Castro (1870-1927), una de las primeras graduadas de Maestra Normal, en 1887, en el Instituto de Señoritas fundado por la poetisa Salomé Ureña de Henríquez, expresó  ante la tumba del educador: «¡Ha muerto el amado Maestro!, era el alarido de dolor inconforme que se exhalaba de todas las almas. Y mi alma, surgiendo de las sombras de ese dolor, se decía á cada instante: ¡Mentira! Es un sueño. El no ha muerto; él no puede morir, porque vive en el espíritu de las generaciones educadas en su apostolado de verdad y amor. Y hoy, ante la tumba cubierta de flores que guarda tus restos mortales, torna el alma conmovida á repetirme que tú eres inmortal, porque fuiste bueno y sabio, y enseñaste lo que predicabas y viviste lo que predicaste. Por eso tu vida fue perenne ejemplo de altísima enseñanza moral».

El escritor Miguel Collado, en “Eugenio María de Hostos: Ciudadano de la Inmortalidad”, destaca: “Las palabras de Luisa Ozema aparecieron en el periódico mocano El Pueblo, 18 días después del fallecimiento de Hostos, con el siguiente título: «El inmortal». Y esas palabras nos hicieron reflexionar profundamente sobre la perennidad de la obra del Ciudadano de América, como llamara el puertorriqueño Antonio S. Pedreira al Maestro Eugenio María de Hostos en 1932. Hoy, ante ustedes, en esta ciudad Primada de América por donde todavía su espíritu libertario anda, nosotros lo nombramos de otro modo: «Eugenio María de Hostos, luminoso Ciudadano de la Inmortalidad».

El historiador Roberto Cassá, en su 0bra “Personajes Dominicanos”,  afirma que Eugenio María de Hostos, “Llegó a la dolorosa conclusión de que su prédica había tenido escasos resultados y,  en su Diario, pasó a ponderar a los dominicanos desde la postura de un extraño que no acertaba a comprenderlos. Particular impresión le provocó la rebelión de los presos de la Fortaleza, el 23 de marzo de 1903, que dio lugar al derrocamiento de Vásquez y a la instauración del Gobierno de Alejandro Woos y Gil. Este panorama lo llevó a una depresión crónica durante los últimos meses  y a distanciarse efectivamente del conglomerado dominicano. Antes de morir, el 11 de agosto de 1903, víctima del envenenamiento moral que le provocó la guerra fratricida, había tomado la decisión de abandonar el territorio dominicano”.

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