POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
La Revolución Francesa ha sido bautizada con diferentes nombres, pero a mi creencia el más abarcativo es el que la define como un movimiento revolucionario cuyo propósito era ponerle término a un régimen arcaico que tenía al pueblo francés bajo su yugo y que había suprimido las más elementales libertades.
Fue una década (1789-1799) de convulsión total donde hubo al mismo tiempo grandezas y miserias humanas, con actos de justicia y a la vez abusos y acciones criminales; así como sorprendentes transformaciones de personas que comenzaron luchando con aparentes buenos propósitos y terminaron mal, ordenando y cometiendo hechos horripilantes.
En esa revolución se involucraron de ambas partes diferentes grupos y personajes franceses, así como también fuerzas militares y políticas de otros países
Pero me limitaré a comentar el papel que en esa convulsa etapa de la historia de Francia tuvieron los jacobinos como entidad y el protagonismo de algunos de sus principales dirigentes.
El desencadenamiento de los acontecimientos que provocaron la Revolución Francesa comenzó el 5 de mayo de 1789, cuando el rey Luis XVI
convocó en su imponente palacio de Versalles a una asamblea extraordinaria (que en Francia se denominaba entonces los Estados Generales). Hubo que activar protocolos. Tenían 75 años sin hacerla.
Aquel poderoso monarca se reunió allí con sus aliados principales: La cúpula del clero, entorchados jefes religiosos de diferentes denominaciones, poderosos comerciantes, grupos de burgueses conservadores, etc.
El objetivo de dicho rey y sus cúmbilas era atajar el deterioro político que había en Francia, donde el feudalismo hundía más sus raíces.
El monarca Luis XVI encarnaba una monarquía con todos los resortes del absolutismo. Era lo que se denominó el Antiguo Régimen.
Los hechos siguientes demostraron que el tiro les salió por la culata a dicho soberano y a sus adláteres, todos ellos beneficiarios de la opresión que sufría el pueblo de Francia.
En realidad ese imperio no era “la dulzura del vivir”, como más de una vez dijo con su típico cinismo el curtido político, obispo y primer ministro francés Charles Maurice de Talleyrand.
En su ensayo titulado El Antiguo Régimen y la Revolución, publicado varías décadas después de desaparecer la referida monarquía, el historiador, jurista y pensador francés Alexis de Tocqueville (quien conoció a fondo la política de los EE.UU. en sus primeros años) explicó de manera metodológica lo que ocurrió en su país en aquella convulsa y decisiva etapa de su historia.
Al margen del contenido controversial de varios párrafos de dicha obra, que han sido duramente cuestionados a través del tiempo por algunos historiadores, políticos y sociólogos, la misma mantiene su valor de referencia.
Con dicho ensayo Tocqueville ha permitido que las generaciones siguientes evalúen conceptos generales que facilitan poner en contexto hechos y actuaciones de personajes involucrados en ese torbellino que transformó la historia mundial, bajo la divisa inicial de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, fraguada dentro del movimiento cultural conocido como La Ilustración, y proclamada públicamente por primera vez en el fragor de la Revolución Francesa.
Una verdad inocultable es que fueron los jacobinos los que terminaron con el régimen de opresión que padecía Francia. Ellos en realidad formaban un club político mayormente de diputados bretones, un grupo étnico de la región francesa de Bretaña con un largo trayecto migratorio que en su más remota ascendencia llegan hasta los celtas.
Los registros históricos enseñan que en sus reuniones los jacobinos trataron a profundidad, y en todos sus detalles, la obra del escritor y filósofo suizo Jean Jacques Rousseau, titulada El contrato social, la cual había publicado en el 1762 con ideas bien hilvanadas, sustentadas en filosofía política, sobre los derechos y deberes de los ciudadanos, sin escatimar esfuerzos pedagógicos sobre la importancia de la conciencia colectiva en la construcción de la democracia.
Las ideas que los jacobinos asimilaron de ese sabio suizo fueron una suerte de catapulta para movilizar una muchedumbre que en el 1789 tomó la fortaleza medieval de la Bastilla, así como el Palacio de las Tullerías y realizó otras acciones que cambiaron a Francia y a gran parte de Europa, trascendiendo sus fronteras continentales.
De sus hechos se comprueba que los jacobinos eran republicanos, abominaban la monarquía y creían en la libertad de acción del pueblo.
Tenían conciencia de las consecuencias de su decisión de lucha, aunque luego hubo un desborde de pasiones que no se pudo controlar, pues se impusieron los egos y otros factores individuales de algunos de ellos.
Dicho lo anterior porque fueron los más radicales de entre ellos, apodados “los montañeses”, los fomentadores de una violencia incontenible, con crímenes viles. Un baño de sangre espantoso. Fue la etapa llamada el Reino del Terror.
Entre los jacobinos más famosos hay que mencionar a los abogados Maximilien Robespierre y Georges- Jacques Danton y al médico Jean Paul Marat.
Ellos se convirtieron en los dueños de la situación social y política de Francia en los primeros años de la Revolución, desde antes de la muerte del Rey Luis XVI.
Robespierre y Marat fueron las bujías que inspiraron la etapa de terror en que se convirtió por un tiempo la Revolución Francesa, mientras Danton tenía un concepto diferente de la lucha armada.
Sobre Robespierre hay opiniones muy opuestas entre sí: por la arrolladora personalidad del sujeto y especialmente por sus hechos.
Por ejemplo el famoso escritor Simón Sebag Montefiore narra que cuando el febrero de 1792 los alemanes neutralizaron a los girondinos, desatando más convulsión en la crisis de Francia: “fue un abogado de Arras, anodino, torpe, miope, ascético y voz aflautada, quien llenó el vació.”
Más adelante escribe dicho autor: “A sus treinta y tres años, Maximilien Robespierre, elegido líder de los jacobinos…se había convertido gradualmente en la voz incorruptible de la virtud y en el intérprete de la voluntad general.” (El mundo. una historia de familias. Editorial Planeta. Primera edición marzo 2023.P.799. Simón Sebag Montefiore).
Sin embargo, Robespierre, nativo de la norteña ciudad de Arras, fue un abogado dotado de gran fogosidad en su oratoria y reconocido como un lector voraz, tal y como se comprueba en sus discursos y en sus ensayos de política y democracia.
No era como lo describe Montefiore. Por lo menos en eso de “anodino y torpe.”
Lo que sí se comprobó fue que tenía una elevada dosis de demagogia y por eso decía con frecuencia que: “Soy inflexible con los opresores porque soy compasivo con los oprimidos.” Se comprobó que mentía.
Los registros históricos señalan que en la ciudad de Lyon Robespierre ordenó la degollina de más de dos mil personas, diciendo que “esos monstruos deben ser desenmascarados y exterminados.” Cientos de los muertos eran inocentes. Ordenó también que esa ciudad desapareciera, aunque no logró tan malvado propósito.
Además, debo agregar que si Robespierre no era misántropo se acercaba mucho a eso, pues para él (y era una consigna de muchos jefes jacobinos) ellas representaban las intrigas, el vicio y el lujo de las cortes. Tal vez por eso ordenó que fuera guillotinada la gran revolucionaria francesa Olympe de Gouges.
Robespierre se auto infligió un tiro en la mandíbula, y luego fue llevado a la temible guillotina, llamada la “cuchilla nacional”, que funcionaba en la Plaza de la Concordia, donde el 28 de julio de 1794 fue accionada por el verdugo de oficio Henri Sanson, poniendo fin a la vida de ese controversial personaje de la historia universal.