Externa: Ronal Harry Coase
POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
Está más que demostrado que sin leyes no es posible mantener un mínimo de equilibrio en el mundo. El circuito que ellas integran es el más formidable dique para contener los desafueros de los de arriba y de los de abajo.
Es por eso que el magma que se produce cuando las leyes quedan conectadas con otras actividades surgidas del largo proceso de la civilización tiene como principio general un efecto positivo.
La función de las leyes a través del tiempo ha servido (con las conocidas excepciones) para darle solidez a la institucionalidad de los pueblos.
Las leyes han estado siempre vinculadas a renglones sociales tan importantes como la economía, la religión, la literatura, la política, etc.
En el caso de las leyes y la economía basta un breve examen histórico para comprobar que hasta los primeros años del siglo pasado mantuvieron un absurdo distanciamiento, básicamente por la incidencia de algunos personajes que no creían en la importancia de esa unión.
El acercamiento fue tímido, sin rebasar el campo teórico. Con el paso de los años se ha producido una suerte de simbiosis en muchos aspectos de ambas disciplinas. Eso ha sido posible por la dinámica de la época que desde hace décadas vive la sociedad mundial.
Uno de los primeros que hizo comentarios sobre las fronteras del derecho y la economía fue el economista y abogado británico (ganador en el 1991 del premio Nobel de Economía) Ronal Harry Coase. Sus opiniones, es preciso decirlo, estaban condicionadas por su desprecio al llamado “derecho regulatorio”.
Coase fue dubitativo al principio de sus juicios sobre ese tema. Sostenía que el uso de las leyes en los procesos reproductivos eran costos superfluos en las transacciones. Es decir, que para él las leyes no eran necesarias en los negocios. Craso error el suyo.
La verdad monda y lironda es que las leyes sirven de garantía a la producción y sus múltiples derivados; y que no tienen un impacto negativo en el retorno de las utilidades y en el incremento de las riquezas.
Diferente era la opinión del también economista y premio Nobel de Economía 1993, el estadounidense Douglas Cecil North. Apreciaba los cambios institucionales con igual intensidad que las variantes tecnológicas. Lo hacía con el refuerzo de que también era filósofo.
North explicaba en sus ensayos el desarrollo económico juntamente con los fenómenos sociales y políticos. En esa ecuación colocaba en igualdad a las leyes.
A mi juicio ese economista y filósofo tenía razón en virtud de que las leyes limitan y hasta frenan la incertidumbre, que suele ser una enemiga poderosa de la crematística, entendiendo ese término como el arte de ganar dinero en una actividad productiva.
Esas dos visiones contrapuestas (la económica y la legal) fueron analizadas por el académico colombiano Diego E. López Molina en un ensayo publicado en el año 2007, el cual resumo así:
“…el derecho es una de las principales herramientas de armonización social… el derecho no les corresponde a los economistas y, ni siquiera a los abogados…los objetivos del derecho no son prefijados por una ciencia…el derecho le pertenece a la comunidad política que lo crea”.
Por otro lado, como parte del cierre de esta serie, es oportuno decir que las leyes y la semiótica, esta desde su ángulo lingüístico, son aliadas frecuentes, tal y como se comprueba en muchos libros de resonancia universal.
Miguel de Cervantes Saavedra, con sus novelas El Quijote y El licenciado Vidriera (ambos personajes con altos niveles de chalados) hizo una plataforma indisoluble entre las leyes y la literatura.
Un ejemplo elocuente de lo anterior está en el capítulo 45 de la segunda parte de El Quijote. Es el relato en el cual su fiel escudero Sancho Panza, en calidad de gobernador de la Ínsula Barataria, (“un lugar de hasta mil vecinos”) combinó su ingenio literario repentista y carente de sintaxis con su particular forma de aplicar justicia creando en aquel poblado, con su típico gracejo, leyes, edictos, bandos y normas que aplicaba desde el lomo de su rucio, con una chispeante creatividad jurisprudencial.
Otro ejemplo en el cual se unen leyes y literatura es en la obra literaria de William Shakespeare, el genio nacido en la tranquila ciudad del sur de Inglaterra llamada Stratford-upon-Avon.
Así lo hizo en la tragedia de Julio César, una obra que desde el principio hasta el final mezcla patriotismo, codicia, traición y amistad.
Cada una de esas condiciones el referido autor inglés las salpicó con derivaciones legales. Envueltos en los vericuetos de las leyes estuvieron los personajes literarios Marco Bruto, Cassius y la misma víctima de aquel intenso drama, el emperador Julio César.
La tragedia en cuestión fue en la Roma antigua, en una etapa en que el poder de las leyes dependía del momento de su aplicación y de los actores envueltos.
En la obra titulada Hamlet, otra tragedia shakespeariana, la venganza como figura legal forma parte del entramado. Dicho así si tomamos en cuenta que en la antigüedad la venganza estaba en la escala de las leyes, con su triple condición de castigo, pena y sanción.
En abono a lo anterior es permitido decir aquí que el maestro del derecho Guillermo Cabanellas, en su diccionario jurídico elemental, al definir la venganza expresa que ella “…rebaja cuando existe la posibilidad y la garantía de recurrir a la justicia…”
El suicidio, y sus colindancias con circuitos legales, está presente en la dramaturgia de la obra titulada Romeo y Julieta. Ambos jóvenes suicidas fueron víctimas de las rivalidades de sus respectivas familias, los Montesco y los Capuletos.
En Macbeth la traición y la ambición son los ejes centrales de esa obra salpicada de sangre homicida como pretexto para alcanzar lo que no les pertenecía ni al matador ni a su consorte. La locura invadió al asesino del rey Duncan; su esposa e instigadora del crimen se suicidó. Como se aprecia Shakespeare fue recurrente en unir literatura y leyes.
Edgar Allan Poe, el gran escritor estadounidense, fue también un gran expositor de los temas mixtos de leyes y literatura. En el 1841 publicó una novela policíaca que es modelo de lo anterior. La tituló Los crímenes de la calle Morgues.
Ambientó esa extraordinaria obra en un apartamento de París y creó al detective Chevalier A. Dupin, quien llevó el caso hasta el umbral de la puerta principal de un tribunal parisino, donde obviamente la materia prima eran las leyes.
Otro que fue un maestro consumado aparejando leyes con literatura fue el checoeslovaco Frank Kafka. Así lo demostró al escribir su libro El proceso. Logró un equilibrio difícil de imitar al combinar la ficción que brotaba de su mente con los intrincados pasadizos de un pesado aparato judicial basado en leyes absurdas.
Narró en El proceso lo siguiente: “…alguien debió haber calumniado a José K, porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido.” Sobra decir que fue patético lo que ocurrió en el proceso judicial del señor K, y que con gran maestría literaria describió Kafka.
Esa tragedia individual es un símbolo de la conexión que se da entre la literatura y las leyes, gracias a la calidad literaria que poseía Kafka.
En lo referente a la vinculación de la religión, la política y las leyes hay que puntualizar que en el transcurso de los milenios, por un sendero adrede mal trazado, ha habido etapas tanto de acercamiento como de alejamiento entre las religiones, la política y las leyes.
Los motivos para las fricciones, y en ocasiones actos de cruenta violencia, entre los operadores de esas actividades rompen el sentido de la lógica y de la prudencia y se internan en causas alejadas del bien común.
Un ejemplo de lo anterior es el antiquísimo relato de san Lino, el primer sucesor de san Pedro en el trono papal de Roma, al resaltar el enfrentamiento verbal entre el emperador Nerón, aferrado a las leyes que simbolizaban su poder político, económico y militar y Pablo de Tarso dándole preeminencia a su creencia religiosa, motivo por el cual recibió esta descarga neroniana:
“-Oye tú, súbdito de no sé qué rey, no te olvides de que eres mi prisionero”. (Pablo de Tarso, ciudadano del imperio. Impresora Anzos, Madrid, 1996.P383.Paul Dreyfus).
Las leyes de alcance universal tienen teóricamente su importancia desde que el 26 de junio de 1945 fue creada la Organización de las Naciones Unidas, que en la actualidad tiene una matrícula actual de 193 países.
A pesar de que los países más poderosos utilizan su músculo militar y su poderío económico para intimidar y agredir a los más débiles, disminuyendo así el derecho internacional a un mero parapeto de publicidad hueca.
Por otro lado, grupos poderosos que se mueven en las altas esferas económicas del mundo también se apoyan en el llamado anti legalismo para crear sus propias reglas, debilitando así las referidas leyes internacionales.
El poder sancionador del arbitraje internacional ha frenado un poco a esos insensatos que se mueven al margen de la codificación del derecho supranacional y que sólo piensan en las ganancias en cada negocio prescindiendo de cualquier otra cosa.
Todavía hay muchas tareas pendientes en el mundo de las leyes de alcances nacionales, regionales y mundiales.
El gran jurista argentino Carlos Sánchez Viamonte hizo oportunas precisiones en varios de sus ensayos sobre la política y el orden público, desde el marco de las leyes. Sostenía que era de gran valor: “el interés orgánico de la sociedad, jurídicamente concebido y expresado”.
La antropóloga del derecho y gran académica Fernanda Pirie, citada varias veces en esta serie, resume los escollos que todavía hay en el mundo como anomalías de unas leyes, y el incumplimiento de otras.
Así se expresa esa eminente profesora: “Las dinámicas del derecho y el legalismo no han sido totalmente asimiladas por el Estado moderno”. (Ordenar el mundo. Editorial Planeta, 2002.P.342. Fernanda Pirie.)
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