POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES
El espacio histórico de los pueblos indígenas que habitaban en el año 1492 el continente llamado América está marcado por la desgracia colectiva en el proceso de la civilización.
Sus verdugos crearon varias capas de elementos confusos, entonces muy complejas de descifrar, hasta formar un amplio circuito con forma legal a fin de confundir a muchos a lo largo del tiempo.
Desde que Cristóbal Colón y sus acompañantes pisaron territorio insular, al oeste del Océano Atlántico, comenzaron a tener un control férreo de la población nativa y sus riquezas.
Ese hecho fatídico se inició mediante los llamados Requerimientos, que no eran otras cosas que las órdenes que con voces ásperas y autoritarias les daban los conquistadores a los indígenas para que obedecieran todos los deseos de los monarcas españoles y los de ellos mismos.
Simultáneas con lo anterior fueron las Capitulaciones que los Reyes Católicos les otorgaron al citado Colón y otros conquistadores para que despojaran de sus bienes a los indígenas, los sometieran a esclavitud e hicieran en su contra cosas peores.
Luego fueron los bandos y edictos que firmaban los gerifaltes al servicio de la Corona española; así como leyes, normas y otras disposiciones de cumplimiento obligatorio, incluyendo las decisiones del organismo colegiado itinerante creado por el rey Carlos I en el siglo XVI, llamado Real y Supremo Consejo de Indias.
Pero al mismo tiempo que se vendía de cara al mundo una supuesta legalidad de las actuaciones de los conquistadores, había un manto encubridor empapado con la sangre de los indígenas víctimas de espantosas masacres y de otros hechos execrables, cuyo culmen fue el exterminio de la mayoría de las etnias que poblaban las islas caribeñas y otros pueblos que vivían en tierra firme, desde el río Bravo hacia abajo.
Cuando parte de lo anterior ocurría todavía no se había creado la famosa leyenda de El Dorado, en lo más alto de la cordillera andina, donde cientos de españoles codiciosos enloquecieron en una orgía de sangre detrás del anhelado oro que imaginaban en cantidad inagotable. Estaban envueltos en la fascinación de una riqueza fácil que creían no tendría fin.
Al leer las primeras disposiciones que emitieron los conquistadores españoles, tanto en la entonces llamada isla La Española como en otros territorios antillanos, así como en grandes regiones costeras de este continente, se tiene la sensación de que sus autores trazaban pautas de principios cristianos para favorecer la vida de los indígenas.
La realidad era muy distinta, tal y como lastimosamente se comprueba en la historia de la conquista y colonización de la América hispánica. Muchas de sus páginas fueron escritas o dictadas por personajes manchados de sangre; aunque desde tiempos inmemoriales se sabe que en hechos colectivos es muy difícil que un criminal admita su culpa.
En honor a la verdad histórica hay que decir que las cuatro Bulas que en el 1493 emitió el Papa Alejandro VI fueron parte intrínseca de los excesos de los conquistadores españoles en la América bajo su yugo.
Ese valenciano de “armas tomar” no tenía ninguna calidad para disponer los privilegios contenidos en dichos documentos pontificios.
Los mismos fueron ignorados por Inglaterra, Francia, Portugal y Holanda atendiendo a motivos legales, económicos y de geopolítica, término este último que bien definió el barón de Montesquieu en su clásica obra El espíritu de las leyes, publicada en el 1748.
Una verdad que no se puede dejar de lado es que a pesar de las rivalidades que había entre las entonces potencias europeas, arriba mencionadas, ellas, desde diferentes posiciones, fueron creando en esta parte del mundo un circuito de textos de leyes que usaron para expoliar y cometer crímenes desde la última década del siglo XV hasta varias centurias después.
La mayoría de esos poderosos países no tenían como objetivo contribuir con leyes al proceso de la civilización, sino oprimir y esclavizar a los indígenas primeros y a los negros traídos de África después, para lo cual trataron de validar sus hechos incluso usando ideas racistas desde un marco teológico.
Afortunadamente había un grupo de sacerdotes (que también eran teólogos y filósofos) que se opuso a los vejámenes en curso. Un ejemplo temprano que ilustra lo anterior fue el vibrante sermón pronunciado en la ciudad de Santo Domingo, el 21 de diciembre del 1511, por el sacerdote dominico fray Antón de Montesino, por mandato de su superior fray Pedro de Córdoba (basado en la prédica en el desierto que describe la Biblia), en presencia del virrey Diego Colón, sus encomenderos y auxiliares burocráticos:
“…Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas…?” (1992 ¿Qué celebramos, qué lamentamos? Editora Taller.1992.P.59. Fernando Benítez).
Esa inesperada postura de los dominicos provocó un mogollón de presiones en su contra de parte del referido virrey y sus partidarios.
El domingo siguiente la plegaria eucarística de Montesino fue más contundente. Volvió a exigir que cesaran los abusos contra la población esclavizada. Fue un remolino que dejó mal parado al gobierno colonial español.
El 27 de diciembre de 1512 comenzaron a rodar las Leyes de Burgos, las cuales aparentaban un cambio radical en el trato a los indígenas, pero en la práctica siguieron usándose métodos medievales contra ellos. En el fondo la crueldad quedó intacta.
El 28 de julio de 1513, en la ciudad de Valladolid, como bien recoge el intelectual mexicano Miguel León-Portilla, en su obra titulada La Visión de los vencidos, publicada en el 1959, algunas leyes modificaron un poco el trabajo esclavo de mujeres y niños en las colonias de ultramar de España.
Así fueron surgiendo otras órdenes, disposiciones administrativas y leyes desde España hacia esta parte de América que cubre desde el Río Bravo, en la frontera de EE.UU. y México, en el norte; hasta la Tierra del Fuego, en Argentina, en el extremo sur; además de las islas que cortejan ese vasto territorio.
En la segunda mitad del siglo XVI comenzó España un proceso de reunir en un expediente de matriz legal las leyes, edictos y normas aplicadas por sus colonizadores en América. Eran los famosos Cedularios.
Es de trascendental importancia para los fines de estas notas señalar que en medio de la rudeza de la colonización de España (en una amplia zona de América) surgió la fulgurante figura del fraile dominico y también filósofo, teólogo y jurista burgalés Francisco de Vitoria y de Compludo.
Con su talento y su valor fue desmontando línea por línea las aludidas “bulas alejandrinas”, preñadas de concesiones y privilegios en favor de la corona de España y en detrimento de los indígenas de esta parte del mundo.
Basó su formidable labor académica en el reconocimiento de la libertad individual y la dignidad humana y cómo enfrentar los problemas morales que nacen de la sola condición humana.
Por su labor ha sido considerado como el padre del derecho internacional moderno. Sus reflexiones de derecho, en gran parte recogidas por algunos de sus más brillantes alumnos, tuvieron gran impacto en América, y fueron de mucha significación en leyes que sirvieron para apalancar al proceso de la civilización.
Vitoria fue un gran luchador en favor de los derechos de los indígenas. Se opuso a los poderes feudales. En su obra De Indis, publicada en el 1532, desgranó gran parte de sus quejas contra los colonizadores españoles.
Su fecunda labor académica en la Escuela de Salamanca quedó avalada por su condición de ser uno de los más brillantes renacentistas españoles.
Demostró la falsedad de los llamados Justos Títulos, que favorecían a la Corona española y sus más cercanos colaboradores, en desmedro de los indígenas.
La Historia recoge que Francisco de Vitoria dijo muchas veces, en voz alta y con la fuerza de su autoridad moral e intelectual, que los indígenas no eran seres inferiores, y que estaban dotados de los mismos derechos de los demás seres humanos. Una verdad inconmovible.
teofilo lappotteofilolappot@gmail.com