EL TIRO RAPIDO
Mario Rivadulla
Ayer con toda la brillantez y solemnidad que era de esperar, el Vaticano se convirtió en escenario de un hecho sin precedentes en la prolongada y prolífica historia de la Iglesia Católica, cuando por vez primera dos papas, Juan XXIII y Juan Pablo II, fueron elevados a la categoría de santos.
El interés puesto por la milenaria institución religiosa que cuenta con más de mil doscientos millones de adeptos en todo el mundo y personalmente por el actual ocupante de la silla de San Pedro, el carismático argentino, primer papa latinoamericano, Francisco I, a colocar a sus antecesores en los altares, es puesto de relieve por la rapidez con que se obviaron trámites dilatorios que han sido tradicionales en otros casos y el tiempo relativamente breve que ha transcurrido desde el fallecimiento de ambos. Fue categórico además endeclarar públicamente que losdos ejercieron una gran influencia en su vida personal y sacerdotal.
Ortega y Gasset acuñó una frase célebre «el hombre es él y su circunstancia» que pudiera ser de plena aplicación en la exaltación al altar de dos figuras de comportamiento tan disímil como se señala en el caso los nuevos santos, quienes sin dudas han sido los que han dejado una huella más profunda durante su estancia en el Vaticano en los últimos cien años o quizás más.
Para analizar y comprender mejor las respectivas actuaciones de Juan XXIII, considerado un papa «progresista» y hasta «revolucionario» y el carismático Juan Pablo II, tildado de «conservador» no obstante que fue un convocante permanente de juventudes y asimilar la idea de que a pesar de esas atribuidas diferencias, resultaron complementarios, habría que estudiarlos a fondo en el contexto de los respectivos escenarios históricos en que se desenvolvieron.
Necesario entender además, que la política de la Iglesia Católica a través del tiempo, se ha movido a un ritmo pendular, siempre con sentido de oportunidad y en busca de ese equilibrio hasta ahora logrado, que le ha permitido sobrevivir por más de veinte siglos como la poderosa e influyente institución que es.
Pudiera entenderse que ese equilibrio es el que hoy encarna Francisco I, entre ambas posiciones, la de refrescante apertura innovadora de Juan XXIII y la vigorosa precisión con que Juan Pablo II estableció los límites de la misma en un momento en que amenazaba convertirse en un elemento de confusión ideológica en el que cayeron no pocos sacerdotes, que quizás inadvertidamente hacían derivar la doctrina social de la Iglesia hacia el campo marxista.
Posiblemente a esa realidad y quizás en forma de mensaje clarificador obedeció que la misa solemne de santificación fue concelebrada por Francisco I, a quien se identifica más con la figura y los aires de modernización de Juan XXIII y el renunciante Benedicto XVI, durante tantos años estrecho colaborador del papa polaco que fue factor determinante en la caída del imperio soviético.
No es de extrañar, por consiguiente, que nuestro cada vez más popular Santo Padre argentino haya declarado su profunda admiración y admitiera la gran influencia que ha recibido de ambos fallecidos papas, a los que ayer elevó a la santidad solemnemente ante esa emocionada muchedumbre que se dio cita en Roma, calculada en unas 800 mil personas, miles de obispos, sacerdotes y monjas y numerosos representantes de gobiernos extranjeros incluyendo nuestra I Dama.
Dos papas que dejaron bien establecida su impronta como líderes del catolicismo mundial, dos nuevos santos pertenecientes a nuestra era que sin dudas, a partir de ahora, contarán con un gran número de devotos como en vida lo tuvieron de tantos seguidores.
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2014-04-30 03:38:49