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Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
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Me duele la vida por sus crueles historias de necedad. Se utiliza al ser humano como divertimento, se aniquila su libertad, se pisotean sus derechos más básicos, como si viviéramos en una selva, donde nadie reflexiona, ni nadie se preocupa de los más desvalidos. Realmente somos esclavos de nuestras propias miserias. Todavía hoy millones de personas, de todas las edades y naciones, se someten a la pertenencia de poderes avaros, que los utiliza como mercancía. Pienso en tantos emigrantes a los que se les niega todo, hasta ser detenidos sin miramiento alguno y, en bastantes ocasiones, en condiciones inhumanas. Olvidamos que cualquiera de nosotros puede ser un migrante. No desdibujemos situaciones que son de auténtico calvario. La mayoría de los mortales que han tomado la decisión de huir, lo hacen por extrema necesidad, para escapar de los conflictos o de la persecución. Lo único que buscan desesperadamente es un lugar donde vivir en paz. También recapacito sobre la riada de personas obligadas a ejercer la prostitución, a ser esclavas sexuales, sin tener derecho alguno, a dar o no su consentimiento. Medito, finalmente, pensando en esa otra multitud de gente, a la que se adoctrina para aceptar la esclavitud de la sumisión, siéndolo de sí mismo. Por no citar a esa otra muchedumbre, dispuesta a hacer cualquier cosa con el insólito fin de enriquecerse la persona sola o sus íntimos colegas.
Realmente, la necedad nos viene triturando el alma, con la correspondiente confusión mundana. Es cierto, no pasamos de ser meros parlanchines empeñados en las simplezas de nuestros absurdos diarios de vida. Se han trastocado los valores humanos, y el camuflaje de mentiras que nos acosa, acaba por dejarnos sin argumentos. El resultado es de una fortaleza sanguinaria que nos deja sin palabras. Pero como somos tan necios como torpes, seguimos dejándonos reclutar por dominadores de nada, eso sí, endiosados a más no poder. La comunidad internacional debería multiplicar los llamamientos hacia el sentido humano del planeta. Con urgencia hay que poner fin a estos trágicos aconteceres, donde el hombre mata a su misma especie con la misma indiferencia que una piedra. Nos hemos dejado robar el corazón con leyes injustas, centradas en los poderosos, y no en la persona a la que la misma sociedad no le deja ni levantar cabeza. Sin duda, para derrotar este espíritu de permanente esclavitud, se precisa cambiar el modo de ver al prójimo y cambiar la manera de vivir. Hay que volverla próxima a todos, sin exclusiones. Tenemos que recuperar, pues, las rosas existenciales, o lo que es lo mismo, renacer de estas cenizas que todo lo contaminan de deshumanización, favoreciendo el desarrollo de los pueblos sobre la fuerza de la consideración hacia todo ser humano. Se impone, en consecuencia, el combate espiritual contra todos estos desajustes y desórdenes humanos.
Nuestro compromiso, por consiguiente, tiene que ir más allá de las palabras y de las acciones, ha de ser tomado como una actitud de buscar efectivamente el bien colectivo. Esto implica valorar a todo ser humano, con su forma de ser, injertado en su cultura, con la libertad precisa y más allá de las apariencias. Los moradores tienen que aprender a amarse por el camino de la liberación. Únicamente, desde este auténtico hábitat de donación es posible comprender actuaciones, compartir vivencias, sentir la comprensión, y la opción preferencial por cada ciudadano habite donde habite. En efecto, es necesario también hacer una mención a la compasión como actitud benevolente, de mano tendida que, en absoluto, ha de ser un ejercicio de poder, ni una demostración de generosidad, sino una búsqueda en el camino del encuentro. Solo un proceder de sensatez y gratuidad hará posible la cooperación entre unos y otros. De lo contrario, continuaremos practicando un sometimiento ilógico e irracional. En cualquier caso, no esperemos a mañana; cojamos desde hoy la senda del intelecto, obviemos la necedad, y pongámonos todos en disposición de caminar, con el auxilio como compañía; que, por otra parte, es la única manera de contribuir al crecimiento en humanidad de nuestro mundo. La esperanza, ya saben, es lo último que se pierde. Somos así de esperanzados por naturaleza.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
10 de diciembre de 2014
2014-12-10 18:53:01