EL TIRO RAPIDO
de
Mario Rivadulla
Lo reconoció a la franca el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Subero Isa, a fines de la pasada semana. En el Poder Judicial hay corrupciòn y existen jueces que venden sus sentencias. Que se dejan sobornar o que acomodan sus fallos a determinadas presiones e influencias. Su confesión no hace màs que confirmar por vìa de su màs alto representante, la convicción arraigada de que todavìa nos queda un buen trecho que recorrer para contar con una Justicia confiable.
La revelación sin embargo, ni extraña ni asombra. ¿Por què en realidad habrìa de hacerlo? Jueces que se corrompen en definitiva no son màs que la expresiòn en el campo de la justicia de una sociedad de valores altamente degradados, como lo es la nuestra. Como lo son los policìas que macutean, cobran peaje o se asocian a delincuentes. O los militares que aceptan la dàdiva de los traficantes para burlar el control fronterizo. Los abogados que explotan a incautos clientes. Los mèdicos que ignoran el Juramento Hipocràtico. Los comunicadores que entregan su pluma y su voz al mejor postor. Los políticos sinvergüenzas y falaces. Los funcionarios prevaricadores. Los malos empresarios especuladores, evasores y contrabandistas. Los narcotraficantes y los asesinos que matan por encargo. Los constructores que utilizan materiales de tercera y los cobran como de primera. Y los suplidores del Estado que abultan los precios.
Todos son expresión de nuestra sociedad. Y èsta a su vez lo es de dos males arraigados y extendidos en la América Latina, que han sido cáncer maligno que ha hecho metàstasis a lo largo de la historia de nuestro continente, como son la corrupciòn y la impunidad, responsables en gran medida de la pobreza y el atraso de nuestros pueblos.
Corrupciòn la ha habido en todo tiempo y lugar y continùa habiéndola. No hay un solo paìs de la tierra que pueda alardear de haber erradicado la corrupciòn. O el delito. O el contrabando. La diferencia radica en la no impunidad. Esta es la que establece la línea divisoria que separa las sociedades donde corrupciòn y contrabando son la excepción y no la pràctica corriente, y en que el delito se mantiene en lìmites mínimos y manejables de aquellas otras en que ocurre todo lo contrario.
Lamentablemente no es nuestro caso. El propio Subero Isa se queja de que la corrupciòn es difìcil de probar. Es muy cierto. Partiendo del principio jurídico de la presunción de inocencia, aùn en los casos màs horrendos y sin importar los antecedentes del inculpado o la arraigada convicción pùblica de su presunta culpabilidad.
¿Significa esto que tengamos que resignarnos de manera inevitable a que los pillos escapen a la acciòn de la justicia, de que la impunidad arrope sus culpas?
Lo hemos expresado con anterioridad y lo reiteramos ahora. La función pùblica tiene características especiales. Como la tiene tambièn la misión de impartir justicia encomendada al juez. ¿Por què no entonces enmarcarlas en un estatuto especial donde en vez del principio de la presunción de inocencia prevalezca el de la inversiòn del fardo de la prueba?
Si un funcionario pùblico, un legislador o un magistrado de la noche a la mañana y sin que medie ninguna razón especial para ello, comienza a dar demostraciones de una prosperidad y un tren de vida que no se ajuste a sus ingresos, ¿por què no reclamarles que den razón clara, transparente, convincente del origen de los recursos adicionales que le permitan sufragar su nuevo estilo de existencia? ¿De la lujosa y millonaria residencia donde se acaba de mudar? ¿Del resort playero que antes no poseìa? ¿De la finca de cientos, miles de tareas con ganado importado? ¿Del vehículo costoso con que pasea su inesperado bienestar? En fin, de todas esas expresiones de inusitada riqueza que no se corresponden con sus ingresos conocidos.
Quizàs el método no sea del todo ortodoxo a la luz de la ley. Pero tampoco lo son el soborno, el dolo, la corrupciòn y todas esas muchas lacras que nos aquejan e indignan, y frente a los cuales no hay por què resignarse como hechos fatales e irremediables.
Aquì cabe aplicar aquella sentencia de que “a grandes males, grandes remedios.”
2006-10-18 12:21:22