Opiniones

Cultura de muerte

Cultura de muerte

Frei Betto

Hoy, Día de los Difuntos, evocaremos en nuestro pesar a las personas queridas que ya ingresaron al reino en el que se acaban todos los misterios. Una visita a la tumba, una flor, una vela, una mirada nostálgica a la foto, un gesto o una oración para intentar decir, una vez más, cuánto amamos a quien, ahora, sabe que, del otro lado, la vida es tierna. Quizás tardíamente. En vida estamos llenos de pudor para manifestar el amor, excepto cuando el encanto hace exteriorizar las emociones.

 

En este mundo de costos y beneficios contabilizamos los afectos. A veces nuestro subjetivo departamento de cobros supera, y con mucho, al de las donaciones. Archivamos la palabra desafortunada, el gesto brusco, y lo que era una pena chiquita, cultivada, se convierte en tumor canceroso que corroe nuestra capacidad de amar. Imbuidos de razón, quedamos vacíos de amor, en una carencia que infla las ansias de que el otro sea menos feliz. Hasta que, inesperada, irrumpe la muerte. Entonces el débito atribuido al otro se vuelve en nosotros deuda impagable, cuyo saldo es la sombra indeleble de nuestra propia mezquindad.

 

La vida es un milagro, tan bello cuanto fugaz, y debiera ser cultivado como las flores más exóticas. Cada uno de nosotros encierra en su cuerpo alrededor de 15 mil millones de historia del Universo. Estamos hechos de células tejidas de moléculas punteadas de átomos, en cuyos corazones palpitan los cuarks, un trío que comenzó en el preciso momento del Big Bang.



Nuestros ojos y mentes son el espejo de ese jardín cósmico donde infinitas estrellas relucen en las alamedas de las galaxias.

 

Mientras tanto nuestro complejo de Caín hace que, dentro de la Vía Láctea, en el planeta Tierra, situado cerca de una estrella periférica llamada Sol, se dé poco valor a la vida de quienes no pertenecen a nuestra familia, nuestra clase social o nuestro gremio profesional. En verdad se evita la muerte al por menor con un empeño que no se muestra al por mayor.

 

Se prohíbe fumar en los restaurantes, pero no la venta y portación de armas. Hacemos campañas contra el sida y somos indiferentes ante el hambre, que mata mucho más. El gobierno se empeña en facilitar la importación de productos sofisticados, pero no en dotar a los hospitales públicos de mejores instalaciones y servicios. Se salvan los bancos privados y se transforma en desecho la escuela pública. Se traen fábricas de automóviles y no se detiene la sangría del desempleo.

 

Ser abolicionista en 1886 era una excepción, no la regla. Algo tan out como defender hoy el elemental derecho a la vida de los indios, de los negros, de los niños de la calle, de los sintierra y los desempleados. Todavía respiramos, como decía Juan Pablo II, una “cultura de muerte”.



¿Quién se pregunta cómo garantizar vidas si la exclusión es el oneroso precio de esa Tercera Revolución Industrial que excluye el trabajo humano?

 

El ser humano es un animal que se rehúsa a morir. A pesar de que su vida dependa de la muerte ajena. Pues si la sociedad no ofrece educación, empleo, salud, recreo, y si la tv insiste en que no se puede ser feliz sin el síndrome de consumismo, ¿qué otra alternativa queda fuera del narcotráfico, de los asaltos, de la violencia?

 

Las generaciones futuras seguramente reaccionarán ante el dato de que, hoy, la propiedad vale más que la vida de un ser humano, con la misma indignación que nos provoca la noticia de que, durante 320 años, la nobleza y el clero del Brasil se servían del trabajo esclavo o que los nazis eliminaban judíos en hornos crematorios.

 

La vida es el don mayor de Dios. Nadie escoge cuándo, dónde ni cómo nacer. Es la lotería biológica. Es injusto que unos nazcan en condiciones dignas de vida y otros no. Y esto no es culpa de Dios. Es el resultado de nuestra ambición, de nuestro deseo de ganancia y, sobre todo, de nuestra falta de memoria de que, dentro de pocos años, seremos también recordados en el Día de los Difuntos: los que habitan en la morada en la que se entra sin llevar nada de este mundo, excepto lo que se lleva en el corazón.  (Traducción de J.L.Burguet)



Frei Betto es escritor, autor de “Entre todos los hombres”, entre otros libros.

2007-11-08 15:43:03