Cultura, Efemerides, Portada

NAPOLEÓN FUE PERDEDOR EN EL CARIBE 2

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Los impactantes hechos militares, políticos, raciales, económicos, sociales y de índole personal de Napoleón Bonaparte cubren senos oceánicos, desde que era un ardiente seguidor de los jacobinos hasta que murió como destronado emperador francés cautivo de los británicos.

Escribir sobre una figura de su magnitud siempre fascina, porque permite escudriñar los entresijos que sirvieron de eje central a las actividades públicas y privadas de una persona fuera de lo común, cuyas decisiones causaron odio o admiración entre sus contemporáneos. Esa ambivalencia se ha proyectado hasta el presente.

Su talante de hombre brioso se supo desde que con sólo 19 años de edad fue destinado, con el rango de subteniente de artillería, en abril de 1789, al cuartel de Auxonne, en la región de Borgoña en el centro este de Francia.

Faltaban pocos días para que estallaran las primeras manifestaciones de la Revolución francesa desde cuyo torbellino el joven militar, nacido del vientre de la hermosa y tenaz  María Leticia Ramolino, en la mediterránea ciudad de Ajaccio, en la isla de Córcega, se elevaría hasta convertirse en una renombrada personalidad.

En la historia oficial de Francia Napoleón Bonaparte está colocado en un elevado pedestal de prócer, porque en nombre de su país protagonizó grandes hazañas militares.

En muchas ocasiones empleó con éxito sus formidables conocimientos tácticos y estratégicos, así como su intuición para vencer a enemigos variopinto en épicas batallas a cielo abierto.

Sin embargo, ese coloso de la guerra tenía grandes abismos en su magnética personalidad. Así se comprueba al examinar su cotidianidad, desde las páginas de su biografía.

En la historia universal su memoria está degradada a los escalones donde moran los infames. Jorge Luis Borges dijo más de una vez que “hay gente que admira a Napoleón, yo no. Si uno admira a Napoleón, también puede admirar a Hitler, y eso sería terrible.”

Si había alguna duda de lo que era capaz de hacer para imponerse quedó despejada cuando el 2 de diciembre de 1804, en la Catedral de Notre-Dame,  con gesto adusto le quitó de las manos al Papa Pío VII la corona que pensaba ceñirle en la cabeza y dándole la espalda al pontífice se la colocó él mismo.

Instantes después Napoleón hizo lo mismo con su esposa caribeña, la martiniqueña Josefina Tascher de La Pagerie, a quien le colocó en la cabeza una tiara convirtiéndola así en emperatriz consorte de Francia. Luego también ella fue reina consorte de Italia y duquesa de Navarra.

Ya en su calidad de emperador de Francia visitó la catedral de Aquisgrán y frente a las cenizas  de  Carlomagno (fundador en el año 800 del Sacro Imperio Romano Germánico) pronunció una frase que lo definía en toda su dimensión: “Sólo habrá paz en Europa cuando haya un solo jefe.”

Napoleón estaba consciente de su excepcionalidad. Ataviado con su pantalón blanco de lana de Cachemira, su pañuelo de seda de Madrás y su sombrero de fieltro de pelo de castor de Canadá repetía esta expresión lapidaria: “Un hombre como yo, es un dios o un diablo.”

Napoleón

Fue a ese hombre, que nunca pudo imponer su poderosa voluntad en el Caribe insular, a quien Beethoven le dedicó su Sinfonía No.3, también conocida como Sinfonía heroica, con tonalidad de mi bemol mayor.

Al comprobar la deriva autoritaria de su homenajeado el genial compositor, pianista y director de orquesta alemán se arrepintió y retiró dicha dedicatoria que colocaba a Napoleón en el olimpo musical.

Así ocurrió también con el poeta inglés Lord Byron, originalmente entusiasta admirador del hombre cuyas tropas fueron derrotadas el 7 de noviembre de 1808 en el cerro dominicano de Palo Hincado.

Ese miembro destacado del movimiento cultural conocido como Romanticismo, clave para la formación de la cultura occidental, renegó luego del emperador francés.

Lord Byron expresó su rechazo en una oda mordaz que remató con un vaticinio: “Podría surgir algún nuevo Napoleón para avergonzar al mundo otra vez.”

Muchos autores han descrito la crueldad usada por Napoleón cuando daba riendas sueltas a su espíritu avasallante en diversos sitios de las Antillas Mayores y Menores (que forman un arco en el mar Caribe); en otros lugares de América, así como en los océanos Atlántico e Índico, también en ciudades y campos de Europa e incluso en el norte de África, en el territorio de Egipto, donde asoló pueblos emplazados a ambas orillas del río Nilo.

Tal vez el biógrafo más penetrante sobre los sentimientos criminosos del poderoso emperador ha sido hasta ahora el eminente siquiatra español Juan Antonio Vallejo–Nájera, quien al mismo tiempo de definirlo como un hombre dotado de un “enorme talento y perspicacia” puntualizó lo siguiente:

“Si la historia debe hacer reproches a Napoleón no es por sus eclipses de buenos modales, sino por las crueldades, y el sacrificio despiadado de miles de vidas. Hoy,

sin duda alguna, habría sido juzgado y condenado como criminal de guerra.”(Perfiles humanos. Editorial Planeta,1994.Pp83-128).

Los fracasos de Napoleón en el Caribe no se limitaron al aspecto militar, sino también al ámbito racial, político, económico y social.

En el 1796 impulsó el restablecimiento en firme de la esclavitud en las colonias francesas de esta parte del mundo. En teoría había sido abolida 2 años antes, por mera conveniencia coyuntural.

Cuando el 26 de enero de 1801 la ciudad de Santo Domingo fue entregada por el gobernador español Joaquín García Moreno a Toussaint Louverture, quien paradójicamente estaba siendo derrotado era Napoleón, pues no era la voluntad del entonces primer cónsul de Francia que se aplicara por vía del prominente personaje haitiano el artículo IX del Tratado de Basilea, tal y como consta en la documentación emanada del comisario francés Roume de Saint Laurent, así como en los hechos desatados posteriormente.

Cuando Napoleón decidió en el 1803, en su calidad de jefe del gobierno denominado El Consulado, abrir hostilidades contra los países entonces enemigos de Francia se produjo casi de manera automática un desplazamiento de la guerra entre potencias europeas hacia los territorios insulares del mar Caribe.

En esa ocasión él seguía poniendo en práctica la estrategia mercantilista basada en un acentuado apoyo de todos los resortes del poder estatal a las actividades industriales y comerciales que había impulsado Jean-Baptiste Colbert, el contralor general de las finanzas de Francia en los tiempos del rey Luis XIV.