SANTO DOMINGO, el 4 de abril de 1870, nació en la ciudad Santo Domingo, en la calle Sánchez esquina El Conde, Isidoro Américo Lugo Herrera, hijo de Tomás Joaquín Lugo y Celia Herrera.
Américo Lugo se destacó como abogado e historiador. Su principal obra es la “Historia de Santo Domingo”.
Américo Lugo Herrera fue un opositor de la dictadura de Trujillo y se resistió a aceptar funciones públicas durante la dictadura.
En lugar de ceder prefirió recluirse en su hogar.
Américo Lugo Herrera murió en la ciudad de Santo Domingo, el 5 de agosto de 1952. Algunos historiadores han apuntado que falleció el 4 de Agosto del mismo año 1952.
Obras Escogidas I y II
En la presentación de Obras Escogidas I y II, la Fundación Corripio, patrocinadora de la edición anota: “Discípulo amantísimo de Eugenio María de Hostos, gran parte de su conducta cívica está inspirada en las prendas de la moral social del sabio maestro puertorriqueño. El hecho de no haber conciliado el modelo hostosiano de finales del siglo XIX, con una visión ecléctica al modelo dominicano del siglo XX fue su gran tragedia, aislándolo de toda posibilidad de participación en un eventual proceso de transformación ética con la participación de sus mejores hijos. Finalmente su hogar le sirvió de refugio, aislándose del mundo exterior.
“Abogado de un prolongado ejercicio, ensayista como historiador, fue el primero entre nuestros investigadores en recibir oficialmente el encargo de explorar los archivos europeos, especialmente el de Indias, en procura de poner a disposición de los historiadores locales y extranjeros las fuentes primarias de nuestro pasado colonial. Gran parte del resultado de esa labor, realizada en condiciones un tanto artesanal, por no disponer entonces de los actuales recursos técnicos para llevar a cabo este tipo de trabajo, consiste en 97 libretas que contienen importantes informaciones acerca de la historia dominicana, 7702 papeletas y unos 957 documentos. En 1938 se inició su publicación, comenzando en el No. 1 del Boletín del Archivo General de la Nación.
“La Misión Lugo, dispuesta por el presidente Ramón Cáceres, se inició en 1911 y se extendió hasta 1916. Durante ese período exploró los archivos y la Biblioteca Nacional de Francia; el Archivo Histórico de Madrid, el Archivo General de Indias, de Sevila, así como la Biblioteca de la Ciudad de New York y la Biblioteca del Congreso, con sede en Washington.
Ejerció el periodismo como tribuna para exponer sus ideas al servicio de los mejores intereses de la patria. Fue un nacionalista insobornable, hasta llegar a constituirse en un verdadero paradigma por su vida ejemplar.
Los editoriales del periódico Patria, fundado por don Américo en 1922 en San Pedro de Macorís, son ejemplo de sus condiciones cívicas y éticas. El mismo espíritu se refleja en los artículos aparecidos en el Listín Diario, en El Nuevo Régimen, en El Progreso, en La Cuna de América, en Letras y en El Tiempo, así como en todos los demás medios nacionales y extranjeros en los que escribió durante su vida activa como profesional del derecho y escritor de fino estilo
y de pensamiento aleccionador.
La tragedia de ciudadanos de la estatura moral del doctor Américo Lugo ha consistido en pensar que nuestro país ha debido ser como ellos lo concebían y no como realmente ha sido. De ahí su frustración y su incapacidad para sortear las vicisitudes, permitiendo con su ausencia el predominio de los mediocres, lastre que ha contaminado nuestro anómalo proceso histórico desde Juan Pablo Duarte hasta nuestros días.
Del Dr. Américo Lugo se ha dicho que por su carácter de reciedumbre inquebrantable, es muralla de cívicas virtudes y trinchera de patriotismo inmaculado. Esto explica su actitud ante la intervención militar norteamericana de 1916. Ese acto de fuerza, contraviniendo los más elementales principios consignados en los Convenios internacionales, debía ser denunciado en todos los escenarios donde tuviera cabida el derecho y la justicia. Y así lo hizo, a riesgo de su libertad y de su propia vida.
Su campaña periodística y sus disertaciones en contra de este insólito hecho motivó en 1920 que la llamada Alta Comisión Militar lo detuviera como a tantos otros patriotas, pero su verticalidad fue de tal magnitud que desconcertó al organismo opresor, al punto que aplazó la causa y el fallo no fue pronunciado y se le concedió la libertad mediante el pago de una fianza de $300.00.
El periodista venezolano radicado en República Dominicana, Horacio Blanco Fombona, comentó el 12 de septiembre de 1920, en las columnas de la revista Letras que él dirigía: “Es esta una muralla más inaccesible que la china, tras la cual se coloca el reo, y coloca también al país al colocarse él”. Y Peña Batlle: es «paradigma de dominicanidad. Maestro y guía de su generación».
Esa misma actitud irreductible acerca de la intervención militar norteamericana de don Américo puede verse en los lineamientos programáticos del Partido Nacionalista, cuyos estatutos elaboró y cuya presidencia ostentaba en 1925.
Pero como se suele decir que genio y figura hasta la sepultura, con ese mismo espíritu rechazó directamente a Rafael Leónidas Trujillo Molina, a través de una carta del 13 de febrero de 1936.
En una carta anterior, también dirigida al generalísimo Trujillo Molina, el 4 de abril de 1934, le expresa la imposibilidad de aceptar ningún cargo oficial, ya que se habían hecho ofertas en ese sentido, «no solo a causa de mi estado de salud, sino también a causa de mi convicción de que el pueblo dominicano no constituye nación».
Representó el país en diferentes congresos y conferencias inter nacionales, en las cuales demostró su competencia.
Su variada bibliografía bien puede ser considerada como modelo de voluntad y de dignidad. El 18 de julio de 1935 suscribieron el Dr. Américo Lugo y el Gobierno dominicano un contrato por US5000 para escribir una Historia de la isla de Santo Domingo, desde el descubrimiento hasta 1899, pero a Trujillo se le ocurrió decir el 26 de enero de 1936, durante la inauguración de un acueducto y un mercado en la comunidad de Esperanza, que él había confiado a Lugo «escribir, en calidad de Historiador Oficial, la historia del pasado y del presente», aseveración que Lugo rechazó tajantemente. Entendía que «historiógrafo e historiador oficial huele a palaciego o cortesano, y yo soy la antítesis de todo eso», y, además, para él «la virtud y la ambición son en principio incompatibles».
Su obra, en total, comprende 26 títulos, entre otros: A punto largo (1901), donde dejó consignado que «gobernar es amar»; Heliotropo (1903; Ensayos dramáticos (1906); Bibliografía (1906); Camafeos (1919); Los restos de Colón (1927); Baltasar López de Castro y la despoblación del norte de la Española (1947); Recopilación diplomática relativa a las colonias francesa y española de la isla de Santo Domingo (1640-1701), tomo tercero de la Colección Trujillo (1944); Américo Lugo. Antología. Selección, introducción y notas de Vetilio Alfau Durán. Librería Dominicana (1949); Antología de Américo Julia, compilada por Julio Jaime Julia; tres tomos (1976-1977-1978): Edad Media de la Isla Española. Historia de Santo Do mingo, desde el 1556 hasta 1608. (1952).
Con atributos más que sobrados se inserta don Américo en los volúmenes XIV-XV-XVI de la Biblioteca de Clásicos Dominicanos, presentados por la autorizada pluma del licenciado Roberto Cassá, quien considera que «Lugo incorporó a plenitud las enseñanzas de Hostos, liberales, democráticas y racionalistas».
Con esas ideas vivió y con ellas bajó a la tumba el 4 de agosto de 1952, en un ambiente de soledad, casi inadvertido, anota la Fundación Corripio.
La Carta de Américo a Trujillo
Ciudad Trujillo, Distrito de Santo Domingo,
13 de Febrero de 1936
Generalísimo
Rafael L. Trujillo.
Presidente de la República.
CIUDAD
Honorable Presidente:
En el discurso pronunciado por Ud. el 26 de Enero último al inaugurar el acueducto y el mercado de Esperanza, hace Ud. una afirmación que no puedo dejar pasar por alto, relativa al encargo que, a iniciativa de Ud. me fué propuesto por el gobierno dominicano y que, aceptado por mí, dió ocasión al contrato celebrado entre éste y yo en fecha 18 de julio de 1935, y en virtud del cual me he comprometido a escribir una nueva Historia de la Isla de Santo Domingo. Dicha afirmación es la siguiente: «Que Ud. me ha confiado el encargo de escribir, en calidad de Historiador Oficial, la historia del pasado y del presente». (sic)
Me veo en la necesidad de ocupar su elevada atención para manifestarle que no me considero historiador oficial ni obligado a escribir la historia de lo presente. No me considero historiador oficial, porque mi convenio excluye por naturaleza de toda idea de subordinación y debe ser cumplido exclusivamente bajo los dictados de mi conciencia. No recibo órdenes de nadie y escribo en un rincón de mi casa. Tampoco me considero historiador del presente, porque, por el contrario, la cláusula primera de mi contrato con el Gobierno Dominicano excluye de manera expresa el escribir la historia del presente. Dicha cláusula dice así: «El doctor Américo Lugo se obliga frente al Gobierno Dominicano a escribir una obra intitulada Historia de la Isla de Santo Domingo, que constará de cuatro volúmenes en octavo, de cuatrocientas páginas, más o menos, cada volumen; la cual comprenderá el período comprendido entre los años 1492 a 1899, o sea desde el descubrimiento de la isla basta la última administración del Presidente Ulises Heureaux inclusive. A partir de esa fecha, el Dr. Lugo se obliga a hacer en su obra un recuento histórico de las demás administraciones». «Recuento» significa: Enumeración, inventario». En consecuencia, recuento histórico significa una enumeración de sucesos históricos; pero de ningún modo significa escribir la historia de dichos sucesos. Y un recuento es lo único a que me he obligado, a contar de 1899 o sea de la última administración del Presidente Heureaux. El título de historiador oficial carecía de sentido aplicado a un historiador del pasado. No podría referirse sino a la persona nombrada para escribir la historia de la administración actual; y la historia de la administración actual está excluida de mi Contrato, con el Gobierno Dominicano, como lo está la de todas las demás administraciones públicas posteriores al 26 de julio de 1899. Yo manifesté al enviado de Ud. que mi deseo era y había sido siempre no escribir historia sino hasta el año 1886 solamente. Se me arguyó que mi historia quedaría muy atrás para los estudiantes; y en obsequio de éstos convine en alargarla hasta 1899 y en hacer un recuento o enumeración de sucesos históricos a contar de esa fecha, pero nada más.
A Ud. no podía sorprenderle que yo me negase a traspasar en mi historia, los linderos del siglo XX. Ud. recordará que en Marzo de 1934 Ud. me ofreció una fuerte suma de dinero para que yo salvara mi casa, a cambio de que yo escribiera la Historia de la Década, lo cual era proponerme que fuese su historiador oficial; y Ud. recordará así mismo que preferí perder mi casa, como efectivamente la perdí, contestando a Ud. en carta de fecha 4 de abril de 1934 lo siguiente: «Yo podría ser, aunque humilde, historiador, pero no historiógrafo… Creo un error la resolución de escribir la historia de la última década. Lo acontecido durante ella está todavía demasiado palpitante. Los sucesos no son materia de la historia sino cuando son materia muerta. Lo presente ha menester ser depurado, y sólo el tiempo destila el licor de verdad dulce y útil para lo porvenir. Todo cuanto se escribe sobre lo actual o lo inmediatamente inactual, está fatalmente condenado a revisión.
La administración del general Vásquez y la de Ud. sólo podrán ser relatadas con imparcialidad en lo futuro. El juicio que uno merece de la posteridad no depende nunca de lo que digan sus contemporáneos; depende exclusivamente de uno mismo. Aparte de estas consideraciones decisivas, yo no podría escribir ese trozo de historia por dos razones: la primera, mi falta de salud; la segunda, mi falta de recursos. Recibir dinero por escribirla en mis presentes condiciones, tendría el aire de vender mi pluma, y ésta no tiene precio».
No cabe en lo posible que quién escribió a Ud. lo que precede, acepte, ahora ni nunca, el cargo de Historiador Oficial. Aunque Ud. hubiera de alcanzar y merecer todo lo que se propone y dice en su discurso, de lo cual yo me alegraría por el bien que reportaría el país, yo no sería su historiógrafo. No puedo serlo de nadie. Un historiógrafo o historiador oficial huele a palaciego y cortesano, y yo soy la antítesis de todo eso. No soy ni puedo ser sino un humilde historiador de lo pasado, y sólo como tal me he obligado con el Gobierno. Un historiador oficial es un historiógrafo, y la diferencia que hay entre simple historiador e historiógrafo ha sido magistralmente expuesta por Voltaire en su «Diccionario Filosófico», vocablo «Historiografía», en donde dice: «Este título es muy distinto del título de historiador. Se llama historiógrafo en Francia al hombre de letras que está pensionado. Es muy difícil que el historiógrafo de un príncipe no sea embustero, el de una república adula menos, pero no dice todas las verdades. En China los historiógrafos están encargados de coleccionar todos los títulos originales referentes a una dinastía… Cada soberano escoge su historiógrafo. Luis XIV nombró para este cargo a Pellisson. . . «
También se debe a mi exclusiva iniciativa la cláusula séptima del referido contrato del 18 de julio de 1935, cláusula que se refiere a la cesión de 5.000 ejemplares al Gobierno Dominicano. Esta no me exigió nada; pero yo no hubiera aceptado su oferta de escribir una historia sino a condición de ofrecer, a mi vez, la manera de reembolsar ampliamente la cantidad de dinero que costase escribirla y editarla. Es mi firme voluntad, sean cuales fueren las condiciones en que yo escriba mi Historia; poner desinteresadamente mi obra, por algún tiempo, a disposición del Estado.
He aceptado escribir una nueva historia de Santo Domingo a pesar de mi poca idoneidad por la razón capital expresada en 1932, en mi introducción al curso oral sobre historia colonial, cuando digo: «El efecto más doloroso para nosotros de la decadencia de la isla ha sido que, desde entonces, la historia de ésta quedó enterrada en los archivos coloniales; y allí está y estará hasta que la rescate de la noción que la conciencia nacional va creando de sí misma y tan poco a poco como lo requiere el hecho de que la formación de la conciencia nacional depende del conocimiento de la historia patria». Cuando Ud. me propuso escribirla, envió a decirme que Ud. consideraba que prestaría un servicio eminente a las generaciones futuras aportando su concurso para que yo la escribiera, y yo acepté, por mi parte, el escribirla, con el único pero elevado propósito de contribuir, siquiera modestamente, a la formación de la conciencia nacional, que todavía no existe pero acepté teniendo cuidado en evitar, como se vé en las cláusulas primeras y séptima de mi contrato, que nadie pueda erróneamente figurarse que pertenezco a la farándula que sigue a Ud. como sigue a todos los potentados de la tierra, tratando de medrar a cambio de lisonjas.
Creo que, en honor a la verdad, si Ud. hubiera podido tener a mano y compulsar el contrato que he celebrado con el Gobierno Dominicano, no se habría expresado en la forma en que lo hizo, atribuyéndome un cargo que no tengo y una obligación que no me corresponde. Creo también que aunque Ud. me haya tratado muy poco, me conoce lo bastante, como me conoce todo el país, para saber que yo no me puedo consentir en verme uncido a ningún carro triunfal. La virtud y la ambición son en principio incompatibles. Los vencedores no tienen entrada franca en mi cristianizado espíritu. Los que la tienen son los pobres y los humildes. «Los humildes serán ensalzados y de los pobres es el reino de los cielos», dice el Evangelio. En cuanto a los grandes triunfadores, éstos pertenecen a la historia: ella se los entrega a la posteridad, y la posteridad ha de juzgarlos. No se puede formar Juicio histórico contemporáneo sin violar la jurisdicción de ese tribunal misterioso y supremo.
Yo no tengo «una mentalidad erudita». Sólo tengo ideas claras y rectitud de corazón. No he estudiado nunca por la simple curiosidad de saber, sino, conforme a Aristóteles, para ser bueno y obrar bien. En este sentido creo que la lectura de la historia es una suprema lección de moral. Es injustificado el desdén hacia la historia del pasado. No hay pasado obscuro. La obscuridad sólo está en nosotros. Es del pasado de donde viene siempre la luz con que vemos hoy con el espíritu las cosas, sencillamente porque no puede venir del porvenir. El porvenir sería tan obscuro como la muerte, si no fuera porque la luz de lo pasado es tan potente que permite prever ciertos acontecimientos de un futuro próximo. Y la ciencia difícil del mando es la eminencia sobre la cual la historia proyecta con más claridad la luz. Aunque la marcha de la humanidad sea progresiva, el hombre de Estado debe abismarse en la contemplación de lo pasado, porque éste es raíz, tronco y savia de los frutos del presente, sin los cuales éste se marchitaría y se secaría como rama arrancada del árbol.
Antes de elaborar sucesos históricos es indispensable estudiar los sucesos realizados por las generaciones anteriores. Ellos son la experiencia de la vida; ellos suministran las reglas y modelos. Y de modo singular necesita el político el conocimiento del pasado de su pueblo, porque ese pasado es la cantera de los materiales apropiados para la fábrica de una obra política verdaderamente nacional. La índole de un pueblo no puede estudiarse sólo en su generación viviente. En política ninguna solución es fácil; ningún error es teórico. Las disposiciones legislativas de un pueblo, aunque sean científicas; son perturbadoras cuando no respondan a sus necesidades, a su situación, opiniones y creencias. Lo que se llama reconstrucción nacional debe hacerse de acuerdo con lo pasado: la reconstrucción contra el pasado es pura ideología; es lo mismo que si para reparar un edificio, se prescindiese de él.
Los más grandes, guiadores de sociedades y de ejércitos han medido sus pasos por la lección de la historia y acuñado sus hazañas en este acerado y finísimo troquel. Los mejores reyes y capitanes de Grecia y Roma y del mundo se criaron y formaron en el regazo de la historia, y aún algunos magistralmente la escribieron. La almohada de Alejandro era la Iliada junto con su espada; César puso al lado de la suya sus admirables Comentarios; y Napoleón, en sus reflexiones sobre la campaña del Magno Macedonio, nos revela su atento y profundo estudio de lo pasado. El rey Alfonso el Sabio, el hombre más culto del siglo XIII, escribió la Historia de España para enseñar al pueblo español sus orígenes; también escribió la del suyo el profeta Moisés, mientras lo guiaba a la tierra prometida; y Mahomet el Conquistador leía y fundaba escuelas mientras combatía. La excelsitud no se improvisa. Las grandes acciones exigen poderoso y cultivado entendimiento, y necesitan ser puestas, antes de ser realizadas con audacia, bajo el signo de la prudencia, virtud suprema del que manda y rige pueblos y que sólo se acendra en la lección atenta de la historia.
La actual generación dominicana es precisamente, en mi pobre concepto, la más desgraciada de cuantas han hollado con su planta el suelo de la isla sagrada de América.
Débese esto a la Ocupación Americana, que fué escuela de cobardía y envilecimiento, debilidad y corrupción, y cuya acción depresiva y deletérea destruyó la energía del carácter, la seriedad de la palabra, la vergüenza en el obrar, dejando, a la hora de la Desocupación, un pueblo muelle, despreocupado y descreído sobre esta tierra de acción y de fé, que fué almáciga de héroes desde los primeros tiempos del descubrimiento del Nuevo Mundo y que dió a éste, en el siglo XIX, un príncipe de la libertad en Francisco del Rosario Sánchez. Los poderes públicos deben estimular en nuestra juventud el florecimiento de aquellas energías de que dieron alta prueba Meriño frente a Santana, Luperón frente a España, Emiliano Tejera frente a Báez, Luis Tejera frente a la tentativa filibustera de 1905, y, frente al desembarco de los norteamericanos en San Pedro de Macorís, Gregorio Urbano Gilbert. Es menester buscar al historiador dominicano que más se asemeje a Tucídides, para que evoque en toda su épica belleza el proceso glorioso de esta república nuestra durante la Anexión y riegue con la corriente y declaración de los sucesos antiguos los modernos, a fin de vigorizar la debilitada cepa del presente. (sic)
Mi creencia, cada vez más arraigada, de que el pueblo dominicano no constituye nación, me ha vedado en absoluto ser político militante. No he sido, dentro de los términos de mi país, ni siquiera alcalde pedáneo. En una serie de artículos publicados en 1899 y reproducidos luego en «A Punto Largo», he escrito lo siguiente: «Gobernar es Amar». «Son, a mi ver, más compulsivos para el político que para el sacerdote los deberes de humanidad, dulzura, piedad y tolerancia, porque lo más grave de la ley es como afirma San Mateo. el juicio, la misericordia y la fé. Para mí la cuestión no es dispensar el bien y el mal como las divinidades antiguas, sino hacer el bien; es no adoptar resoluciones que no estén cimentadas en la rectitud del corazón, es dar al pueblo toda su personalidad enérgica y viril, fortificando diariamente su espíritu en el rudo ejercicio de la libertad, que es el único que produce los caracteres enérgicos que forman las naciones y mantienen independiente al estado de toda dominación extranjera; es proporcionar, no la educación meramente intelectual que sólo sirve para aumentar las filas de los peores auxiliares del poder, sino la que fecundiza, extiende y vivifica la libertad jurídica, hasta el punto de producir la libertad política, que es la verdadera libertad; es poner fuera. de todo alcance los derechos del ciudadano y reducir al mínimum necesario los de los poderes públicos, es finalmente, consagrarse al bien público con perfecto desinterés material e inmaterial, amar la pobreza y practicarla, despreciar el aplauso en absoluto, adoptar sólo los medios que justifiquen la nobleza de los fines y acuñar la paz en las palabras, en las medallas, en los actos y en las almas.
Suplico a Ud. dispensarme por haberle distraído de sus importantes ocupaciones, y espero que Ud. no tendrá inconveniente en reconocer, como es de estricta verdad y justicia, que no estoy encargado de escribir la historia del presente, sino la del pasado hasta el 26 de Julio de 1899, y que lo único a que estoy obligado, respecto del presente es a hacer una enumeración de los sucesos históricos a contar de 1899, todo de conformidad a mi contrato con el Gobierno Dominicano, de fecha 18 de julio de 1935; y que es conforme a este criterio que debo continuar escribiendo la Historia de la Isla de Santo Domingo.
Soy de Ud. Honorable Presidente, con sentimientos de la consideración más distinguida.
AMERICO LUGO