Por Teófilo Lappot Robles
A los pocos días de proclamarse la Independencia Nacional, el 27 de febrero de 1844, al territorio de la República Dominicana llegaron miles de soldados haitianos.
Se desató una guerra de invasión con choques armados que incluyeron escaramuzas, zafarranchos, refriegas y batallas épicas.
Esa circunstancia, con características insólitas en cualquier lugar del mundo, motivó que prácticamente todos los sectores que entonces formaban la sociedad dominicana se involucraran en la lucha armada, a fin de preservar la soberanía recién inaugurada.
Una narración más bien resumida de los acontecimientos bélicos librados en marzo de 1844 en algunos lugares del país (Neyba, Azua, Santiago) permite en el presente tener una aproximación de los dolorosos momentos padecidos por una nación cuya libertad, por reciente, todavía estaba al amparo de los vaivenes de su cuna.
Hace ahora 178 años que el país fue agredido de manera brutal por fuerzas numéricamente superiores (integradas por profesionales de la milicia), dotadas con poderosos armamentos que los haitianos heredaron de Francia, cuando ese otrora imperio fue desplazado como metrópoli del oeste de la isla de Santo Domingo.
El entonces presidente de Haití Charles Hérard emitió el 4 de marzo de 1844 un decreto mediante el cual se ordenaba reunir todas las fuerzas disponibles en aquel país para atacar a la República Dominicana, con la falsa creencia de que para ellos sería un paseo militar.
Cuando el flamante gobierno colegiado dominicano se enteró de los aprestos agresivos de Hérard y sus generales les advirtió de manera enérgica que la República Dominicana era una realidad irreversible y que bajo ninguna circunstancia se quedaría pasiva ante cualquier atentado a la soberanía nacional.
Para mayor contundencia de dicha decisión, aunque era sobrante, la más alta autoridad gubernamental del país les informó a los gobernantes haitianos, mediante comunicado del 9 de marzo del referido año, la “firme resolución de los dominicanos de separarse de la República de Haití, erigiéndose en un Estado soberano bajo sus antiguos límites.”
La realidad fue que la nación dominicana tuvo que reavivar los regimientos 31 y 32, así como otras fuerzas que estaban dispersas, para involucrarse en batallas defensivas a fin de sostener en pie su libertad, amenazada por jenízaros extranjeros que llegaron a todo galope a la tierra de Duarte.
Se puede decir, de cara a una visión legal, que los invasores de marzo de 1844 actuaron con alevosía y nocturnidad. No había entonces nada que les permitiera escudarse en un argumentario para alegar motivos de guerra.
Es decir, no había ningún porqué para poner en práctica contra el pueblo dominicano el casus belli de que hablaban los latinos.
El día 9 de marzo de 1844 los haitianos penetraron el territorio dominicano con dos poderosos cuerpos de ejército: El presidente Charles Hérard Ainé entró por los caminos de Las Matas de Farfán. Por Neiba llegó el general Agustín Souffrant.
Esa fue la primera irrupción en territorio dominicano de los vecinos que están en el oeste de la isla. Luego se produjeron, por más de diez años, otras sangrientas agresiones.
El pueblo dominicano hizo en ese marzo glorioso, como también después, una defensa activa, con objetivos positivos, lo cual le permitió revertir la debilidad que en términos militares implica pelear inicialmente a la defensiva.
El primer encuentro armado entre dominicanos y haitianos, después de la proclamación de la Independencia Nacional, se produjo en un lugar llamado la Fuente del Rodeo, en los contornos de Neyba.
Ese hecho de armas, por tener la primicia de los enfrentamientos que se extendieron por 12 largos años, se le conoce como el bautismo de sangre del pueblo dominicano, luego de tremolar gloriosa la bandera tricolor.
En aquel lugar agreste del sur los patriotas dominicanos estaban encabezados por el general Fernando Tavera, quien fue herido de gravedad, creando consternación, pero al mismo tiempo ese hecho infausto sirvió de bujía para impulsar la voluntad colectiva de los hombres bajo su mando de luchar sin importar las consecuencias.
El bizarro Tavera fue sustituido en la dirección de los combatientes por sus asistentes militares Vicente Noble y Dionisio Reyes, quienes siguieron llenando de gloria páginas de la historia nacional.
Los invasores, que merodeaban por diferentes puntos del territorio de la ahora provincia Bahoruco, estaban encabezados por el coronel Auguste Brouard.Con motivo de esa primera derrota emprendieron la fuga ante la tenacidad de los dominicanos, moviéndose desde Las Tejas hacia las proximidades de Cerro en Medio.
Pocos días después de los hechos de la Fuente del Rodeo, un coronel Brouard reforzado con pelotones de dragones y granaderos fuertemente armados que llegaron al país bordeando el frente norte del Lago Enriquillo, por los caminos de La Descubierta, Postrer Río, Las Clavellinas y Barbacoas, lograron contener a los dominicanos en los lugares denominados Cabeza de Las Marías, cerca de Neiba, y Las Hicoteas, en las colindancias de Azua.
Más bien se trató en realidad de un repliegue táctico decidido por los coroneles Manuel de Regla Mota (luego Presidente de la República) y Manuel Mora, tal y como pudo comprobarse posteriormente.
Un oficial haitiano de nombre Dorvelás-Doval, en un parte militar consignó que los combatientes de la infantería y la caballería dominicanas llegaban a los escenarios de guerra al grito de ¡“Viva la República Dominicana!” Esa era la más alta demostración de la audacia y arrojo de los dominicanos.
La primera gran batalla de marzo de 1844 se libró en Azua, el día 19. Fue una epopeya de las armas dominicanas, con una duración de varias horas en las cuales fue incesante el fuego de los contendientes.
En esa batalla hubo una enorme mortandad, principalmente entre los más de 15 mil invasores, quienes habían pensado de manera absurda que nada lo detendría en su galopante ruta hacia la capital dominicana, máxime cuando se enteraron por medio de espías que del lado dominicano los hombres armados no pasaban de 3 mil.
Una simple operación matemática de porcentaje de los combatientes de ambos lados permite decir que los agresores eran 5 veces más que los patriotas dominicanos que los enfrentaban.
Es oportuno decir aquí que en la paz como en la guerra la fortuna tiene diversas caras. Con frecuencia el resultado de un hecho depende de elementos que pueden situarse en el inclasificable renglón del azar.
En el caso de la batalla de Azua, desarrollada el 19 de marzo de 1844, no hubo importantes aspectos derivados de la casualidad, sino una hábil planificación táctica de parte de los dirigentes militares dominicanos, tendente a controlar y ejecutar de manera impecable un conjunto de acciones que permitieron poner a masticar el polvo de la derrota a los enemigos de la soberanía dominicana.
Esa vez el éxito de las armas de la República Dominicana se produjo esencialmente porque se organizó bien la avanzada, a ambas orillas del río Jura, con el comandante Lucas Díaz a la cabeza, quien ordenó abrir fuego a los enemigos en una acción de distracción que le permitió trasladarse a la ciudad de Azua a informar sobre la cercanía de estos.
Simultáneamente se enviaron al noroeste de esa ciudad, por la zona llamada Camino de El Barro y sus aledaños, varios pelotones de fusileros y expertos en el manejo de armas blancas, entre ellas espadas, cuchillos, lanzas, machetes, dagas, bayonetas y sables.
En los parajes conocidos como Camino de la Conquista y Los Conucos fueron situados pequeños contingentes cuya misión era proteger la zona sur de ese territorio dominicano.
En las laderas y collados de esa geografía montañosa también se llenaron de gloria Vicente Noble y los fusileros que lo acompañaban desde los hechos históricos de la Fuente del Rodeo.
La retaguardia fue emplazada en la parte norte de la ciudad de Azua, en un cerro en forma de otero conocido como El Fuerte Resolí, bajo el mando del valiente patriota Nicolás Mañón, flanqueado por un equipo selecto de macheteros, quienes lo enterraron allí, por voluntad suya, cuando fue mortalmente herido en defensa de la patria.
En esa batalla fue muy importante para el triunfo de los dominicanos el diestro manejo que hizo de un potente cañón el experto artillero Francisco Soñé, un francés residente en aquella ciudad sureña, quien había sido oficial de artillería bajo las órdenes de Napoleón Bonaparte. Soñé fue eficazmente auxiliado por los aguerridos oficiales criollos Luis Álvarez y Juan Ceara.
Ese cañón, y otro más pequeño, causaron estragos entre los invasores enemigos de la soberanía dominicana.
Entre las bajas haitianas más significativas que causaron esas armas mortíferas estuvieron el general Thomas Héctor y los coroneles Vincent y Giles, quienes murieron despedazados en la tierra donde nunca debieron penetrar de manera intrusa.
El autor de las principales tácticas exitosas desplegadas por los dominicanos en la batalla del 19 de marzo de 1844 fue el general Antonio Duvergé, genio militar que en los hechos fue el principal héroe de aquel día glorioso.