Por Teófilo Lappot Robles
La memoria de Juan Pablo Duarte debe mantenerse como una llama votiva. Su gran obra redentora merece un permanente recordatorio de veneración para todos los dominicanos agradecidos.
Dicho lo anterior a pesar de que a través del tiempo se ha maquinado para restar importancia a los asuntos que tienen que ver con el interés patrio.
No son pocos los que prefieren rendirle culto a eso que los latinos llamaban carpe diem, (centrado en sólo aprovechar el presente) inducidos por una sociedad estructurada sobre el inmediatismo, prescindiendo del pasado y sin importarles el futuro.
Duarte, que sí pensaba en el futuro de los dominicanos, estaba tan seguro de la viabilidad de la independencia nacional que al segundo mes de producirse el fogonazo redentor del 27 de febrero de 1844 se enfrascó (abril-junio 1844) en la redacción de un proyecto de Constitución que garantizara una sociedad organizada y regida por disposiciones legales justas.
Ese boceto de Carta Magna duartiana, por sus alcances, nada tenía de cercanía con su más remoto antecedente, la redactada en Inglaterra en el 1215 por Stephen Langton, a la sazón arzobispo de Canterbury, que meses después fue anulada por el Papa Inocencio III.
En el artículo 16 del proyecto de ley fundamental de Duarte se definió nítidamente a la nación dominicana con estas palabras doradas: “es la reunión de todos los dominicanos.”
No pudo concluir su texto sustantivo por la vorágine desatada en su contra en esos momentos, pero de su lectura se comprueba que tenía como eje central, con carácter de insustituible, el lema invariable de que para la nación dominicana y su gobierno tenía que ser innegociable la soberanía plena.
El artículo 18, de la que pudo ser la primera Ley de Leyes de la República Dominicana, lo redactó Duarte así:“La Nación dominicana es libre e independiente y no es ni puede ser jamás parte integrante de ninguna otra potencia, ni el patrimonio de familia o persona alguna propia ni mucho menos extraña.”
En ese proyecto de Carta Magna el padre de la patria planteaba también la necesidad de que prevalecieran en la sociedad dominicana “leyes sabias y justas.” Procuraba que siempre se conservaran los “derechos legítimos de todos los individuos que la componen.”
Duarte sostenía, como un principio inmanente, que el gobierno “deberá ser siempre popular en cuanto a su origen, electivo en cuanto al modo de organizarse, representativo en cuanto al sistema…”
Con ese anteproyecto de código fundamental el prócer independentista procuraba cincelar su ideal de una República Dominicana preparada para arrancar su andadura de nación libre, montada sobre los rieles de la democracia, con instituciones políticamente organizadas, vertebradas en lazos de solidaridad colectiva que garantizaran los derechos y las responsabilidades de todos los ciudadanos.
De su lectura se desprende también que Duarte tejía un texto sustantivo que sirviera de fundamento al andamiaje de leyes adjetivas imprescindibles para regular la vida cotidiana.
Se puede decir que ese bosquejo constitucional elaborado por Duarte (el cual establecía, entre otras cosas, el sufragio universal) tenía aspectos políticos y sociales más avanzados que la Constitución de los EE.UU., publicada en la ciudad de Filadelfia el 17 de septiembre de 1787.
Es pertinente decir que el texto aludido, surgido de la Gran Convención de Filadelfia, ratificó el artículo 4 del Acta de Confederación, con lo cual se impidió que los esclavos, que entonces eran una quinta parte de la población estadounidense, pudieran ejercer el derecho al voto, entre otras restricciones.
Sin embargo, en el caso dominicano fuerzas adversas a los ideales de Duarte ni siquiera lo dejaron concluir la redacción de aquel borrador inspirado en los mejores deseos para la entonces naciente República Dominicana.
Personajes que negaban la capacidad del pueblo dominicano para sostener su soberanía asaltaron el órgano colegiado de gobierno, entonces llamado Junta Central Gubernativa. Desde el 13 de julio de dicho año impusieron como dictador a Pedro Santana. Estaba en curso, como escribió Rosa Duarte, “el imperio del sable.”
El 10 de septiembre del 1844 el principal ideólogo de la independencia nacional fue expulsado del país. Él mismo escribió al respecto: “Yo iba enfermo, con las calenturas que había traído de Puerto Plata. Me apoyaba para poder andar en los brazos de mi hermano Vicente y su hijo Enrique.”
Juan Pablo Duarte fue un hombre sin ambages y de una actitud rectilínea en su lucha patriótica. Por eso también dejó otra página de oro en la historia nacional cuando el “bando traidor y parricida” produjo la fatídica anexión a España.
Ya tenía dos décadas fuera de su patria, exiliado y aislado en la espesa selva periférica al río Orinoco, en el territorio de Venezuela.
Se enteró de ese crimen contra la patria ya sobrepasado un a
ño de que las tropas españolas mancillaran esta tierra. De inmediato se puso en clave de acción.
Fue en esos momentos de tribulaciones que escribió un flameante poema contra los liberticidas y mercaderes que habían vendido la soberanía dominicana al imperio español, bajo el alegato de la inviabilidad de la independencia nacional.
Su primera estrofa dice así:
“Por la cruz, por la patria y su gloria/Denodados al campo marchemos: Si nos niega el laurel la victoria/Del martirio la palma alcancemos.”
El 25 de marzo de 1864 arribó al país por el litoral marino de Montecristi. Trajo consigo una modesta pero valiosa ayuda económica y armas portátiles de infantería para reforzar las fuerzas restauradoras que finalmente salieron victoriosas en una lucha desigual en la cual el pueblo en armas derrotó a un poderoso ejército imperial que, además, contaba con el apoyo interno de los renegados que no creían en la resiliencia de los dominicanos.
Las intrigas internas de algunos jefes restauradores pulverizaron de nuevo los deseos de Duarte de combatir en defensa de la libertad de su pueblo. Se usaron muchas alilayas para sacarlo del escenario nacional.
Esa vez había vuelto “a protestar con las armas en la mano contra la anexión a España…” Así se lo afirmó a su amigo Félix María Delmonte, en una de las tantas cartas que le escribió después.
En el ideario de ese ejemplo luminoso que fue Juan Pablo Duarte hay expresiones que demuestran con elocuencia que enfrentaba con energía a los enemigos de afuera como a los de adentro. No era un místico con vocación contemplativa, como maliciosamente lo han dibujado algunos publicistas de nuestro pasado.
Sobre los traidores no usó paños tibios. Los calificó con estas certeras palabras: “Mientras no se escarmiente a los traidores, como se debe, los buenos y verdaderos dominicanos serán siempre víctimas de sus maquinaciones.”
Para Juan Pablo Duarte los individuos antinacionales, aquellos que tenían fines proditorios, eran ciudadanos del infierno. Para definirlos creó la palabra “orcopolitas.”
Lo que él pensaba como la mejor fórmula para dirigir al pueblo dominicano no ha cuajado todavía, por múltiples factores de la realidad nacional, pero ello no significa que sus objetivos no se mantengan flotando como un destello de luz sobre la nación que contribuyó a fundar.
Bibliografía:
Proyecto de ley fundamental de Duarte. Editado por el Tribunal Constitucional de la R.D., 2019. Juan Pablo Duarte.
Ideario de Duarte. Impresora San Francisco, 1943. Recopilador Vetilio Alfau Durán.
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La ideología revolucionaria de J.P.D. Orígenes y manifestaciones. Editora Alfa y Omega, 1983. Juan Isidro Jimenes Grullón.
Apuntes para la historia de la isla de Santo Domingo, 1994. Rosa Duarte.
Historia de la Cultura Dominicana. Impresora Amigo del Hogar,2016.Mariano Lebrón Saviñón.
Diccionario Biográfico-Histórico Dominicano (1821-1930).Editora de Colores, 1997. Rufino Martínez.