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Integridad y su claustro de soledad

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Integridad y su claustro de soledad

Juan Llado

¿Es la integridad, en el perfectible ser humano, una utopía? ¿Abundan los hombres íntegros, cual rara avis, en la política? ¿Optan los íntegros por refugiarse en la soledad frente a sus fracasos? La vida de Juan Pablo Duarte, un icono de integridad en la historia nacional podría arrojar luz sobre estas portentosas interrogantes. La reciente obra del destacado historiador Roberto Cassa, «Antes y después del 27 de febrero» (2016), al reseñar la actuación del patricio en torno a la gesta de la independencia, ayuda a mejor evaluar y valorar la virtud congénita de su integridad.

Según Cassa, figuras tales como Jose Gabriel Garcia, Emiliano Tejera, Federico Henriquez y Carvajal y Felix Maria Delmonte, reconocieron en Duarte su liderazgo indiscutible de la hazaña de la independencia. Joaquin Balaguer, más adelante, consagró su excelsitud: «Podemos estar convencidos de que de nuestra tierra no brotará otro dominicano como Duarte. Ningún otro ciudadano podría igualarlo jamás en abnegación y en limpieza; ninguno podrá jamás sustituirlo como modelo que debe ofrecerse a la juventud dominicana de todos los tiempos.» Pero estas cumbres del pensamiento, aunque destacaron sus dotes morales, no enjuiciaron su integridad.

Los diccionarios definen la integridad como una cualidad de entereza moral. Wikipedia nos aclara: «Una persona íntegra es aquella que siempre hace lo correcto, lo cual significa hacer todo aquello que consideramos bien para nosotros y que no dañe a otras personas.» En el contexto político, tan sublime requisito se asocia con la probidad. «Si entendemos que la integridad política es la capacidad de obrar con rectitud y limpieza, donde cada acto, en cada momento se alinea con la honestidad, la franqueza y la justicia, tenemos la base para una nueva generación de estilo político.»

Pocos dudaran que Duarte representó fielmente ese nuevo estilo. Su excepcionalidad, por supuesto, la consagra el orden superior de sus ideales. Pero la integridad del Duarte de carne y hueso debe ser comprobada sobre las bases concretas de los hechos. Para ello es necesario discurrir sobre la formación de su identidad dominicana, los ideales políticos que lo inspiraron y su pensamiento y accionar. El análisis no puede aquí recorrer todas las circunstancias y episodios, pero basta con que se citen algunos de los puntos luminosos de su ciclo de vida.

Patín Veloz, en su Duarte y la Historia (2013), afirma que «todo parece indicar que en el hogar de Duarte los intereses patrióticos y los políticos no eran los principales en la primera época de su vida.» Pero Cassa argumenta que «con el tiempo entre los dominicanos se fue consolidando un nuevo tipo de sentimiento de identidad común, superpuesto a los previos, que redundaba en una noción de pertenencia. En la medida en que la Republica de Haiti no tomó en cuenta la diversidad étnica y socio-cultural de la población dominicana, resultó inevitable que se fueran afianzando criterios de comunidad vis a vis la población haitiana en su conjunto.» Duarte habrá bebido de ese envolvente caldo de cultivo de la identidad nacional.

La conciencia de ser diferente al haitiano probablemente emergió en Duarte cuando su padre, un próspero comerciante, se negó a firmar un documento que le daba la bienvenida a la ocupación haitiana. Los motivos están pendientes de precisar: ¿sería algún racismo de ese inmigrante español o una defensa contra la competencia comercial haitiana? Pero el episodio que realmente catalizaría en Duarte su identidad ocurrió a los 16 años durante su viaje hacia Norteamérica. Cuando el capitán de la embarcación le endilgo socarronamente el mote de «haitiano», él le aclaró airadamente ser dominicano.

Cassa dice: «A medida que se iban conformando, los estratos urbanos burgueses encontraban en el régimen haitiano un impedimento para la realización de sus intereses materiales.» Pero Cassa reconoce que estos solo crearon las condiciones para que el altruismo de Duarte fructificara en la lucha por la independencia. La mejor prueba de que su lucha no obedecía a un propósito mercurial fue que sacrificó dos veces el patrimonio familiar para apoyar esa lucha. Y de su integridad política sobresalen como pruebas irrefutables las dos veces que declinó la presidencia para evitar la discordia entre los que seguían sus directrices libertarias.

Los historiadores reconocen que Duarte desarrolló sus ideales altruistas durante su estadía en Europa, al abrazar el romanticismo imperante en las capitales de los países visitados. «Esta doctrina, de naturaleza compleja o ecléctica, se distingue, entre otras cosas, por su lirismo, su individualismo y el predominio de la sensibilidad sobre la razón.» Su condición de masón y cristiano derivó entonces en un genuino apego a la democracia liberal, lo cual tradujo en los ideales de libertad, igualdad de derechos, justicia social y fraternidad multirracial. No hubo fisuras en el pensamiento y accionar que avaló siempre esos ideales y de ahí su acrisolada integridad.

La pasión de Duarte por la libertad tuvo su expresión cimera en el indeclinable afán por crear una patria libre y soberana. La consagró primero con el lema trinitario de Dios, Patria y Libertad y la mantuvo con su rechazo a la esclavitud. Su accionar libertario se vio tachonado por su arrojo en la clandestinidad, la lucha bélica contra los huestes de Boyer justo antes de su primer exilio y al plantarse con firmeza contra el autoritarismo de Santana en la intentona de golpe del 9 de junio del 1844. Por la libertad también se ofreció, sin éxito, a combatir a los haitianos en Azua y, posteriormente, a los españoles en la guerra de la Restauración.

Duarte no protagonizó actos específicos sobre la igualdad de derechos entre todos los ciudadanos. Pero su ferviente adhesión a ella lo llevo a ungir la ley como divisa indispensable de la sociedad. En su proyecto de Ley Fundamental lo expresó en su primer artículo: «Ley es la regla a la cual deben acomodar sus actos, así los gobernados como los gobernantes.» En el Art. 20: «La nación dominicana esta obligada a conservar y proteger por medio de sus delegados y a favor de leyes sabias y justas la libertad personal, civil e individual, así como la propiedad y demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen; sin olvidarse para con los extraños (a quienes también se le debe justicia) de los deberes que impone la filantropía.»

Sobre la justicia social, Patín Veloz afirma: «Duarte, que como cualquiera de nosotros sabia que la justicia es la virtud que nos impulsa a darle a cada cual lo que en derecho le pertenece, pero para el es algo tan importante que la considera como el primer deber del hombre y el fundamento de la felicidad social.» «Jamás se mostró partidario de que hubiera una clase que tuviera privilegios políticos o económicos y su afán de justicia, de libertad y de concordia, lo llevó a desear la unión de todos los dominicanos, sin tomar en cuenta la clase a que pertenecieran.»

Su valoración de la fraternidad multirracial la consagró en su respeto por el pueblo haitiano al decir, aunque no considerara posible una fusión entre dominicanos y haitianos: «Yo admiro al pueblo haitiano desde el momento en que, recorriendo las páginas de su historia, lo encuentro luchando desesperadamente contra poderes excesivamente superiores, y veo como los vence y como sale de la triste condición de esclavo para constituirse en nación libre e independiente.» Luego refrenda ese credo en su poema El Criollo: «los blancos, los morenos, los cobrizos y los cruzados le mostraran al mundo que eran hermanos.» Por eso rechazó tajantemente la creación de una aristocracia y la instauración de un coloniaje.

No debe sorprender que, al ser desterrado a perpetuidad en septiembre del 1844, a los 32 años Duarte optara por aislarse en un recóndito lugar de la selva amazónica venezolana. La resultante desconexión de su patria y de su familia durante ese autoimpuesto exilio en San Carlos de Rio Negro (Estado de Apure) tampoco fue un acto catatónico ni esquizofrénico. Es más probable que fuera el producto de la amargura que causaran los aprestos anexionistas y el despotismo de Santana. Ese dolor cobro fuerza cuando en 1864, ante el nefando escepticismo de los líderes de la Restauración sobre los motivos de su regreso al país, optó por regresar a Caracas y permanecer allí hasta su muerte.

¿Fue el claustro de soledad de Duarte en Rio Negro, imaginado por Bernardo Vega en su magistral cuento inédito El Trasterrado, un desencanto similar al de Bolivar cuando este se retiró a Santa Marta? Si como creía Dostoyevski, el sufrimiento limpia el alma, ese aislamiento de Duarte pudo regenerar su utopía e impulsarlo a regresar al país en el 1864 a ofrecerse como soldado en la guerra restauradora. La reincidencia en la persecución de sus ideales es prueba incontrovertible de integridad política y su aislamiento de doce años en la selva venezolana una flaqueza pasajera de su sensibilidad patriótica. También los íntegros pueden abrazar la soledad como ritual de limpieza.

Juan Llado | 23 de septiembre de 2019 | Acento.com.do

j.llado@claro.net.do

2019-09-23 09:29:08