Cultura, Portada

La Doctrina Monroe II

Por Teófilo Lappot Robles

El primer tropiezo diplomático de la Doctrina Monroe ocurrió en la República Dominicana, en el 1854, con motivo de múltiples maniobras estadounidenses para apoderarse de la Bahía de Samaná.

En dicha fecha Francia protestó ante el gobierno de los EE.UU. por  el trapicheo que hacía en el país el conocido muñidor William Cazneau.

Hay que precisar que Cazneau fue una figura siniestra que llegó a ser general en los dramáticos acontecimientos de Texas, donde también se dedicó al comercio y a la política. Llegó aquí como agente especial de su país en el 1853, bajo el padrinazgo de James Buchanan, quien 4 años después se convirtió en el décimo quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica. 

El historiador Dexter Perkins, uno de los mayores escudriñadores de aquel instrumento imperial, escribió en uno de sus ensayos que esa fue “la primera protesta diplomática basada en los postulados de la Doctrina Monroe.” 

Antes y después de esos aludidos hechos de Samaná algunos caudillos políticos y militares, así como otros actores de la vida pública de América Latina, creyeron  que la Doctrina Monroe era la salvación para los países de esta parte de la tierra. 

Esa errónea e ingenua visión, que revela la falta de conceptos criteriosos de que padecían, quedó registrada en informes oficiales, en crónicas, artículos, comunicaciones privadas, así como en los más diversos comentarios laudatorios a la misma. 

Ellos pensaron, por los motivos que fueran, que la indicada doctrina era un instrumento de compenetración y de solidaridad continental entre todos los pueblos de América. 

No llegaban a comprender las múltiples interpretaciones que en cada caso permitía su sibilino y ambiguo texto, el cual siempre se ha aplicado en beneficio de los intereses de los EE.UU.

Muchas décadas después de la divulgación de la Doctrina Monroe incluso el laborioso historiador  y político dominicano José Gabriel García presentaba ciertos niveles de confusión. Al parecer el padre de la historiografía nacional no estaba convencido de los alcances perniciosos de la misma. 

En un ensayo titulado “Nuevas coincidencias históricas”, publicado en el 1892, al tratar el tema de la ocupación por invasores estadounidenses de la isla Alto Velo,  entonces rica en guano que los dichos usurpadores se llevaron por toneladas hacia el puerto de Boston, García escribió con indulgencia extrema, lo siguiente:

“Empero, como la idea política de la absorción de la América española, a que ha dado origen una mala interpretación de la doctrina de Monroe, vive muriendo y resucitando en los Estados Unidos, según que son más o menos liberales los principios de los hombres que se suceden en el poder…”1

La verdad es que dicha doctrina fue ideada para que los Estados Unidos de Norteamérica sojuzgaran a sus vecinos latinoamericanos y caribeños en términos geográficos, políticos, militares, económicos y culturales. Su objetivo esencial era  justificar, a través de sofismas y mentiras abiertas, las acciones de un imperio entonces en expansión, sin importar conceptos ideológicos, con o sin matices.

La puesta en práctica de la Doctrina Monroe ha sido siempre para imponer la fuerza del poderoso país del norte sobre la soberanía y la dignidad de los pueblos  débiles de América Latina, profanando de ese modo el altar del Derecho Internacional, cuyas bases filosóficas se remontan a los sabios de la antiquísima Mesopotamia, siguiendo con Confucio y Buda, hasta adquirir los perfiles de la Edad Contemporánea con las reflexiones del fraile dominico y escritor español Francisco de Vitoria y del jurista y escritor holandés Hugo Grocio.

Cuando comenzaron los primeros zarpazos contra México y otros países latinoamericanos y caribeños, con la susodicha doctrina como escudo, todavía el guatemalteco nacido en Honduras Augusto Monterroso Bonilla no había escrito su cuento de fama mundial: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.”  La verdad es que un imperio siempre crea con sus movimientos la sensación avasallante que se le atribuye a ese saurio de la prehistoria.

Es importante señalar que los ideólogos de la Doctrina Monroe no pudieron de arrancada confundir a todos. Unos cuantos captaron tempranamente la finalidad real que se ocultaba en su texto.  

A mi juicio el que con más fina puntería intelectual comprendió desde Europa los alcances de la misma fue George Canning, a la sazón ministro de asuntos exteriores de Gran Bretaña.

Para tratar de debilitar la aplicación de la susodicha doctrina creada por Monroe, Adams y otros líderes estadounidenses de la época, el mencionado político y abogado inglés planteó que Inglaterra reconociera, a la altura de 1824, la independencia de los países que en América Latina ya se habían quitado de encima el yugo de España, así como acercarse en plan de amistad y negocios al entonces Imperio de Brasil, presidido por Pedro I.

En el 1825 Canning, quien luego fue primer ministro del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, recibió como el primer diplomático latinoamericano en Europa al representante de la Gran Colombia. Con eso aseguró el comercio con los nuevos Estados de América Latina, redujo el poder ya menguado de España y lanzaba una advertencia a EE.UU.

El reino de Gran Bretaña estableció una normativa de respeto a la independencia de los países latinoamericanos y de igualdad en sus vínculos económicos y diplomáticos. 

Vale decir que no todo fue color de rosa en dichas relaciones. Hubo ocasiones en que las presiones de la llamada Pérfida Albión se hicieron presentes en países de América Latina que estaban en mora con sus pagos o por otras variadas razones. Esa presión fue más notoria a partir de 1830, con la denominada “diplomacia de cañonera.”

A más de 20 años de haber sido lanzada la Doctrina Monroe parecía que había sido olvidada, hasta que llegó a la presidencia estadounidense James K. Polk, quien  en su mensaje al Congreso, el 2 de diciembre de 1845, la mencionó y fue el primero que la aplicó en firme.

El presidente Polk invadió México e impuso el 2 de febrero de 1848 el Tratado de Guadalupe Hidalgo, mediante el cual anexó a su país gran parte del territorio vecino: Texas, Utah, California, Nuevo México, Nevada y una fracción amplia de Kansas, Wyoming y Oklahoma se convirtieron desde entonces en el gigantesco suroeste estodounidense.

Con otro tipo de acciones, pero siempre bajo la divisa de un supuesto designio celestial en favor de los EE.UU.,  el Reino Unido quedó fuera de la parte que tenía en la zona de Oregón, entre el Océano Pacífico y las Montañas Rocosas.

Aquellos despojos territoriales se hicieron invocando la Doctrina Monroe y el llamado Destino Manifiesto. Esos dramáticos hechos pasaron a la historia de los EE.UU. como la era del filibusterismo, en la cual surgieron personajes siniestros que hacen parte de un pasado de crueldad y de bandolerismo. 

Bibliografía:

1-Obras completas.Vol.3.Impresora Amigo del Hogar,2016.P354.José Gabriel García.