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VALERA, PRIMER ARZOBISPO DOMINICANO (2 DE 2)

Arzobispo Valera

La Catedral de Santo Domingo.

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

El 2 de marzo de 1814 el arzobispo Valera puso a circular una de sus cartas pastorales, en la cual señalaba que fue colocado en la “primera silla de la Iglesia Española Ultramarina.”

En esa comunicación, dirigida al clero y a los feligreses que pastoreaba en todo el país, él se quejaba de la pérdida de valiosos objetos en diversos templos, incluyendo la catedral de Santo Domingo. Pedía la devolución de los mismos.

También hacía viva protesta por la forma relajada en que penetraban a los santuarios muchas damas, solicitándoles que tenían que ir a los ritos religiosos “con vestidos decentes y honestos, absteniéndose de llevar desnudos los brazos y el pecho…” Se refirió, además, a otros temas y advertía sobre la aplicación de la pena de la excomunión mayor “por tan detestable impureza.”1

Le correspondió dirigir a su grey en una etapa cargada de confusión y convulsiones, con varios acontecimientos impactantes: El pueblo sumido en un letargo, minado por la miseria y el desánimo (la llamada España Boba). Una proclamada  independencia que no pudo sostenerse y por eso se le llamó efímera y la ocupación del territorio dominicano por el ejército de Haití, con el presidente Jean Pierre Boyer a la cabeza.

El arzobispo Pedro Valera Jiménez nunca se apolilló en su cotidianidad, por eso cuando estaba afianzando su liderazgo entre curas y feligreses, en el territorio que es hoy la República Dominicana, tuvo que tomar de nuevo el áspero camino del exilio.

El 28 de junio de 1830, en la mitad del último año de la tercera década del siglo 19, Valera tuvo que dejar la tierra donde nació. Jamás pudo volver. Lo hizo apremiado por el hostigamiento de los gobernantes de Haití.

Fue enviado hacia Cuba de manera imperativa por el gobernador militar Maximiliano de Borgellá y demás jerarcas que ocupaban el país. Lo llevaron junto a varios de sus más cercanos colaboradores al embarcadero que entonces existía cerca de la calle llamada La Negreta, hoy Gabino Puello.

El balandro que llevó al destierro a tan ilustre dominicano zarpó del mismo lugar por donde salieron en otras circunstancias personajes tan famosos como Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego Velásquez, Alonso de Ojeda, Rodrigo de Bastidas y otros. Dicho sitio era la ría que hacen el mar Caribe y el río Ozama en su curso inferior.

Al arzobispo Valera lo acusaban de agitador, como consta en un documento firmado semanas antes de su expulsión por el comisario del gobierno de ocupación, el escritor e intelectual neibero Tomás Bobadilla Briones; quien tenía un parentesco de consanguinidad colateral con él, al cual Valera había designado en el 1811 notario mayor del arzobispado, un puesto de origen monárquico que tenía mucha importancia entonces, por la facultad de expedir diversas actas (nacimientos, matrimonios, defunciones, etc.) a nombre de la iglesia.

Antes  de apurar el cáliz amargo del ostracismo dejó al frente de la iglesia local a uno de sus alumnos, monseñor Tomás de Portes e infante, con el título de vicario general delegado apostólico.

Con esa designación el arzobispo Valera buscaba amortiguar los efectos de una Sede vacante. Daba cumplimiento así a lo dispuesto por los cánones del Decreto Graciano, que entonces era el cuerpo legal que regía a la Iglesia católica en cualquier lugar del mundo donde tenía presencia. Es el antecedente más cercano en el tiempo al actual Código de Derecho Canónigo, cuya fuente nutricia principal es Dios, de conformidad con sólidos criterios de teólogos y exégetas bíblicos.

El arzobispo Valera.

Valeramurió en La Habana, Cuba, el 19 de marzo de 1833. Una epidemia de cólera lo mató el día que en esa ciudad del atlántico cubano murieron por la misma causa más de 800 personas.

Doce días antes de su muerte había sido designado administrador de la diócesis de la isla mayor de las Antillas, para cubrir la vacante del famoso prelado Juan José Díaz de Espada, el mismo de quien José Martí escribió con elogio: “…obispo español que nos quiso bien…”

Nueve días después del fallecimiento de Valera el prominente orador y teólogo cubano de la Orden de los Predicadores fray Remigio Cernadas pronunció en una iglesia habanera una oración fúnebre en la cual lo calificó como el “dignísimo Arzobispo de Santo Domingo, Primado de las Indias y Administrador electo del Obispado de La Habana”. También señaló que su vida estuvo “llena de trabajos, de duras y amargas calamidades…”

Al describir la personalidad del ilustre mitrado dominicano el también escritor y rector universitario Cernadas puntualizó que: “A Pedro…ni humillaron las tribulaciones, ni le enorgullecieron las dignidades…él no se dejó ver tan grande y tan elevado en medio de las mayores desgracias, como dulce y complaciente en el seno de la sociedad…”2

El arzobispo Valera fue considerado por su biógrafo José María Morilla como poseedor de “caridad ejemplar y con aquella dulzura y mansedumbre que constituían su carácter…”3

En sus aludidas notas biográficas el brillante abogado e historiador  Morilla, nacido en Santo Domingo, pero que vivió más en Cuba que en su tierra de origen, agregó que Valera fue “sencillo, franco, candoroso en su trato, sin nada de arrogancia ni orgullo por verse elevado a tan encumbrada dignidad…”

Al estudiar el itinerario vital del arzobispo Valera puedo decir que su llaneza llegaba hasta su mesa, pues su comida era frugal y, además, no consumía vino ni otras bebidas usuales en sibaritas con y sin sotanas. Argumentaba que “ningún licor era conveniente en la mesa de los eclesiásticos.”

Aunque su cuerpo inerte fue enterrado en Cuba, aquí se le hicieron varias ceremonias conmemorativas.

 En sus notas personales el sacerdote canonista y patriota independentista y restaurador Manuel González Regalado, luego de elogiar las condiciones excepcionales del arzobispo Valera, dejó anotado que el 19 de junio de 1833 se le hizo al prelado fallecido hacía 3 meses un funeral en Puerto Plata, describiendo ese solemne acto litúrgico así:

“Mi capilla de música ejecutó en este día con admirable destreza la famosa Misa de Réquiem, composición del Sr. Mozart y una sequentia de difuntos en extremo tierna.”

González Regalado, el entonces párroco de la más grande ciudad de la ribera atlántica dominicana, reveló que el arzobispo Valera hacía cada día una oración nocturna que “comenzaba a las diez de la noche hasta las doce, que era la hora de acostarse.”

 A pesar de su gran valía como personaje histórico, unos pocos escribieron en el pasado juicios nada veraces sobre la personalidad de Valera Jiménez. Así hizo, por citar un caso, el abogado, sacerdote e historiador Carlos Rafael Nouel Pierret (yerno de Tomás Bobadilla Briones y compadre de Fernando A. de Meriño) quien en su densa obra sobre un amplio tramo del catolicismo dominicano no escatima esfuerzos semánticos (que no dialécticos) para presentar una imagen desdibujada del primer arzobispo nacido en tierra dominicana.4

Bibliografía:

1-Pastoral del arzobispo Valera.No.4, 2 de marzo de 1814.

2-Clío 91.Año 1951.Pp. 143-145.

3-El arzobispo Valera. Editora Amigo del Hogar,1991.Recopilador Max Henríquez Ureña.

4-Historia eclesiástica de la Arquidiócesis de Santo Domingo.Editora Santo Domingo, 1979.