Por Fitzgerald Tejada Martínez
La historia de los pueblos de América, está repleta de sucesos que interrumpieron sus procesos de avances democráticos, con golpes de Estado, en donde tradicionalmente se utilizaba la fuerza militar para derrocar a las autoridades civiles, legalmente establecidas, mediante la represión de cualquier asomo de disidencia, para instaurar un régimen de orden, miedo y disciplina, en franca violación de las leyes, normas y preceptos constitucionales que regulan la vida de los ciudadanos.
Sin embargo, la naturaleza burda y rotunda del golpe de Estado, dejó de ser un método de dominación idóneo para las élites que controlaban los poderes fácticos en los países donde prevalencia este flagelo; por consiguiente, idearon un nuevo esquema de dominación que actuaría en consonancia con aquellos gobiernos progresistas que enarbolaban la bandera de los derechos fundamentales, anhelos de igualdad, justicia social y libertades públicas.
Entonces, las clases dominantes que estaban adheridas a la influencia del poder político —ahora respaldadas por un nuevo modelo neoliberal, surgido de los intereses de las transnacionales—, decidieron tomar el pleno control del Estado (poniéndolo a su entera disposición para limitar su papel regulador del desarrollo), por lo tanto recurrieron a nuevas estrategias, implementadas de forma perversa en contra de la clase política, para romper el equilibrio socioeconómico de los pueblos.
Es cuando surgen los golpes de Estado, suaves o blandos, utilizando un conjunto de técnicas no frontales y, principalmente, sin violencia, pero con un carácter conspirativo, para desestabilizar a los gobiernos y causar sus caídas sin que parezca que fueron derrocados por acciones de sectores que gravitan alrededor del torrente democrático.
Este esquema de golpe encubierto, no tradicional, con características adaptadas a los avances de los nuevos tiempos —donde los medios de comunicación y las redes sociales, juegan un papel importante—, ha recorrido por muchos países de la región y el mundo, básicamente, acusando a la clase política de “prostituir la democracia”, mediante denuncias, difamaciones y manipulación de la opinión pública, con campañas estructuradas sigilosamente para mover la acción judicial.
Esta ofensiva de descrédito contra el liderazgo político de las naciones, también está acompañada por varios slogans que promueven “un cambio en el modelo progresista”, “la transformación de las normas institucionales” y “la independencia de la justicia”, como stand de los alfiles de la burguesía, disfrazados de políticos e instruidos para accionar desde el gobierno de conformidad con la agenda de las agencias transnacionales.
En la República Dominicana, durante la pasada campaña electoral —aprovechando la división de la principal fuerza política (PLD), cuyo papel protagónico en el proceso de desarrollo sostenido, mantuvo a raya, por casi dos décadas, la voracidad de las élites empresariales—, finalmente, se impuso este modelo de dominación neocolonial.
El Partido Revolucionario Moderno (PRM), actuando en complicidad con algunos sectores recalcitrantes de la sociedad civil, se prestó como instrumento de la trama que entregó la administración del Estado, a los brazos de la burguesía, con el propósito de aplastar a la clase política, destruir la institucionalidad democrática e imponer un sistema de capitalismo sanguinario.
El plan que busca a toda costa suplantar el orden democráticamente establecido, ya está en marcha —a la vista de todos—, con indicios sumamente preocupantes de intolerancia, presión velada, amenazas soterradas, imposición mediante el uso de la fuerza y violaciones de derechos fundamentales que bien pudiera retrotraernos como nación, hasta los tiempos de la dictadura.
En perspectiva, aquellos políticos y personalidades que hoy comulgan con el propósito de la clase dominante, haciendo causa común con sus protagonistas, serán los próximos en ser llevados al paredón.
¡Anotenlo!
Fitzgerald Tejada M.