Cultura, Portada

12 años sin mi madre

Paula Cury Melo
El cine es, en esencia, un lenguaje no-verbal. En el cine, comunicamos mediante una combinación de sonidos e imágenes; la palabra en sí es secundaria. A lo mejor, he tenido este entendimiento e intuición desde muy pequeña, cuando me dedicaba a escribir, filmar y editar videos caseros. Quizás, el universo del lenguaje no-verbal se me da tan naturalmente, que por eso decidí estudiar cine; que por eso entendí lo que había pasado aquel 20 de septiembre de 2010, sin que nadie antes me comunicara lo que mis entrañas ya sabían.

Solo fueron necesarias tres imágenes: uno, el cielo del jardín botánico, que pasó de estar totalmente despejado a nublado en una cuestión de segundos; dos, mi tia Denisse, apareciéndose momentos después en aquel día nublado, con unas gafas de sol notablemente más grandes que la totalidad de su cara; y tres, los gritos que escuché previo a entrar a casa de mi abuela, donde una trabajadora doméstica se acercaba cargando una bandeja de té con flores blancas.

El entrar a casa de Lela, tan solo para que una de mis tantas tías—no recuerdo exactamente cuál fue, probablemente a causa de lo traumático del momento—me dijera, con más lágrimas que ojos, «tu madre ya no está con nosotros” fue una espeluznante confirmación de lo que yo ya había entendido a raíz de esa secuencia audiovisual.

Aquel lunes sombrío de septiembre, Aracelis Melo—la que para muchos era una reconocida periodista, empresaria y presentadora, pero que para mí era, ante todo, mi madre—murió a causa de un cáncer de mama, tan solo un año y medio tras su diagnóstico de cáncer en etapa tres. Ella tenía 45 años. Yo tenía 14, y faltaban exactamente tres semanas, ni más ni menos, para cumplir mis 15 años.

Recuerdo una noche en Queens, Nueva York, donde mi hermano y yo pasamos un último verano con Mami, quien viajaba constantemente a Manhattan para sus sesiones de quimioterapia. Durante todo el verano, nos alojamos en el apartamento del primo Mike, quien caería en manos del cáncer años después, y que en aquel tiempo tuvo la enorme bondad de cederle su apartamento a mi familia con tal de que mi madre pudiese tratar su enfermedad acompañada de sus hijos y su esposo. Esa noche, Mami me hablaba con mucha ilusión sobre hacerme mi celebración de quinceañera. Entre las múltiples ideas que lanzó, creo que una de ellas tenía algo que ver con un “bonche bus.” Yo, una adolescente algo agria en aquel entonces, con una personalidad inherentemente melancólica desde niña, de naturaleza tímida y con un rechazo a casi todo lo que implicara ser el centro de atención gracias a mi ansiedad social, me negué rotundamente a la idea. Mis cumpleaños casi siempre han sido más motivo de nostalgia que de felicidad, especialmente desde aquel entonces.

Si hubiese sabido que la oportunidad de celebrar ese quinceavo cumpleaños junto a mi madre nunca llegaría, le habría concedido su deseo. Dejaría que ella tuviese la oportunidad de hacerle una fiesta quinceañera a su hija, con tan solo poder conservar un recuerdo más de ella siendo feliz.

Cuando Mami murió, yo tenía 14 años, y mi hermano tan solo 12. Hoy estoy a ley de tres semanas para cumplir 27 años. Mi hermano ya tiene 24, y en una afirmación que él lanzó de forma casual, pero que a mí me quebró el corazón, exclamó que a partir de hoy, 20 de septiembre de 2022, oficialmente ha pasado la mitad de su vida sin su madre. Nuestra madre. Yo casi digo lo mismo, pero no; técnicamente, tendría que cumplir 30 para poder decirlo. Entonces me di cuenta que, todavía hoy, he pasado más de la mitad de mi vida con mi mamá que sin ella.

Para quienes carecemos de alguna fe espiritual, cuando perdemos a un ser querido no tenemos el mismo consuelo que tienen los creyentes, en dichos como: “tu madre siempre te ve desde arriba” o “se volverán a ver en el paraíso.” Fruto de mis creencias personales, a mí me tocó aceptar con franqueza el hecho de que mi madre nunca me habrá visto graduarme del colegio, ni de la universidad, ni de la maestría. Ella nunca habrá conocido a mi primer amor, ni habré podido pedirle consejos tras mi primera ruptura. No estará conmigo el día en que decida conformar una familia, ni tendré su apoyo durante el desarrollo de mi carrera y de mis proyectos. Por más duro que haya sido, es una realidad con la que hice las pases, a pesar de que nunca será menos doloroso.

Para nosotros los agnósticos y ateos (o herejes, como nos llamarían cariñosamente los radicales), nuestro refugio no reside en el anhelo por un futuro incierto, sino más bien, en el acto de hacer un viaje hacia el pasado y coleccionar nuestros recuerdos; Recuerdos que nos llenan de alegría por saber que esa persona existió, de dolor por saber que ya no está, y de nostalgia por la realización de que lo alguna vez vivido son solo eso: memorias hospedadas en algún rincón de nuestra mente.

El problema, sin embargo, es el siguiente: mi vida con mi madre se siente muy distante. Tanto así que cuando la recuerdo, se siente como una especie de realidad paralela. A medida en que vamos creciendo, nuestras memorias parecen irse borrando, al tiempo en que son inevitablemente reemplazadas por otras que vamos construyendo. Es parecido a la forma en que funciona una computadora; cuando se llena el almacenamiento, hay que hacerle un backup a un disco externo, para así limpiar el disco interno y crear espacio para nuevos archivos.

Sé que, a pesar de que haya acumulado polvo con los años, ese disco duro externo sigue guardado en algún lugar. A lo mejor con ayuda de un hipnoterapista, los auto- proclamados médiums, o en medio del silencio prolongado entre las montañas, logre recordarte más claramente, madre. Pero cada vez tengo menos recuerdos de ti, y eso me aterra—no solo porque eres mi madre, mi origen, mi sangre, sino también porque sé con certeza que eres, aunque lejos de perfecta, uno de los seres vivos más impresionantes que jamás he conocido—que jamás tendré la dicha de conocer. Lo sé,

soy tu hija, es inevitable que te recuerde así, pero no lo digo solo por mí. Lo digo porque a través de otras tantas personas que tuvieron la suerte de compartir contigo, por mucho más tiempo que yo, incluso, he podido conocer más partes de ti. Y el consenso entre todas esas personas, sin importar que sean pasados empleados, colegas, amistades, o familiares, es la misma: no hay, ni nunca habrá, nadie como la carismática, sencilla, dadivosa, obstinada, inteligente, polifacética y visionaria Aracelis Melo.

Sería un pecado que se borre tu existencia. No quiero permitir que mis recuerdos continúen cayendo en el pozo del paulatino y cruel olvido. Como cineasta, mi labor es inmortalizar historias, al capturarlas en sonidos e imágenes que permanecerán congeladas en el tiempo—no se sabe si infinitamente, pero ciertamente, por mucho más tiempo del que tú y yo pudiésemos acumular en vida, madre. Todavía no he tenido el valor de retratarte en mis películas, pero por suerte, la escritura es una aliada, y espero que estas palabras por el momento sean suficientes