Cultura, Portada

NAPOLÉON FUE PERDEDOR EN EL CARIBE I

POR TEÓFILO LAPPOT ROBLES

Napoleón Bonaparte es una extraordinaria figura cuyos hechos, desde que participó en Francia en el derrocamiento del llamado Antiguo Régimen, convirtieron su nombre en uno de los más mencionados de la historia mundial.

Durante ese estremecedor conflicto social y político que se inició en la ciudad de París el 5 de mayo de 1789, conocido como la Revolución francesa, así como el período conocido como el Directorio, fue un activo revolucionario republicano que alcanzó en esa fase de su vida el grado de general.

Un somero análisis de los hechos en los cuales Napoleón intervino en esa convulsa etapa de la vida pública francesa permite decir que fue un traidor a las causas que dieron origen al levantamiento popular que acabó con el régimen de los Borbones.

La expresión de hondo contenido político resumida en las palabras “libertad, igualdad y fraternidad”, que había sido creada en diciembre de 1790 por el escritor y líder de los jacobinos radicales Maximilien Robespierre, y que se convirtió rápidamente en el lema de la Revolución francesa, sería echada a un lado por Napoleón. Con sus actitudes y trapisondas convirtió aquel ideal en un simple anhelo truncado.

Luego del golpe de Estado contra el referido Directorio Ejecutivo, en el 18 Brumario (9 de noviembre de 1799), se creó una nueva institución de gobierno con el nombre de El Consulado, con Napoleón como primer cónsul.

Para defenestrar a las autoridades anteriores a El Consulado contó con un fuerte apoyo popular y la plena adhesión del ejército.

Logró esa rara confluencia de intereses entre civiles y militares mediante una sincronización perfecta de sus extraordinarios atributos marciales y su gran habilidad política.

En principio se creó una pantomima de triunvirato en el que Napoleón se hizo acompañar por el ensayista y académico Emmanuel Joseph Sieyés y el político y legislador Pierre Roger Ducos. Ambos eran hombres de paja, pues el poder absoluto lo tenía el genial corso en su dicha calidad de primer cónsul. 

Para sorpresa y perplejidad de no pocos, a partir del 18 de mayo de 1804 Napoleón Bonaparte se declaró emperador de Francia, coronándose el día 2 de diciembre de ese mismo año.

El 26 de mayo de 1805 se añadió el título de Rey de Italia. Tuvo plenitud de poderes frente a sus súbditos de ambos países transalpinos.

En octubre de 1813 abdicó, y fue exiliado a la isla Elba, en la Toscana de Italia. Su prisión en ese territorio insular no era tal, pues mantenía su propia escolta y todos los privilegios que se le antojaran.

Está rigurosamente comprobado que los custodios que tenía allí obedecían a pie juntillas todas sus órdenes. En realidad fueron unos pocos meses alejados de los focos parisinos. Se podría decir que disfrutaba unas vacaciones especiales en el archipiélago toscano, cerca de su Córcega natal.

De allí se fugó con toda su comitiva el 26 de febrero de 1815, instalándose de nuevo en Francia el día 20 de marzo de dicho año. Esa vez su gloria sólo duraría unos 100 días.

El resplandor de su fulgurante personalidad comenzó a apagarse cuando fue derrotado por la denominada Séptima Coalición, formada por varios monarcas europeos que pusieron a la cabeza de sus tropas al general británico de origen irlandés Arthur Wellesley, mejor conocido como el Duque de Wellington.

Ese hecho histórico, que trascendió las fronteras terrestres y marítimas de Europa, ocurrió el 18 de junio de 1815. Fue la célebre batalla de Waterloo, librada en las laderas y repechos cercanos a esa ciudad que ahora es territorio de Bélgica.

Desde Waterloo Napoleón Bonaparte retornó cabizbajo a París. Tal vez en esos momentos pesaba sobre su conciencia que más de 40 mil soldados franceses habían muerto en su último episodio militarista, y seguro de que se habían escapado para siempre sus deseos de crear un imperio francés con dominio de todo el llamado viejo continente, como se le dice a Europa.

Fue apresado por los ingleses y encarcelado en la remota isla Santa Elena, ubicada en un remoto lugar del Atlántico Sur. Allí murió el 5 de mayo de 1821, aparentemente envenenado con arsénico, con prescindencia de que padecía varias dolamas. Tenía 51 años de edad.

Dicho lo anterior para poner en perspectiva al personaje que nunca pudo controlar, como era su deseo, varias de las islas del mar Caribe, a pesar de haber sido detentador de un poder absoluto, tener el control de un vasto territorio con pueblos de lenguas y costumbres diferentes, ser el comandante en jefe de uno de los ejércitos más poderosos de su época y, además, ser un indiscutible genio militar.

Sus fracasos en esta parte del mundo se comprueban al estudiar el resultado de las acciones bélicas de sus oficiales y tropas.

Uno de los fiascos más notorios de Napoleón Bonaparte en el Caribe insular fue el desastre de la expedición armada que organizó en el 1802,  la cual puso al frente a su cuñado Charles Leclerc.

Dicha caravana de guerra estaba compuesta por 81 embarcaciones de diferentes tipos (navíos, fragatas, corbetas, bergantines, avisos, buques de transporte, etc.) distribuidos en varios escuadrones navales con barcos de guerra de Francia, España y Holanda, dotados con cientos de cañones de gran poder de fuego.

Leclerc surcó aguas caribeñas el 29 de enero de 1802.Tenía bajo su mando 58,000 hombres. Las últimas escuadras de aquella aventura napoleónica penetraron al mar Caribe el 20 de septiembre de 1802.

Resultaron fallidos todos los intentos de los generales Leclerc, Rocambeau, Dugua, Baoudet, Villaret-Joyeuse y otros, por hacer cabeza de playa en las ciudades marítimas dominicanas de Puerto Plata, Santo Domingo, Samaná y Montecristi. Ellos trataban de dar cumplimiento a las órdenes de Napoleón.

En el caso de su incursión en Haití tampoco logró esa inmensa armada afincarse en firme en pueblos ribereños como Puerto Príncipe, Les Cayes, St Marc, Port de Paix, Mole St Nicholas, Gonaives y Jéremie.

La historia registra que por diversos motivos más del 90% de dichos expedicionarios perecieron en esta parte del mundo. El propio general Leclerc lanzó su último hálito de vida en la isla haitiana La Tortuga, el 2 de noviembre de 1802. Fue víctima, como miles de sus subalternos, de la fiebre amarilla.

Es oportuno señalar que esa fallida expedición tuvo su origen en el Tratado de Basilea del 1795, mediante el cual Francia le devolvió a España los territorios que le había ocupado en una guerra previa.

Mediante ese acuerdo volvieron a la jurisdicción española la región de Cataluña (Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona) y las provincias vascongadas (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya). A cambio España le cedió a Francia el territorio oriental de la isla de Santo Domingo, es decir la actual República Dominicana.

En la ciudad de Santo Domingo dicho Tratado fue dado a conocer el 18 de octubre de 1795. En su artículo IX se lee que: “el Rey de España por sí y sus sucesores cede y abandona en toda propiedad a la República Francesa toda la parte española de la Isla de Santo Domingo en las Antillas.”

Al margen de su inclinación por España, hay que decir que en el romancero popular dominicano aparece una décima del célebre Meso Mónica lamentando la presencia aquí de la Francia dirigida por Napoleón Bonaparte.

El poeta popular y gran repentista que fue Meso Mónica utilizó frases como éstas: “Dime tú, noble ciudad, ¿Quién te puso en este día entre indecibles tormentos?

Ese sentimiento anti napoleónico se reproduciría muchas veces, tanto aquí como en otros lugares del Caribe, tal y como indicaré en la siguiente entrega.