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Golpe de Estado en marcha

Osvaldo León. 20 de febrero.- Con la mira puesta en el petróleo y demás recursos estratégicos venezolanos, Estados Unidos ha recrudecido sus políticas injerencistas en ese país, blandiendo incluso la amenaza de una intervención armada, con el manido argumento de ser adalid de la democracia, para dar el golpe de gracia al gobierno bolivariano de Nicolás Maduro y al «mal ejemplo» de su proyecto soberano.

Aunque esta argucia debería estar desgastada por lo ocurrido en las ocupaciones bélicas registradas últimamente en países del Medio Oriente ampliado, para no hablar de la larga historia de intervenciones en nuestra región que dejaron una estela de dictaduras, los gobiernos derechistas de la región han cerrado filas con esta arremetida, poniendo en riesgo el compromiso de mantener a Latinoamérica y el Caribe como «Zona de Paz» que fue adoptado por unanimidad en la II Cumbre de la CELAC, el 29 de enero de 2014.

Como para no dejar dudas a dónde van los tiros, la Casa Blanca designó a Elliott Abrams como enviado para «restaurar la democracia» en Venezuela. Sí, el mismo que durante el gobierno de Reagan participó en la dirección de las operaciones contrainsurgentes en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, en los años ?70 y ?80, las cuales se apoyaban en el apuntalamiento de grupos paramilitares y de exterminio en dichos países.

Operaciones silenciosas que salen a luz con el escándalo Irán-Contra nicaragüense, debido a que para financiar a ésta se monta un mecanismo de venta de armas a Irán y de drogas del Cartel de Medellín en Los Ángeles.

En el proceso abierto por estos acontecimientos, Abrams se declara culpable de haber ocultado información, pero George Bush padre al iniciar su gobierno le indulta. Y es así que, posteriormente, aparece como asesor de seguridad nacional en las guerras en Irak y Afganistán durante la presidencia de George Bush hijo. Y ahora, como procónsul en la intentona golpista en Venezuela.

En el plano interno, como operador en el tablero intervencionista aparece Juan Guaidó, un político prácticamente desconocido, integrante del partido Voluntad Popular de extrema derecha que entre 2014 y 2017 protagonizó las llamadas «guarimbas», para propiciar un golpe de Estado por medio de disturbios violentos que dejaron el lamentable saldo de casi 200 personas asesinadas (70% chavistas) y miles de heridos.

De hecho, es un cuadro formado por el Centro para la Acción No Violenta y Estrategias Aplicadas (Canvas, por sus siglas en inglés), que instruye a jóvenes derechistas en las técnicas de los «golpes de estado blandos» formuladas por Gene Sharp, pues «en 2005 fue captado como ?líder estudiantil? venezolano para viajar a Belgrado, Serbia, y comenzar a entrenarse para una insurrección». Operación financiada «en gran parte a través de National Endowment for Democracy (NED), una creación de la CIA que funciona como el brazo principal del gobierno de Estados Unidos para promover el cambio de régimen»[1].

El 5 de enero, Guaidó es designado presidente de la Asamblea Nacional y 18 días después en un mitin callejero se autoproclama «presidente encargado». Washington le reconoce de inmediato y en seguidilla los países que conforman el Grupo de Lima. Sin embargo, y pese a las presiones de ese país, no logran que suceda lo mismo en la Organización de los Estados Americanos, más allá de que su secretario general, Luis Almagro, por su propia cuenta si lo hace.

Tampoco consiguen que este cometido prospere en la Organización de Naciones Unidas pues en la votación extraordinaria convocada por EE.UU. la mayoría de sus Estados miembros se pronuncia en contra. Y la Unión Europea no ha fijado una decisión.

Si bien desde que inicia en 1998 el gobierno bolivariano presidido por Hugo Chávez, EEUU mantiene una línea desestabilizadora, que incluye el fallido golpe de Estado en abril de 2002, es a raíz de la caída del precio del petróleo que las sanciones económicas se intensifican ?habida cuenta que Venezuela no ha logrado superar el rentismo petrolero? para revertir el proyecto en curso al crear un clima de malestar por la carencia de bienes básicos.

El 9 de marzo de 2015, aduciendo que Venezuela representa un «riesgo extraordinario» para la seguridad de EE.UU., Barack Obama aprueba un primer paquete de medidas, que posteriormente se incrementan bajo el Gobierno de Trump. Se estima que las pérdidas por las medidas coercitivas unilaterales (embargos comerciales, bloqueos financieros, apropiación de activos, como en el caso de la empresa CITGO, etc.) bordean los 34 mil millones de dólares, que equivalen a 8 años de comida y medicinas para los habitantes de la tierra de Bolívar.

Con este telón de fondo, la intensa campaña mediática global se ha ocupado de ir creando las condiciones psicosociales para la intervención, sobre todo para «posicionar la matriz de que Venezuela entra en una etapa de crisis humanitaria por falta de alimentos, agua y medicamentos; hay que continuar con el manejo del escenario donde Venezuela está ?cerca del colapso y de implosionar? demandando de la comunidad internacional una intervención humanitaria para mantener la paz y salvar vidas», conforme establece Kurt Tidd, jefe del Comando Sur de EEUU, en las 12 recomendaciones de la Operación Venezuela Freedom-2 develadas en 2016 [2].

En las circunstancias, esta es la carta que está en juego. Se trata de un operativo previsto para el 23 de febrero con epicentro en la ciudad colombiana de Cúcuta, bajo la figura de la «ayuda humanitaria» desplegada por la fuerza militar del Comando Sur del Pentágono, con show incluido. En este punto cabe destacar la posición de la Cruz Roja al señalar que tal operativo carece de todo carácter humanitario, cuanto más que está gestionado por fuerzas militares que amenazan con invadir un territorio soberano.

Como han señalado varios analistas: un Caballo de Troya acompañado de flashes y cámaras para desencadenar un incidente militar de consecuencias inciertas. Y es que esta es la misma trama seguida en las ocupaciones de Irak, Libia, Siria, entre otras.

Si efectivamente se tratara de una preocupación por las carencias que la población de Venezuela efectivamente padece y no un «cambio de régimen», bastaría poner fin al bloqueo y sanciones financieras que impiden recibir el pago que le corresponde por sus exportaciones billonarias. En lugar de abarrotar depósitos en Cúcuta unilateralmente, EE.UU. debería canalizar esos aportes a través de los canales instituidos en la ONU.

La cuestión es que Trump al reconocer (de hecho, designar) al autoproclamado «presidente», pretende arrogarse potestades que atropellan un principio básico del derecho internacional: la legitimidad del voto popular, que en Venezuela se pronunció a favor de Nicolás Maduro. En esta línea, busca avanzar en la tramoya del golpe de Estado que está en curso desde hace 20 años, contando con el respaldo de gobiernos de la región que consideran que sus países deben permanecer como patio trasero del vecino del Norte.

Paradójicamente, aunque han demostrado ser incapaces para garantizar derechos sociales básicos, ser proclives a la criminalización de la protesta social, establecer mecanismos de judicialización de la política para anular opositores, entre otras cosillas, ahora pretenden erguirse como tribunos de la democracia para juzgar al gobierno legítimo de Venezuela. Y entonces cabe la pregunta: ¿con qué calidad moral?

– Osvaldo León, comunicólogo ecuatoriano, es director de información de ALAI.

[1] https://bit.ly/2Xafynw

[2] Operación Venezuela Freedom-2, 25-02-2016, https://bit.ly/2TXh5LG

Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento Por el patio trasero 19/02/2019

https://www.alainet.org/es/articulo/198277

2019-02-20 13:40:47