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Ahora no podrán con nosotros, porque estamos juntos y estaremos juntos para siempre

Ahora no podrán con nosotros, porque estamos juntos y estaremos juntos para siempre



Intervención de Hugo Chávez Frías, Presidente de la República Bolivariana de Venezuela, en la firma de acuerdos entre los gobiernos de la República de Cuba y la República Bolivariana de Venezuela, como parte de la Alternativa Bolivariana para las Américas, efectuada en el salón Sierra Maestra del hotel Meliá-Santiago. Santiago de Cuba, 22 de diciembre de 2007, «Año 49 de la Revolución».



(Versiones Taquigráficas –Consejo de Estado)



Yo no sé ni qué voy a decir, de tantas cosas que quisiera decir.



Primero que todo, pues, muy buenas tardes; buenas noches, querido Comandante Raúl, Presidente —¿cómo fue que te dije anoche?— encargado (Raúl aclara que le dijo otra cosa).



Querido Comandante en Jefe Fidel, desde aquí un saludo a Fidel que, como decía Carlos Lage, anda por todo esto y andará siempre por todo esto; demás compañeros, compañeras, camaradas, amigas y amigos:



En verdad, yo estoy ahora mismo desbordado de sentimientos, inundado, estoy como inundado, como un embalse así, cuando está desbordado, y por eso no sé por dónde comenzar a hilar; pero, primero que todo, muchas gracias, muchas gracias a Cuba, y en este caso, especialmente, muchas gracias a Santiago de Cuba. Llegó el día, llegó el día de llegar a Santiago.



Hacía tiempo que estábamos hablando de venir a Santiago. Siempre me decía Germán, señor embajador y amigo, aquí y en Caracas; Fidel me lo dijo varias veces, me lo ha dicho, Carlos: «Tienes que ir a Santiago, la cuna de la Revolución, la Ciudad Héroe, y alguien me decía esta mañana allá, cuando nos bajamos, que yo me aguanté la presión del afecto, y le dije a Raúl: «Raúl, si no paras el carro, yo me voy a lanzar por la puerta; me lanzo, yo tengo que caminar aunque sea una cuadra, una calle, una esquina», al final caminamos unos metros nada más y la avalancha de pueblo, de gente; avalancha de amor, porque es amor, es amor, amor del bueno, como dice la canción. Y me comentaba alguien, algún compañero me comentaba que el que no viene a Santiago no conoce a Cuba, expresión profunda, de orgullo, de los santiagueros y las santiagueras. Y yo recordaba algo que oí por allá, por el corazón de Persia Alí, tú debes recordar cuando fuimos a Isfahan, una bella ciudad al sur de Teherán, el corazón de esa inmensa nación persa, Irán—, expresión que, según me explicaron, tiene muchos años, miles de años: «Quien no conoce a Isfahan» —dicen los persas— «no conoce la mitad del mundo.» Habrá que decir: «Quien no conoce a Santiago de Cuba, no conoce la mitad del mundo.» He conocido hoy la otra mitad del mundo (Aplausos).



Bueno, Raúl, Carlos, Misael, Yadira, Rolando, Felipe, Marta, María del Carmen, Alfonso, Germán; señoras, señores del Partido e instituciones de la provincia de Santiago; compatriotas, compañeros y compatriotas venezolanos, Canciller, ministros, ministras, embajadores y demás compañeros; amigas y amigos; señores de los medios de comunicación, que transmiten en vivo en todas partes, uno está hablando cualquier cosa y están transmitiendo, de ahí que Fidel, que nos anda vigilando… Fidel nos anda vigilando, él está pendiente de todo lo que pasa y de lo que no pasa, y llama cada 10 minutos.



Yo estoy, además, muy emocionado al recibir la Réplica del Machete del Titán de Bronce, Antonio Maceo, y mientras leías tú esas generosas palabras, más bien poema profundo, recordaba —porque es pura patria esto, es patria pura— la generosidad de la presidenta argentina, la presidenta Cristina Fernández, hace apenas unos días, la víspera de la toma de posesión en Buenos Aires, cuando firmamos el Banco del Sur, después de casi 10 años de estar luchando por esa idea, y, por fin siete presidentes firmamos la creación del Banco del Sur; también hemos creado el Banco del ALBA.



Ella tomó la palabra, su esposo —el Presidente que entregaba al día siguiente— le pide que hable, y ella, en unas muy generosas palabras, que encendieron unas luces en Washington, porque el imperio venía jugando, muy inteligentemente, a que con el cambio de gobierno en Buenos Aires iba a comenzar un distanciamiento entre Caracas y Buenos Aires; pero cuando oyen a la Presidenta electa, apenas a unas horas de asumir, decir lo que dijo, de manera tan generosa, tan firme, tan clara, cuando refiriéndose a este soldado, que es lo que yo soy, dijo: «Usted, presidente Chávez» —algo así dijo—, «es un soldado, es un patriota»… Y en verdad, Cristina Fernández tiene razón, yo lo que soy es un soldado patriota, de las huestes de Antonio Maceo, de Simón Bolívar, de esos grandes titanes, de oro, de bronce, de granito, de Miranda, de Sucre, ellos son.



Soldado me siento, decía esta mañana, y en verdad lo siento, no crean que es búsqueda de retórica para adornar una palabra o una respuesta a alguien, no. Yo veía la Sierra Maestra, le dije a Nicolás, veníamos aterrizando: «Nicolás, ¡mira la Sierra Maestra!» Y uno hubiese querido ser soldado raso de la Sierra Maestra, de las tropas de Fidel Castro, de la guerrilla revolucionaria de Fidel (Aplausos).



Ahora me entregan ustedes la Réplica del Machete de Antonio Maceo, y cuando tú leías recordaba yo a Cristina Fernández y recordaba lo que soy, yendo a mis raíces, como nos recomienda siempre Martí; siempre las raíces. Seamos radicales, porque siempre debemos estar ahí, en nuestras raíces y volver sobre ellas. Y esa es quizás mi raíz existencial esencial, soy un soldado patriota.



Recordaba a Cristina y recordaba a otro soldado, del cual ahora casi no hablo, quizás por las dinámicas en las que uno entra; pero durante muchos años hablé de él, convertido en poesía, y fue instrumento de batalla revolucionaria en los cuarteles de Venezuela.



Anoche, Felipe, después de la cena allá en Cienfuegos, después del bufé —como tú bien corregiste— y aquellas conversaciones tan bonitas en aquel balcón, fresco, mirando la bahía; después de la jornada de ayer, dura, hermosa; después de la refinería Petrocaribe, Felipe, cuando nos vamos despidiendo, entramos al salón donde estaba lo bueno, y yo me quejé y dije: Bueno, Raúl nos tenía allá en un balcón, pero mirando la luna y mirando todo; pero aquí estaba la música y estaba cantando Omara, y Omara me invita, yo voy a darle un beso a Omara, cómo no le voy a dar un beso yo. Estábamos en el balcón y se oía, y yo digo: «¿Quién canta? ¿Es en vivo?» Y me dice Raúl algo impresionante: «Esa mujer tiene no sé cuántos años.» No digamos los años.



(Raúl expresa que fue elogiándola por la voz tan bonita que tiene.)



Claro, pero por eso, elogiándola; tiene no sé cuántos años pero oye la voz, una voz de muchacha. Después llegué hasta allá, donde estaba el conjunto, y ella me invita a cantar y yo canto muy mal, Fidel canta mejor que yo (Risas). Fidel canta mejor que yo, yo lo que hago es hacer bulla. Pero ella me dice: «No, yo a usted lo he oído, ¿qué cantamos?» Y me puso a cantar, cantamos una canción de amor ahí.



Luego Felipe se me acerca, ya cuando me despedía, y me dice: «Oye, declama Maisanta.» Como Maisanta es un poema muy largo y ahí estaban bailando, y había como otro ambiente, así lo percibí, le dije: «Felipe, otro día, porque es largo ese poema y la gente seguramente quiere seguir bailando y disfrutando, mejor uno se va.»



Me dio pena, porque Felipe me ha oído y ha vibrado con ese poema que uno carga por dentro, y durante muchos años, en alguna época, incluso, mis compañeros en el ejército me decían Maisanta, hasta los superiores, y no había fiesta en un cuartel donde yo estuviera en que no terminara declamando el poema que escribió Andrés Eloy Blanco, otro gran poeta venezolano. Le escribió a mi abuelo ese poema, uno corrido de caballería. Yo no lo voy a declamar completo aquí, no; pero se lo dedico a Felipe Pérez Roque, que anoche me lo solicitaba, y le dedico uno o dos versos nada más al Titán de Bronce, Antonio Maceo, y a su machete libertario, y a Santiago de Cuba, a las santiagueras, a los santiagueros (Aplausos), porque fueron los últimos hombres de a caballo. Así se llama una novela escrita sobre la vida de mi abuelo, por un digno barinés, llanero, de Barinas, de mi tierra chica —que murió hace poco, por cierto, y no pude ir a despedirlo físicamente; yo lo quise mucho y lo querré mucho siempre—, que era médico, de esos médicos que no les cobraban a los pobres, Raúl. Un día me enteré: Hay un médico aquí en Barinas que no les cobra a los pobres; y quise conocerlo, yo era subteniente, y fui a conocer al doctor José León Tapia, médico, pero hurgador de la historia y de las conciencias. Escribió muchos libros, novelas, producto de sus investigaciones históricas, de lo que él llamaba la historia popular, la que se consigue allá en los caminos, allá en los campos, en la memoria del pueblo; él recogió la memoria del pueblo y escribió, entre otros, aquel hermoso libro Por aquí pasó Zamora, y el otro Maisanta, el último hombre a caballo.



Pero en alguna ocasión, pensando y pensando y dándome cuenta de la historia, debo decirte, Raúl, que yo cuando niño tenía como un complejo; porque una vez oí, detrás de la pared de caña brava de la cocina grande de la bisabuela Martha Frías, que en paz descanse, a Martha Frías regañando a mi madre —éramos niños de andar jugando con un caballito de palo, corriendo por allá, o tumbando mangos y mamones en el patio de los rastrojos, allá, al sur de Venezuela, entre los montes donde nacimos y crecimos, entre maizales, topochales, pobreza y miseria, pero grandeza de un pueblo heroico, el venezolano, igual que el cubano.



Yo oí un día que la abuela Martha, abuela de mi madre Elena, le dijo, regañándola por alguna discusión en la cocina —mi madre era muy joven, tendría unos 25, menos de 30 años tenía en ese tiempo, casi 30 años seguramente—, yo tendría unos 8 ó 9, y andaba con Adán jugando y otros primos, muchos niños jugando, corriendo, y lo oí clarito: «Tú eres así, alzada, porque tú estás enrazada» —enrazada, dijo— «de ese asesino. Ese, el abuelo tuyo, era un asesino», y ella hablaba, y otra que acuñaba: «Sí, es verdad: mató a un tal Palacio, lo amarró a la pata de un mango y lo fusiló», un niño, yo me estremecía, un abuelo asesino. «Por allá llegó y macheteó a 20.» «¡Uh, macheteó a veinte, Adán!» «Les cortó el cuello a no sé cuántos en Puerto Nutrias, que asaltaron Puerto Nutrias.» Y en la casa no se hablaba de aquel señor, no se hablaba, era como prohibido hablar de aquel señor. Pero a mí me quedó la semilla de la duda.



Ya hombre, ya soldado, pero todavía adolescente, empiezo a darme cuenta de cosas, y es cuando José León saca el libro, y yo ya, devorador de libros, impulsado entre otros por mi maestro, aquel que está allá, mi general Jacinto Pérez Arcay, bolivariano hasta la médula, patriota hasta la médula, forjador de generaciones de soldados revolucionarios en Venezuela (Aplausos); empujado por lo que una vez me dijo mi general, me consiguió buscando libros y yo le pregunto —usted no era general todavía, era coronel—, me dio no sé cuántos libros, 10, 20 libros, y todavía me da 10, 20 libros; libro que sale, me lo busca. Me dijo esa vez mi General: «Te ha pasado algo muy bueno, Chávez, te invadió la ansiedad del conocimiento y esa nunca te va a abandonar; déjate llevar por ella, la ansiedad de conocer.»



Por ahí es que uno consigue, a través del conocimiento y la búsqueda, la conciencia, porque la conciencia no es sino el conocimiento, y en este caso de la historia, de la verdadera historia de nuestros pueblos.



Así que sale José León Tapia y escribe El último hombre a caballo, por allá por 1975; sale Cristóbal Jiménez, uno de nuestros cantores, y graba un corrido, un corrido sobre la vida de aquel abuelo, un corrido de arpa, cuatro y maracas, fundamentándose en la novela de El último hombre a caballo, y el corrido se llama así.



Yo veo el libro y veo las fotos, y recuerdo que en alguna ocasión vi una vieja foto de otro primo hermano mío, Fortul, a quien yo veía de cuando en cuando, que vivía en Guanare, pero una vez él llevó una foto del abuelo y me la mostró así: «Pero no hablemos de él», me decía. Él tenía algún problema, porque le daban epilepsias, pero iba de vez en cuando a Sabaneta; era descendiente de Maisanta por vía de padres, no por vía de madres, «primo lejano», decían, pero yo quise mucho a Fortul. Él desvariaba, pero me hablaba mucho, ya era un hombre, yo era un niño adolescente, y él me dijo: «Mira, aquí está.»



Un día me dijo Fortul —que de repente más nunca regresó y yo pregunté: «¿Y Fortul?», parece que lo mató un carro, porque él se iba de la casa, caminaba, desvariaba, tenía algún problema mental, pero era muy inteligente Fortul, más nunca volvió— , me dijo: «Ven acá, Huguito, yo veo que tú lees, tú andas pendiente: Mira, este es el abuelo; no era asesino, no era ningún asesino; pero chito, que no oigan las mujeres. No era asesino.»



Cuando yo leo ese libro, me voy a Barinas y busco a mi madre y le digo: «Mamá, ¿este era tu abuelo?», y le muestro el libro y las fotos, se puso a llorar mi madre Elena, y entonces me contó algunas cosas. Pero ella también tenía una gran confusión. «No, era un bandolero.»



Entonces, Raúl, yo dije: «Yo voy a investigar quién era este hombre.» Y yo estuve hasta preso en Colombia; siendo militar hasta Colombia fui a parar investigando, entrevistando viejitos, sobre todo, y viejitas, hombres de aquella época, y orientado por José León, que me orientaba, porque yo quería investigar mucho más a fondo la historia y me consigo un paso caliente todavía, una huella viva todavía, una revolución viva todavía, y conseguí el poema de Andrés Eloy Blanco, porque Andrés Eloy estuvo preso.



Andrés Eloy era poeta como Martí, no fue soldado, mi abuelo soldado; pero coincidieron en las prisiones de Gómez. Entonces yo comencé a entender lo que había pasado y a entender al último hombre a caballo; pero que no fue el último hombre a caballo, fueron los últimos hombres de a caballo, entre ellos Antonio Maceo (Aplausos). Los últimos hombres de a caballo, entre ellos José Martí, que sin ser soldado, soldado, murió como soldado, ¡a caballo, a caballo, con un machete en la mano! (Aplausos.)



Entre ellos, un poquito después, pero en la misma época, terminaba el siglo XIX —siglo tormentoso, siglo de grandes esperanzas; pero, al mismo tiempo, de grandes frustraciones, comenzaba el siglo XX, un poquito, un poquitico después: Emiliano Zapata, Francisco Villa, fueron los últimos hombres a caballo; un poquito después, Augusto César Sandino. Los últimos hombres a caballo fueron ellos.



Este machete me recuerda a Maisanta. Yo cargo aquí su escapulario, el mismo que usó (Lo muestra). Este escapulario tiene más de 100 años, bordado de la mano de su madre que, cuando él a los 15 años se fue a la guerra, se lo hizo para que lo protegiera, la Virgen del Carmen, virgen de los soldados, según la leyenda; murió con él, murió preso. Cuentan que cuando sentía que moría, se quitó el escapulario que lo acompañó toda su vida, lo lanzó contra la pared de la celda del Castillo Libertador, ahí en Puerto Cabello y dijo: «¡Maisanta pudo más, Gómez!», Gómez el traidor; Gómez, el que entregó la patria a los gringos.



Son procesos simultáneos los nuestros: 1902, comentábamos allá, frente a las cenizas sagradas de Martí; 1902 aquí, intervención; 1902 allá, aquí mismo, en el Caribe, Venezuela, Venezuela bloqueada, intervención de los gringos con los europeos; 1908, la otra intervención; 1908, allá, derrocan a Castro.



Mi abuelo era castrista, y Gómez, vicepresidente, traiciona a Castro, da un golpe de Estado apoyado por los gringos. A los dos días llegan unos barcos gringos a las costas venezolanas, y al mes siguiente, Juan Vicente Gómez firmó lo que no quiso firmar Cipriano Castro durante nueve años, en los cuales le hicieron guerra interna, bloqueo, sabotaje; las concesiones petroleras, Alí, por 50 años, y Juan Vicente Gómez le entregó el petróleo al imperio norteamericano, y con el petróleo la vida del país, el alma del país, desde 1908 hasta 1998 cuando llegó, por elecciones, vía no clásica, pero vía válida también, el impulso revolucionario a Venezuela. ¡Noventa años como colonia petrolera, colonia económica, colonial cultural!



¡Cómo nos ha costado y nos costará salir definitivamente del coloniaje, pero lo haremos y, ahora, además, con el machete de Antonio Maceo! (Aplausos.)



Este poema puede ser para Maceo también. Es para todos ellos, y ellas, porque también, por supuesto, las mujeres. Rindo tributo a las mujeres santiagueras; rindo tributo a Vilma Espín, heroína de esta Revolución (Aplausos), y a todas las mujeres que con ella, y como ustedes, hicieron este portento de Revolución, Raúl, Fidel (Aplausos).



Unos lo llaman Maisanta y otros el Americano… Le decían el Americano, porque era un hombre alto —así lo dice el poema—, blanco; catire decimos en Venezuela.



Unos lo llaman Maisanta y otros el Americano,/Americano lo mientan porque es buen mozo el catire/entre bayo y alazano./Salió de la Chiricoa —estos son puntos del llano— con 40 de a caballo/rumbeando hacia Menoreña va Pedro Pérez Delgado ese era su nombre,/en fila india por la oscura sabana,/meciendo el frío en chinchorros/de canta va la guerrilla revolucionaria.



Imagínense usted
es al subteniente Hugo Chávez declamando esto delante de 100 soldados, de 500 soldados, de 20 subtenientes y tenientes, y yo le ponía picante además. Eso fue un instrumento revolucionario, ese poema.



En fila india por la oscura sabana,/meciendo el frío en chinchorros/de canta va la guerrilla revolucionaria,/con el cogollo, la manta,/cobija con pelo’ eguama, 45 y canana./Nube de tabaco y nube,/relincho y susto de garza/madrugadita de leche bajo la noche ordeñada./Llanero alza’o, canto, silencio y canto/el guerrillero va delante cantando/rumbo de asombro los 40 caballos/cabalga al frente Pedro Pérez Delgado/unos lo llaman Maisanta y otros el Americano./No hay quien le pique adelante,/no hay quien le aguante la carga,/no hay guerrillero en Los Llanos que le eche la colcha al agua./Catire con dientes de oro y con espuelas de planta,/bueno de cola y de soga,/bueno de tierra y de agua,/escapulario cocido con una virgen pintada/pelo’ eguama con borlitas/flequillo en las alpargatas/y al hombro una manta azul/con la vuelta colorada.



Ahora les contaré por qué lo llaman Maisanta. ¿Por qué lo llaman Maisanta, Raúl? Porque cuando pelea Pedro Pérez Delgado, en el momento de trabar la pelea y antes de que salga de la funda el machete, arma los aires con su grito de guerra, y así en la carga va gritando el guerrillero: «Maisanta, virgen del Socorro de Valencia» madre Santa, dice la gente; pero Maisanta dice: ‘Maisanta’ y las maneras de los hombres los hombres deben respetarlas.»



Ya Pedro Pérez Delgado no tiene madre ni patria, ni un retrato de la madre, ni un retrato de la patria; lo cruzan madres con sed, lo surca una patria tostada, pero tiene el corazón como tapiz de sabana y junta madre con virgen, y junta virgen con patria, y cuando va a la pelea pone a las tres en el anca.



El Socorro de Valencia la llaman los que la llaman, Valencia la del Socorro, Valencia de las naranjas. Cuando el plomo está cerrado y es pareja la batalla, y unos van que a que te mato y otros que a no que me matas.



Hay un momento de pronto en que se arrugan las almas, con un rumor de joropo viene llegando la carga, tendido en el paraulato un jinete la comanda, y cuando llega el enemigo en los estribos se alza. Tiene la melena rubia entre baya y alazana y un grito que es un machete con filo punta y tarama, y es Pedro Pérez Delgado que va gritando: ¡Maisanta!



El grito del guerrillero se lo sabe la sabana, no hay quien no lo haya escucha’o en la noche o la mañana. Corre, corre, corre el río hasta que le suda el agua, y grita: Corran lagunas, que está cargando Maisanta. Y la Virgen del Socorro viene con él en el anca con espinas de limón y palabras de naranjas.



Hay un verso que habla, precisamente, de la carga de caballería, ese que dice: «Unos van que a que te mato y otros que a que no me matas. Con un rumor de joropo viene llegando la carga. De los turbios horizontes brotan muertes ensilladas, vienen 40 jinetes con muertes desenvainadas.»



Más allá de una narración en poema sobre la leyenda de la Virgen del Socorro, al final, el poeta vuelve sobre el guerrillero y dice: «Ya Pedro Pérez Delgado no tiene madre ni patria, ni un retrato de la madre, ni un retrato de la patria. Lo cruzan madres con sed, lo cruza una patria tostada; pero siente el paraulato aquel viejo caballo metido entre sus batatas y empina su viejo grito en los estribos del alma, y su grito es un machete con filo punta y tarama y es Pedro Pérez Delgado que aún muriendo sigue gritando: ¡Maisanta!» —estaba en prisión ya—, «el grito del guerrillero sobre la muerte resbala y salta del calabozo y navega y desembarca y se encabrita en los riscos del cerro de Guacamaya. Toda la sed de esta tierra se va en una fuga espantada, la laguna de Valencia se esconde bajo su falda.



«Corre, corre, corre el río hasta que le suda el agua y grita: Corran lagunas, que está muriendo Maisanta y la Virgen del Socorro se va con él en el anca, con espinas de limón y palabras de naranja.»



Y ya saben, compañeros, cómo fue que se murió Maisanta.



¡Qué viva Antonio Maceo! (Exclamaciones de: «¡Viva!»)



¡Qué vivan los últimos hombres de a caballo! (Exclamaciones de: «¡Viva!»)



Gral. de Ejército Raúl Castro.—¡Qué viva Maisanta!



Recuerda que tiene filo (Se refiere a la Réplica del Machete de Antonio Maceo que le fue entregada).



Hugo Chávez.—Tiene filo de verdad, no se equivoque nadie conmigo, no crean que esto es un cuentico aquí (Risas).



¡Qué viva Maisanta! (Aplausos y exclamaciones de: «¡Viva!»)



Ahora, vean ustedes, yo ando… Yo no sé cuánto tiempo voy a hablar aquí; además, como Raúl me recomendó que hablara desde aquí, porque tengo muchos papeles…



Gral. de Ejército Raúl Castro.—Hoy puedes hablar lo que quieras. ¿Están de acuerdo ustedes? (Exclamaciones de: «¡Sí!») ¿Mañana no es domingo? (Exclamaciones de: «¡Sí!») Pues que hable hasta mañana (Risas).



Hugo Chávez.—Tengo tantas cosas en el alma, en verdad, muchas, muchas cosas; y, además, lo que aquí ha ocurrido esta tarde… Bueno, ese recibimiento esta mañana, lo de ayer en Cienfuegos; pero lo de esta mañana fue una cosa apoteósica, de verdad lo que provoca es lanzarse del vehículo y caminar y abrazar y llorar y reír y cantar por estas calles de la Ciudad Heroica, con este pueblo heroico.



Yo le decía a Raúl: «Raúl, me faltan ojos, me faltan manos», porque uno quisiera ver a cada uno, a cada uno, y uno se da cuenta de que no vio allá a un grupo y voltea y quiere alargar la mano para pasársela por aquí aunque fuera.



Recordé, ¿sabes a quién?, a Eduardo Galeano, en uno de sus cuentos. Dice Galeano que un padre se llevó a su hijo hacia el mar —el niño no conocía el mar— y caminaron, caminaron y después de una loma llegan a la loma y ven el mar y el niño se queda mudo, estupefacto, y el padre lo abraza y lo levanta, y lo único que dice el niño es: «¡Padre, ayúdame a mirar!»



Así me provocó decirte a ti, bueno, te dije: «Raúl, ayúdame a mirar», ayúdame a mirar ese recibimiento, ese contacto de amor atómico —se me ocurrió decir por ahí—, un amor atómico es esto; quizás atómico —no se asusten los gringos—, amor atómico, porque uno habla de atómico y se asustan, empiezan a temblar; amor atómico, porque ese amor sale y llega hasta el último átomo de todas las células. Es atómico el amor entre nosotros.



Y luego el homenaje a José Martí allí donde reposan sus restos, y a todos los mártires de la Revolución Cubana, desde Martí hasta Frank País, y oír de los cuentos del propio Raúl.



Me hiciste recordar esta mañana una leyenda, una historia, una anécdota —como se quiera llamar—, cuando te oía contando a ti mismo, allá en la Granjita Siboney, o allá en el Moncada me contaste, cuando entraste, que te llevaron preso, hasta dónde llegó el ataque, después te trajeron preso, y cinco años, cinco meses y cinco días después entraste a rendir al coronel y a hablarles a las tropas.



Mirando el escenario y oyendo al mismísimo Raúl contándolo, recordé, mi general, la anécdota aquella del campo de Carabobo. Años después de Carabobo, del 24 de junio de 1821, volvieron a Carabobo a firmar un acuerdo de paz para poner fin a la guerra federal; la guerra federal que reventó en Venezuela casi 30 años después de muerto Bolívar y muerto el sueño con él y enterrado el proyecto de unión, y traicionado el pueblo que durante más de 15 años se fue desde el Caribe hasta la Patagonia casi, a pie, a caballo, con sus machetes y sus viejos fusiles, a romper las cadenas del imperio español de 300 años. Y después de todo aquello, como dijo Bolívar, hemos arado en el mar, un nuevo coloniaje legaremos a la posteridad.



Y Bolívar murió en Santa Marta, Raúl, según cuenta, con magistral y profunda idea, el Gabo García Márquez en El general en su laberinto; pero es cierto, Bolívar murió en la hacienda de un español oyendo el salve cantado por los esclavos. Imagínate, después de tantos años, morir en una hacienda esclavista. ¿Cómo se sentiría aquel hombre?



Un día yo le leía a Fidel por teléfono… Veníamos de África, Felipe nos acompañaba, y estábamos estrenando el avión nuevo nuestro, que ya no es tan nuevo, el Airbus, que tiene teléfono, y le digo yo a Felipe: «Felipe, vamos a llamar a Fidel.» Veníamos hablando allí y leyendo unas cosas, y cayó la llamada: «¡Aquí está Fidel!»; veníamos no sé a cuántos miles de pies de altura cruzando el Atlántico, y Fidel nos pregunta: «¿Dónde están ustedes?» «En el avión.» «¡Cómo!», me dice. «Aquí, estamos volando, vamos para allá» —él no sabía que veníamos para acá. «Espéranos, llegaremos a tal hora.» Entonces me dice: «Solo Bush y tú tienen ese privilegio de tener…» Le dije: «Mira, no me ofendas, no te pases» (Risas). «No es para tanto.» «Solo tú y Bush tienen ese privilegio de llamar por teléfono.» Pero luego comenzamos a conversar y a preguntarnos: cómo era el avión, cuánto medía, a qué velocidad iba, cuál seguridad teníamos, quién nos cuidaba en el aire. De todo nos preguntó.



Entonces, le digo: «Fidel, oye esta carta de Bolívar.» Bolívar pocos días antes de morir escribe las últimas cartas, y, entre otras cosas, dice: Muero proscrito, no tengo patria, mis enemigos me quitaron la patria, no tengo patria a la cual hacer el sacrificio. ¡Qué puede un solo y pobre hombre contra el mundo!



Ese es Bolívar. Fidel me oía en silencio, oyendo la lectura, y después que termino, él se queda como unos segundos y me dice: «Chávez, eso es muy duro, eso es muy duro, yo no pensé que Bolívar había escrito eso alguna vez, o alguien.» Le dije: «Sí, Bolívar, Fidel.» Él no conocía la carta, después yo le mandé ese libro, que son los libros que la oligarquía escondió, son los documentos que la oligarquía escondió y ahora están brotando, la verdad histórica está brotando.



Ahora, Fidel me dijo aquel día, Raúl, algo que se convierte para nosotros en un reto. Me dice Fidel: «Chávez, eso es muy duro, como murió Bolívar.» Pero entonces me dice: «Chávez, ni tú ni yo moriremos así. Nosotros moriremos vencedores cuando nos toque morir» (Aplausos). Y así, moriremos cuando nos toque morir: vencedores, Fidel. Venceremos, Fidel, cuéstenos lo que nos cueste, con el machete de Maceo o con lo que haya que luchar, nosotros venceremos (Aplausos). Ten la seguridad, Fidel, que venceremos y que no moriremos, como murió Bolívar, sin patria y oyendo el canto de los esclavos. ¡Llorando murió Bolívar! (Aplausos.)



Cuando yo oía a Lage ahora con su discurso memorable, profundo, encendido, también me llegaron a la mente muchas cosas, y ahora con el cuadro que me han regalado de Frometa, el pintor Frometa, tres ojos, una misma mirada. Ahí está la explicación, Frometa, ¿de dónde viene este amor atómico? Claro, ya sé de dónde viene.



Anoche yo recordaba este discurso y hoy me lo consiguieron los muchachos. Me llegó por dos vías: la ayudantía mía y la ayudantía de Fidel, que es la misma de Raúl. Me llegó: «Aquí está el discurso que usted anoche estaba recordando». Sí, fue un 28 de octubre en 1893, un homenaje a Bolívar en la Sociedad Literaria Hispanoamericana en Nueva York, allá estaba José Martí; 1893, es decir, Martí ya estaría haciendo equipo para venirse, al poco tiempo se vino para acá, o sea que ya andaba, como estuvo toda su vida, estuvo todo su vida encendido de patria José Martí; pero estaba a punto de venirse, porque él murió en 1895. Es decir, año y medio después; esto fue 28 de octubre, que es el día de San Simón, y entonces ese día le hicieron el homenaje.



El discurso es largo como el poema o más que el poema, pero hay aquí unas frases que son memorables. ¿Y saben qué? Yo me conseguí este discurso hace muchos años, de antes de ser soldado, en la biblioteca de un buen amigo comunista —murió también hace poco—, camarada José Esteban Ruiz Guevara. Estuvo también en la montaña en los años sesenta, Alí lo conoció muy bien, Douglas Bravo, la guerrilla venezolana de los sesenta. Fue Ruiz Guevara un patriota, un intelectual, un investigador. En su biblioteca yo conseguí un día un libro, él me lo prestó, Discursos de José Martí, uno de tantos libros que se han editado, y yo conseguí ahí este discurso de Martí.



«Señoras, señores…», y lo leímos, y lo leíamos en los cuarteles, y hay que seguirlo leyendo.



Creo, incluso, que habrá que editar por millones este discurso de José Martí, y que lo lean y lo leamos con nuestros hijos, nuestros nietos, en las escuelas, los pioneros, los precursores, los trabajadores, las mujeres, todos, los obreros, los indígenas, los soldados.



«Señoras, señores:



«Con la frente contrita de los americanos que no han podido entrar aún en América; con el sereno conocimiento del puesto y valer reales del gran caraqueño en la obra espontánea y múltiple de la emancipación americana; con el asombro y reverencia de quien ve aún ante sí, demandándole la cuota, a aquel que fue como el samán de sus llanuras, en la pompa y generosidad, y como los ríos que caen atormentados de las cumbres, y como los peñascos que vienen ardiendo, con luz y fragor, de las entrañas de la Tierra, traigo el homenaje infeliz de mis palabras, menos profundo y elocuente que el de mi silencio, al que desclavó del Cuzco el gonfalón de Pizarro.»



Porque sí, Bolívar llegó hasta el Cuzco y allá le entregaron como trofeo el gonfalón de Francisco Pizarro.



Sigo leyendo: «Por sobre tachas y cargos, por sobre la pasión del elogio y la del denuesto, por sobre las flaquezas mismas, ápice negro en el plumón del cóndor, de aquel príncipe de la libertad, surge radioso el hombre verdadero. Quema, y arroba. Pensar en él, asomarse a su vida, leerle una arenga, verlo deshecho y jadeante en una carta de amores, es como sentirse orlado de oro el pensamiento. Su ardor fue el de nuestra redención, su lenguaje fue el de nuestra naturaleza, su cúspide fue la de nuestro continente: su caída, para el corazón. Dícese Bolívar, y ya se ve delante el monte a que, más que la nieve, sirve el encapotado jinete de corona, ya el pantano en que se revuelven, con tres repúblicas en el morral, los libertadores que van a rematar la redención de un mundo. ¡Oh, no! En calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella: ¡de Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño, y la tiranía descabezada a los pies…!».



José Martí, vean. De aquí viene todo este amor entre estos dos pueblos nuestros, que en el fondo somos uno solo, el de Martí, el de Bolívar, el de Maceo, el de Maisanta, somos el mismo pueblo, somos el mismito pueblo (Aplausos).



Más adelante dice —pasando párrafos y parándome en algunos—: «…Hombre fue aquel en realidad extraordinario. Vivió como entre llamas, y lo era. Ama, y lo que dice es como florón de fuego. Amigo. Se le muere el hombre honrado a quien quería y manda a que todo cese a su alrededor. Enclenque, en lo que anda el posta más ligero barre con un ejército naciente todo lo que hay de Tenerife a Cúcuta. Pelea, y en lo más afligido del combate, cuando se le vuelven suplicantes todos los ojos, manda que le desensillen el caballo. Escribe, y es como cuando en lo alto de una cordillera se coge y cierra de súbito la tormenta, y es bruma y es lobreguez el valle todo; y a tajos abre la luz celeste la cerrazón, y cuelgan de un lado y otro las nubes por los picos, mientras en lo hondo luce el valle fresco con el primor de todos sus colores. Como los montes era él ancho en la base, con las raíces en las del mundo, y por la cumbre enhiesto y afilado, como para penetrar mejor en el cielo rebelde. Se le ve golpeando, con el sable de puño de oro, en las puertas de la gloria. Cree en el cielo, en los dioses, en los inmortales, en el Dios de Colombia, en el genio de América, y en su destino. Su gloria lo circunda, inflama y arrebata. Vencer ¿no es el sello de la divinidad? ¿vencer a los hombres, a los ríos hinchados, a los volcanes, a los siglos, a la naturaleza? Siglos. ¿cómo los desharía, si no pudiera hacerlos? ¿No desata razas, no desencanta el continente, no evoca pueblos, no ha recorrido con las banderas de la redención más mundos que ningún conquistador con las de la tiranía, no habla desde el Chimborazo con la eternidad y tiene a sus plantas en el Potosí, bajo el pabellón de Colombia picado de cóndores, una de las obras más bárbaras y tenaces de la historia humana? ¿no le acatan las ciudades, y los poderes de esta vida, y los émulos enamorados o sumisos, y los genios del orbe nuevo, y las hermosuras? Como el sol llega a creerse, por lo que deshiela y fecunda, y por lo que ilumina y abrasa. Hay senado en el cielo, y él será, sin duda, de él. Ya ve el mundo allá arriba, áureo de sol cuajado, y los asientos de la roca de la creación, y el piso de las nubes y el techo de centellas que le recuerden, en el cruzarse y chispear, los reflejos del mediodía de Apure en los rejones de sus lanzas: y descienden de aquella altura, como dispensación paterna, la dicha y el orden sobre los humanos».



Y más adelante lanza la frase de la que hablábamos allá, Raúl, la que yo me aprendí de memoria y recitaba un día en un discurso un 17 de diciembre, esta:



«¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de banderas a los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!» (Aplausos).



Esto es, como alguien dijo, demasiado bello, demasiada luz que ciega, demasiado bello que estremece, como cuando uno lee Los Miserables, o aquel buen libro que tú me regalaste, La guerra y la paz, demasiado bello.



«América hervía» —sigue diciendo—, «a principios del siglo, y él fue como su horno. Aún cabecea y fermenta, como los gusanos bajo la costra de las viejas raíces, la América de entonces, larva enorme y confusa. Bajo las sotanas de los canónigos y en la mente de los viajeros próceres venía de Francia y de Norteamérica el libro revolucionario, a avivar el descontento del criollo de decoro y letras, mandando desde allende a horca y tributo; y esta revolución de lo alto, más la levadura rebelde y en cierto modo democrática del español segundón y desheredado, iba a la par creciendo, con la cólera baja, la del gaucho y el roto y el cholo y el llanero, todos tocados en su punto de hombre: en el sordo oleaje, surcado de lágrimas el rostro inerme, vagaban con el consuelo de la guerra por el bosque las majadas de indígenas, como fuegos errantes sobre una colosal sepultura».



¡Como fuegos errantes sobre una colosal sepultura! Hoy creo que está ocurriendo lo mismo, 200 años después América hierve a principios de este siglo y él sigue siendo el horno, como Martí. Estamos de nuevo en la hora de los hornos (Aplausos).



Vamos a ver cómo termina, debe terminar sublime. Así termina:



«El Potosí aparece al fin, roído y ensangrentado: los cinco pabellones de los pueblos nuevos, con verdaderas llamas, flameaban en la cúspide de la América resucitada: estallan los morteros a anunciar al héroe, y sobre las cabezas, descubiertas de respeto y espanto, rodó por largo tiempo el estampido con que de cumbre en cumbre respondían, saludándolo, los montes. ¡Así» —así termina—, «de hijo en hijo» —así, de hijo en hijo—, «mientras la América viva, el eco de su nombre resonará en lo más viril y honrado de nuestras entrañas!»



¡Viva Bolívar! (Exclamaciones de: «¡Viva!»)



¡Viva Martí! (Exclamaciones de: «¡Viva!»)



De ahí venimos, Lage, de ahí es que venimos. Yo creo que no hay explicación mejor para conseguir que esta; para explicar, valga la redundancia, o para entender esto que hoy está pasando, el amor atómico: Santiago de Cuba, Cienfuegos; y entender, además, el amor que ustedes saben siente el pueblo venezolano por el pueblo cubano, el amor infinito, atómico, que siente nuestro pueblo por Fidel, por todos ustedes, Raúl; pero, bueno, especialmente Fidel encarna a todos ustedes. Porque esa es la explicación también, lo dijo Martí igual: «Hay hombres que resumen en sí el decoro de muchos hombres». Y uno pudiera decir con Martí: Hay hombres que encarnan en su simple carne, en sus simples huesos, la patria de millones de hombres, de millones de mujeres. Fidel, tú nos encarnas a nosotros, tus hijos (Aplausos).



Lage dijo que Fidel estuvo aquí y es verdad, está y estará siempre; sin embargo, uno no deja de añorar la presencia física de Fidel, ¿verdad?, no deja uno de añorarla, todos nosotros. Yo no pierdo la esperanza, así lo digo aquí en Santiago.



Fidel, tú que estás allá vigilándonos… ¿Cómo es la cosa del fusil, que tú preguntaste? Y Fidel está cazándonos allá cualquier cosa, está cazándonos allá.



Gral. de Ejército Raúl Castro.—Pregunté en el museo del Moncada: «¿No le han mostrado al presidente Chávez el fusil de Fidel?». Y él lo vio, yo no sé si por Venezolana, que estaba transmitiendo en vivo.



Hugo Chávez.—Están transmitiendo todo en vivo, lo que uno habla por ahí; es peligroso, le transmiten a uno todo.



Gral. de Ejército Raúl Castro.—Y empezó a indagar que por qué no le mostraron el fusil; pero el fusil está ahí, como está presente Fidel, como dijo Chávez y como dijo Lage. Al final de tus palabras, no importa cuánto sea, porque es muy interesante lo que estás diciendo, te lo mostraremos; no te lo podré regalar, pero te regalo el símbolo que representa ese fusil. No hubo combate en la Sierra Maestra importante o batalla decisiva, como la derrota de la ofensiva de verano de la tiranía de Batista, que no empezara con un disparo de ese fusil, porque era el primero en abrir fuego.



Hugo Chávez.—La bala trazadora.



Gral. de Ejército Raúl Castro.—Trazadora o normal.



Hugo Chávez.—Me contó una vez eso, de cómo él dirigía con el fuego, la disciplina de fuego; porque no había mucha munición, además. Y así debe ser la guerrilla, ¿no? Si alguna fuerza requiere mucha disciplina para ser victoriosa es una guerrilla.



Ahora, yo decía que recordaba hace un rato, oyendo tus explicaciones en el Moncada, por dónde te trajeron preso, por dónde volviste cinco años, cinco meses y cinco días después a rendir al coronel aquel, que después nombraron ustedes jefe del ejército un tiempo (Rego Rubido, aclara Raúl), que fue a la montaña a hablar con Fidel, y que estaban los soldados en el patio y tú les hablabas a capela, no había micrófonos, en pleno proceso, en plena efervescencia, el pueblo en las calles, Primero de Enero, ¿a qué hora en la mañana? Amaneciste aquí (Le dice que fue por la tarde). Por la tarde.



Lo que iba a decir lo voy a terminar, recordando los fines de la guerra federal. Cuando fueron al campo de Carabobo, 34 años después de muerto Bolívar, a firmar el fin de la guerra, un representante de las fuerzas federales rebeldes y el mismísimo José Antonio Páez, que era el jefe caudillo que entregó al país a las fuerzas conservadoras, traicionando a Bolívar. Hay que decirlo con dolor, porque fue Páez, sin duda, uno de los más grandes guerreros; y, por cierto, Páez era uno de los que Bolívar tenía misionado para venir aquí a liberar a Cuba, junto al pueblo cubano, del imperio español, porque Páez era un gran guerrero, yo me quito el sombrero.



Pablo Morillo, el mejor general español que a Venezuela vino o que a Suramérica vino, el mismo Rey lo envió, porque Pablo Morillo tenía experiencia en las luchas contra Napoleón y había salido victorioso en las luchas contra los franceses, lo mandaron con el ejército «pacificador» de Suramérica; no pudo pacificar nada, pero fue un ejército, el más armado, el más equipado, el más moderno y el más disciplinado que arribó a Venezuela, por allá, por 1816, estaba el país encendido en la guerra —pacificador llamaban a Pablo Morillo, el Pacificador—, un gran general español. Al final, después de seis años de guerra, Morillo acepta entrevistarse con Bolívar —en 1820, el abrazo de Bolívar y Morillo, se entrevistan—, y Morillo, además, escribía mucho —escribía cartas, memorias, al Rey—, era un buen escritor; además, buen narrador.



Hay una batalla donde los llaneros de Páez lo acosan, lo acosan y lo acosan, y le prendieron candela a la sabana y lo llevaron contra un río, y muchos morían ahogados y los hostigaban, y Morillo le escribe al Rey una carta, después de la batalla, lo derrotaron; eso fue allá en las sabanas de Apure —Páez era el caudillo de los llaneros. Bolívar decía: «Ellos son nuestros cosacos». Y Páez: «cosacos», las tropas de caballería de Páez, los bravos de Páez o los bravos de Apure—, entonces, Morillo escribe aquella carta memorable y le dice al Rey: «Catorce cargas de caballería consecutivas sobre mis cansados batallones me demostraron que estos hombres están resueltos a ser libres».



Páez, además, una astucia: Las Queseras del Medio. Bolívar estaba allá dirigiendo la guerra en Apure y ve el río Arauca crecido y los españoles al otro lado, y Bolívar pregunta: «¿Quién tuviera una caballería de agua?». Y Páez le dice: «¿Usted quiere, quiere verla?», porque Bolívar era caraqueño, buen jinete y buen guerrero, pero no había peleado en el llano como peleaban los llaneros.



Escoge Páez 150 hombres, se lanzan al Arauca, río que hoy día yo lo conozco bastante, lleno de pirañas, de caimanes y con una fuerza el Arauca vibrador, Alma llanera, «yo nací en esta ribera del Arauca vibrador», el Arauca, legendario ese río. Bueno, cruzaron a caballo el río, atacaron al puesto de comando del mismísimo Morillo, que nunca se lo esperaban, ellos se sentían protegidos por el río; le destrozaron la artillería.



Páez mandó a hacer —es famoso en la historia de la guerra en los llanos— la lanza apureña, porque era una lanza larga, una lanza muy larga, y eran unos maestros manejando la lanza.



Dice Morillo que Páez les calculó el tiempo en que ellos tardaban en recargar los cañones y de repente les ponía caballerías en las matas, los hacía disparar, y por un flanco venían unos caballos, como demonios, con unas lanzas largas y, antes de que tuvieran tiempo de recargar los cañones, ya los caballos les pasaban por encima y las lanzas y destrozaban la artillería.



Dice Morillo, «cuando estábamos toda la noche en vela, porque creíamos que nos iban a atacar, silencio; cuando dormíamos pensando que estaban lejos, la carga de caballería a medianoche», la emboscada, la guerra asimétrica. Era un maestro de la guerra José Antonio Páez.



Pues Morillo cuenta en sus memorias que cuando llegó a España, después del abrazo con Bolívar y firmó el armisticio, el Rey le reclama y lo llama a presencia y le dice: «Explíqueme cómo es que usted, que triunfó contra los franceses, contra las tropas de Napoleón Bonaparte, llega aquí derrotado por unos salvajes». Y es famosa la frase de Morillo: «Su Majestad, si usted me da un Páez y 100 000 llaneros de Apure, le pongo toda Europa a sus pies». Fue la frase de Morillo: Toda Europa se la pongo a sus pies, con un Páez y 100 000 llaneros de aquellos de allá. Él se vino admirándolo, pues, admirándolo, Pablo Morillo.



Pero Páez es el ejemplo del buen soldado sin conciencia patriota, y mucho más allá, conciencia revolucionaria, conciencia social, y terminó enriquecido, se lo ganó la oligarquía: aprendió a tomar buen vino; aprendió a tocar piano —cosa que no es mala, pero se oligarquizó—, violín; aprendió el inglés, how are you?; lo rodeó la oligarquía de Valencia, los ricos. Y mientras Bolívar se fue al Potosí, como lo dice aquí el inmortal Martí, Páez se alió con la oligarquía. ¡Qué tragedia!



Lo mismo hizo Santander en Bogotá. Peor Santander, porque Páez no quiso matar a Bolívar o mandarlo a matar; se lo propusieron.



Cuando Bolívar volvió, en 1827, por última vez a Caracas, a tratar de salvar la unión, incluso le regaló su espada a Páez tratando de ganarse al Centauro —así lo llamaban— o al Taita, era el caudillo ya de Venezuela.



A Páez le proponen fusilar a Bolívar, acusarlo de traidor. Lo acusan de que tiene un proyecto para coronarse rey y para traer un príncipe europeo y que eso era traición, por lo cual había que fusilarlo. Inventaron hasta un documento falso.



El decreto de fusilamiento de Bolívar quedó redactado, Páez no se atrevió a tanto y dijo: «Lo prefiero en el exilio». Y así terminó Bolívar, exiliado y con prohibición de regresar a Venezuela.



Por eso es que él escribe aquella carta que yo le leí a Fidel desde el avión: «No tengo patria, mis enemigos me quitaron mi patria. ¿Qué puede un pobre y solo hombre contra el mundo?».



Lo obligaron a licenciar al Ejército Libertador, a sus soldados, lo obligaron por una ley.



En Bogotá, Santander llegó a más: Santander lo mandó a matar la noche aquella de septiembre de 1828. Llegaron a la puerta, mataron al edecán, hirieron a los soldados; salió Manuela Sáenz espada en mano, coronela como era, ascendida como ella dijo un día en una carta memorable: «No ascendí…». No, fue Bolívar quien lo dijo, porque cuando Manuela Sáenz asciende o es ascendida a coronela, ella era capitana del ejército de San Martín, ya tenía el título de capitana.



Recordé esta mañana a Manuela, cuando tú me contabas y nuestro historiador… ¿Cómo se llama el amigo historiador? (Le dicen algo). No, allá, en el monumento a Martí, el historiador.



Gral. de Ejército Raúl Castro.—El de la ciudad.



Hugo Chávez.—El conservador de la ciudad, Omar, que está por ahí a lo mejor.



Omar, cuando tú estabas hablándonos de Martí, cuando se fue a caballo, que el joven aquel no pudo retenerlo, De la guardia, recordé a Manuela, aun cuando Manuela no tuvo el triste final, aun cuando morir por la patria es vivir; pero no murió ella ahí en ese momento.



Quizás fue más triste después lo que le tocó vivir a Manuela. Sí; mejor es morir en batalla, sin duda, que ver morir la patria, sin duda.



Manuela, en Ayacucho; Bolívar estaba en Lima, ya en conflictos con Santander, que era el vicepresidente en Bogotá de la Gran Colombia, y Bolívar, presidente, pero en campaña y estaba por allá liberando a otros pueblos.



Hasta los argentinos le mandaron a Bolívar unos emisarios al Perú a pedirle protección, porque Brasil estaba invadiendo a Argentina. Era Brasil un imperio, recordemos.



A Bolívar lo llaman y lo nombran, desde Buenos Aires, Protector de las provincias del Río de la Plata. Casi que Bolívar llega al mismísimo Buenos Aires; un poquito más, no lo dejaron llegar. Santander elabora una ley, y el Congreso la aprueba, ordenándole a Bolívar que no podía seguir comandando ejércitos extranjeros, y es cuando Bolívar se ve obligado a entregarle el mando a Sucre.



Por eso es que Bolívar no está en Ayacucho, él se queda en Lima; pero es Sucre entonces quien toma el mando y se llena de gloria con aquel pueblo unido, hecho Ejército Libertador, en la pampa de la Quinuaya, a 3 000 metros sobre el nivel del mar, en un cerro que se llama Condorcunca o Rincón de los Muertos.



Santander comienza a frenar el impulso de Bolívar, le niega tropas. Bolívar pide más tropas, Santander empieza a decir que no hay recursos, que no alcanzan los recursos, que Colombia es pobre, que cómo él va a seguir yendo a otros mundos.



Santander, cuando Bolívar envía las cartas ordenando desde aquí, desde el Perú, desde Bolivia, la liberación de Cuba, una expedición sobre Cuba, sobre Puerto Rico, ¿y saben algo más?, ustedes lo deben saber. Incluso, dijo Bolívar: «Hasta la misma España llegaremos nosotros con nuestras tropas». No tenía límites aquel hombre, en sus sueños, en su impulso libertario: «Si hubiera que llegar hasta la misma España, a la misma España llegaremos».



Entonces, él comienza a emitir órdenes, a Páez que se prepare y dice: «Páez con Sucre irían a Cuba». Empieza él a elaborar y a organizar ya el futuro ejército caribeño a Puerto Rico, a Dominicana, y ordena empezar a construir barcos, caballos y a ir haciendo las provisiones, la logística; pero cuando él regresa ya, estaba partida la patria. Se vino abajo el piso, las columnas centrales y terminó expulsado.



Ahora, ¿Páez? Páez fue, sí, el gran guerrero; pero murió anciano en Nueva York. Después de la guerra federal, Páez sigue combatiendo y va al terreno, va a la batalla, a defender ahora a la oligarquía. ¿Y quiénes estaban allá, en el otro bando contrario? Muchos de los mismos que lo siguieron en la guerra de independencia, las guerras civiles, pues. La tragedia de Venezuela, la tragedia de todos nuestros pueblos.



Al final el ejército de Páez, la oligarquía es derrotada en la guerra federal, aun cuando tampoco hubo después una revolución, porque quizás el único líder verdaderamente revolucionario de los federales fue asesinado en plena guerra: el gran Zamora, Ezequiel Zamora, aquel que gritaba, cantaba: «¡Tierras y hombres libres; elecciones populares y horror a la oligarquía!». Y donde llegaba, ciudad que tomaba Zamora —era 1859, 1860, lo mataron el 10 de enero, comenzando el año 1860—, una de las primeras cosas que mandaba a hacer era quemar los títulos de tierra, porque él decía: «Esos títulos todos son forjados después que murió Bolívar», y se repartieron las tierras, les negaron las tierras a los pobres; los esclavos seguían siendo esclavos. Nada, en verdad, había cambiado.



De ahí que nace la guerra federal, los pobres contra los ricos, la lucha de clases.



En el campo de Carabobo entonces se ven el enviado de Falcón, que era el jefe revolucionario —después llegó a presidente, no hizo ninguna revolución, pero, bueno, hicieron la guerra federal, al menos mantuvieron la llama de la revolución encendida, y relanzaron la idea de Bolívar, sobre todo Zamora—; manda Falcón, o no sé si el mismo Falcón estaba en Carabobo, pero Páez estaba y un enviado de los revolucionarios, uno de los generales revolucionarios, y andaba con ellos un historiador que tomaba notas, los escribanos aquellos, Eduardo Blanco, que era un jovencito —Eduardo Blanco, historiador, después escribió aquel libro La Venezuela heroica. Eduardo Blanco recoge aquello y narra, así en ese mismo estilo heroico, parecido al de Martí, a ese estilo, dice y narra que estaban en el campo de Carabobo y cabalgaba Páez, canoso ya, y Falcón —no estoy seguro de si era Falcón; era Falcó

2007-12-26 03:52:15